Mujeres en la cocina de la mayordomía. Prestigio y costumbre en la mixteca de Oaxaca

Women in the Mayordomia Kitchen. Prestige and Custom in the Oaxacan Mixtec Highlands

Charlynne Curiel[*]

Resumen: En este texto explico cómo se reelaboran prácticas y espacios sociales sustentados en “la costumbre” para renovar formas de acceso de las mujeres al reconocimiento social y la reproducción de espacios y prácticas para mejorar su posicionamiento en la comunidad en un municipio de la mixteca de Oaxaca. Retomando un interés de la antropología feminista clásica sobre el sistema de género como un sistema de prestigio, interrogo la rigidez de la estructura de poder y prestigio atribuida a las relaciones de género en los sistemas de cargos, y muestro la relevancia de las actividades consideradas domésticas en la constitución de espacios íntimos-comunitarios creados por las mujeres en la reproducción de una ritualidad relevante para la construcción contemporánea de la comunidad. Observé que el ejercicio de “la costumbre” aparece como un recurso simbólico apropiado por las mujeres para habilitarse y participar de otros ámbitos de toma de decisiones comunitarias —como las asambleas.

Palabras clave: género, sistemas de cargos, fiesta, prestigio.

Abstract: In this article I explain how women are re-elaborating certain practices and social spaces tied to notions of “la costumbre” —custom—, as a way to gain access to communitarian prestige and recognition in light of changes to social, ritual and political organization in a municipality from the Oaxacan Mixtec region. Taking into account an old feminist anthropology concern about the gender system as a prestige system, I question the rigidity of the power and prestige structure conferred upon gender relationships within cargo systems and I show the relevance of what are considered to be “domestic” activities in the construction of intimate communitarian spaces that women have created via the reproduction of a relevant rituality in the construction of contemporary communities. I observed how women use the concept of “la costumbre” to claim a type of symbolic capital that helped them prepare for and participate in other communitarian decision-making spaces, such as village assemblies.

Keywords: gender, cargo system, fiesta, prestige.

Introducción

Para explicar los cambios en las relaciones entre varones y mujeres que viven en municipios organizados por los sistemas de cargos se ha indagado en las posibilidades de las mujeres para participar en esta estructura de tipo jerárquico que organiza cientos de comunidades en México.[1] Para el caso de Oaxaca, en donde el gobierno del estado reconoció lo que nombró como sistemas de “usos y costumbres”[2] , buena parte de esta participación se ha visibilizado a partir de que la emigración se convirtió en opción de vida recurrente en la población de comunidades de todas las regiones del estado (Worthen, 2012). Por otra parte, el acceso a la educación formal y a la información sobre paridad de género, la participación en organizaciones y partidos políticos y la expansión de ciertas políticas públicas han aumentado la presencia de las mujeres en cargos de los cabildos locales (Dalton, 2012).

Sin embargo, las prácticas ancladas en la ideología comunitaria —“la costumbre”— son aún observadas como obstáculo para romper los patrones de subordinación y exclusión de las mujeres y como limitante para promover su participación en el ámbito de lo públicopolítico (Ochoa, 2007; Sánchez, Chávez y Vizcarra, 2010; Rodríguez Blanco, 2011). Aunque las mujeres han participado como cargueras cuando sus esposos son llamados a cumplir un cargo, se ha enfatizado que su desempeño no redunda en posibilidades para ejercer el poder en cargos de la autoridad civil —como es el caso de los hombres— (Mathews, 1985; Baraniecka-Olszewksa, 2008), marginando a las mujeres de este ámbito de relaciones de poder y autoridad.

Sin embargo hay mujeres, como las que habitan San Miguel Tlacotepec, Oaxaca, que usan y ejercen la ideología y práctica de la costumbre para “… reivindicar su presencia en esferas que han sido previamente definidas como masculinas ... [basándose] … en discursos que históricamente han garantizado [su] sometimiento a la autoridad masculina … [logrando habilitarse] … para mejorar su función pública en la vida política” (Mahmood, 2010: 70).

Es decir, si bien los imperativos de la costumbre tlacotepense habían marginado a las mujeres de los espacios de toma de decisiones, en los últimos lustros ellas han convertido el prestigio y reconocimiento que acumulan al participar en el sistemas de cargos en legitimidad y autoridad para participar de los espacios de toma de decisiones de los cuales estaban excluidas.

Como régimen de organización, los sistemas normativos internos sancionan comportamientos, señalan los imperativos morales y vigilan la cohesión social, pero a su vez implican a las mujeres en una serie de prácticas cotidianas que las mantiene fuera de sus casas e interactuando con otras mujeres para realizar eventos rituales familiares y comunitarios.

Propongo que lo que por años fue una estructura de dominación sustentada en la división sexual de actividades y espacios, en las mujeres tlacotepenses representa un marco propio para organizarse a través de las prácticas que la costumbre demanda y la observación de las formas que reproducen material y simbólicamente la comunidad (Stephen, 2005).

Esta organización que implica inversión de trabajo y tiempo en actividades consideradas domésticas redunda en la generación y mantenimiento de vínculos y relaciones sociales, entendidos como bienes simbólicos, que son aspectos muy importantes para acumular legitimidad y mejorar la posición en la comunidad como mujeres que participan, cooperan y cumplen su servicio con el pueblo. Para problematizar este argumento a continuación referiré la relación entre género y prestigio y la construcción de la dicotomía público-privado como una añeja preocupación de la antropología feminista, que se constituyó en una herramienta heurística para analizar la división sexual de trabajos, actividades y espacios. Posteriormente explicaré la especificidad de la organización de los sistemas de cargos en los cuales los ámbitos ritual, civil y político se vinculan densamente. Esto permite identificar la formación de espacios que son comunitarios e íntimos a la vez, en donde se expresan formas de generación de prestigio que no emergen únicamente de las relaciones entre hombres y mujeres, sino también de las relaciones entre mujeres. Después recreo etnográficamente la presencia de las mujeres de la mayordomía[3] que organiza la fiesta de San Miguel Arcángel —santo patrón de Tlacotepec— para mostrar cómo se conforma un espacio social que trasciende la diferenciación entre público y privado y politiza las dinámicas consideradas domésticas de preparación de la comida habilitando a las mujeres para participar en los ámbitos más amplios de toma de decisiones, como mostraré en el apartado final.

De las organizaciones sociales a la fiesta patronal

Cuando fui a realizar mi primera estancia de trabajo de campo a San Miguel Tlacotepec, Oaxaca,[4] iba en busca de un grupo de mujeres que desde mediados de los años 1990 participaba en una organización política que entonces gozaba de gran visibilidad en el abanico del movimiento social oaxaqueño y migrante transnacional.[5] Las mujeres “politizadas” estaban ahí, pero eran una minoría que atravesaba un impasse organizativo causado por una crisis de liderazgos. En lugar de compañeras enarbolando demandas étnicas y de género encontré mujeres organizadas para “sacar compromisos”, es decir, una serie de rituales de ciclo de vida[6] y comunitarios. Ante la escasez de reuniones de su grupo político, empecé a seguirlas a estos eventos que abundan a lo largo del año y esto me llevó a las cocinas. Así dirigí la mirada a la ritualidad y registré las prácticas y actividades de las mujeres que cotidianamente se ocupaban en “ayudar” y “acompañar” a otras mujeres cuando preparaban la comida para un compromiso ritual, lo que poco a poco modificó mi interés principal en la participación política hacia la dinámica relación entre la organización ritual y la reproducción simbólica y material de la comunidad.

Durante mis estancias de campo conduje aproximadamente treinta entrevistas con las mujeres más comprometidas en el ejercicio de la ritualidad y registré esas actividades consideradas domésticas, su participación en comités de distinto tipo y asambleas, y sobre todo las observé en las cocinas, que se convirtieron en uno de mis espacios privilegiados de observación etnográfica. Con el material recabado, a continuación muestro cómo las prácticas para organizarse en la cocina de la mayordomía de la fiesta patronal iluminan referentes empíricos importantes para replantear ideas sobre el micropoder entre e intragéneros y los mecanismos de adquisición de prestigio y autoridad a través de prácticas poco valoradas por ser consideradas domésticas.

Retomando la idea del sistema de género como sistema de prestigio, ilustraré cómo se asigna, regula y expresa una estima social que, además de convertirse en un capital simbólico importante, es el tamiz por el que se construyen y valoran culturalmente los sexos y las relaciones sociales (Ortner y Whitehead, 1996).

El sistema de género como sistema de prestigio

Muy temprano la antropología feminista propuso estudiar la producción de género como las elaboraciones culturales en torno a lo masculino y lo femenino en diversas culturas, enfatizando la preeminencia de los varones en el espacio público y de las mujeres en el privado (Rosaldo, en Ortner y Whitehead, 1996: 139). Elaboró además la idea de que el sistema de género permitía entender algunos aspectos de las relaciones sociales entre los sexos e identificar cómo se distribuye, regula y expresa socialmente el prestigio (ibídem).

Con esta premisa se explicaron los mecanismos por medio de los cuales se distribuía autoridad, prestigio y poder en sociedades no occidentales (Strathern, en Ortner y Whitehead, 1996: 141). Esta academia analizó los símbolos y estereotipos sexuales para explicar las relaciones de género y otros aspectos de la vida cultural, definiendo las estructuras de prestigio como “conjuntos de posiciones o niveles de prestigio que resultan de la aplicación de una línea particular de valoración social, de los mecanismos por medio de los cuales los individuos y grupos alcanzan determinados niveles o posiciones y de las condiciones generales de reproducción del sistema de estatus” (ídem: 151-152).

Las autoras identificaron que la estructura de prestigio se reproducía en la división sexual del trabajo y en los espacios definidos como productivos y reproductivos. Lo público-privado fue una distinción que ilustró cómo los hombres controlaban la operación social más amplia, mientras que el horizonte social de las mujeres se reducía a su parentela y necesidades básicas organizando actividades y ámbitos de relaciones e interacción inmediatos.

Strathern, por ejemplo, explicó lo anterior a través del contraste entre el “interés particular” que las mujeres manifiestan en sus actividades y prácticas domésticas y privadas y el “bien común” de orientación más universalista —y pública— en el que los hombres se comprometen (ídem: 141).

Sin embargo, para los casos estudiados en los mundos rural e indígena en México pronto se evidenció que la dicotomía público-privado no es una división ni de roles ni de espacios femeninos y masculinos, sino una división entre los ámbitos comunitarios —familiares, religiosos, políticos, económicos— en los que participan de distinta manera tanto mujeres como hombres (Stephen, 2005). En los pueblos organizados a través de los sistemas de cargos encontramos sujetos, interacciones y prácticas que vinculan actividades, discursos y tipos de participación que forman parte del marco de la reproducción social que mantiene la comunidad como proyecto material y simbólico anclado en una ideología comunitaria que las personas elaboran y reconocen como su “costumbre”.

En algunas comunidades de Oaxaca se ha mostrado cómo las mujeres utilizan canales y eventos vinculados a la reproducción social para tener discusiones políticas, influir la opinión pública y coordinar actividades evitando la confrontación con las autoridades civiles, y pueden ejercer esta influencia por haber sido mayordomas o madrinas de varios integrantes del pueblo convirtiéndose en reconocidas comadres (Stephen, 2005: 304). Si bien hay intereses particulares de sujetas concretas, el ideal del “bien común” es una motivación para el trabajo y la realización de las actividades reproductivas y productivas en todos los ámbitos de la vida comunitaria (Curiel, 2015).

Propongo que con un análisis más fluido de las prácticas y la conformación de espacios en pueblos organizados por los sistemas de cargos es posible contrastar las visiones dicotómicas de las prácticas domésticas-políticas y los espacios privados-públicos. El caso de las mujeres tlacotepenses es un ejemplo sobre cómo la presencia, participación y actividades en la cocina de una mayordomía son formas importantes de adquisición de prestigio que las legitima para ocupar lugares e influir con su palabra en espacios de toma de decisiones comunitarias de los que hasta por lo menos la primera mitad de 1990 estaban marginadas.

Sistemas de cargos, fiestas y prestigio

Desde la década de 1940 la antropología realizada en poblaciones indígenas latinoamericanas llamó la atención sobre un tipo de organización social jerarquizado sustentado en un escalafón de ocupación de cargos cívicos y religiosos en el que participaba la población masculina por obligación a lo largo de su vida y sin retribución económica. Los cargos cívicos eran ocupados en el cabildo local, mientras los religiosos tomaban en cuenta la ritualidad promovida por la Iglesia católica, como la realización de fiestas a santos, las cuales implicaban cuantiosos gastos. Que éstas fueran financiadas por una población generalmente empobrecida obligó a explicar los sentidos de ese excepcional consumo ritual.

Trabajos tempranos observaron que patrocinar estas fiestas no era “un comportamiento económico irracional” sino actos individuales que fortalecían la solidaridad e integración comunitaria necesarias para proteger a la comunidad del mundo externo y así mantener las distinciones culturales de los pueblos, que promovían un “mecanismo nivelador” al distribuir los excedentes entre la población impidiendo la acumulación de bienes en unos cuantos (Cancian, 1967; Nash, 1971). Estas prácticas fueron analizadas por sus funciones integradoras y de cohesión social y por su importancia en la adquisición de prestigio y estima social masculinos de quienes participaban en el sistema de cargos (Carrasco, 1961; Cancian, 1967; Aguirre, 1973). Ya durante la década de 1970, se generó un amplio consenso relacionado con las transformaciones que éstos, las mayordomías y las fiestas, estaban experimentando (Dewalt, 1975) a la luz de la integración de los pueblos a economías regionales de mercado, la especialización ocupacional y la emigración masculina.

Si bien en trabajos más recientes encontramos críticas a los primeros estudios sobre esta institución y otras interpretaciones sobre su persistencia y adaptabilidad (Sandoval, Topete y Korsbaek, 2002), lo que me interesa resaltar es la temprana observación de la distribución de prestigio —personal y familiar— que proveía la participación en esta estructura de rangos, porque en el caso del prestigio y estima social masculinos éstos se traducían en la posibilidad de ocupar puestos civiles.

Aunque la ideología de estas comunidades consideraba únicamente a los varones para participar de dicho escalafón, varias de las formalidades que implicaban para ellos ocupar cargos requerían del trabajo y organización de muchas mujeres. Por ejemplo, el mayordomo requería —y requiere— de su esposa para organizar las actividades de preparación de los alimentos para la fiesta, y el presidente municipal ameritaba —y amerita— que su esposa, madre e hijas, cumplan con los imperativos de la costumbre para evitar críticas de la población (Curiel, 2015).

En cierto sentido la práctica contradecía la ideología, ya que buena parte de los logros de los varones que participan en los cargos se debe al apropiado comportamiento y ejercicio de la costumbre que las mujeres tenían —y tienen—, y a la expansión de las actividades reproductivas fuera de la casa. Es decir, sin la “participación de la familia y la movilización de las redes de ayuda” (Castañeda, en Ochoa, 2007: 2) no hay cargo que se pueda cumplir cabalmente.

Pero este trabajo invertido por las mujeres cargueras —y su importancia— pasó inadvertido en los primeros estudios. Fue hasta los años 80 que inspiradas por la categoría de género, algunas estudiosas dieron cuenta de la participación de las mujeres en las mayordomías y el efecto que ésta tenía en su ocupación de otros cargos (Mathews, 1985). Desde entonces se ha señalado, por un lado, que la participación de las mujeres en los sistemas de cargos es selectivo, ya que están ocupando los cargos religiosos que poco a poco han perdido importancia en la organización social, añadiendo además “carga” extra a las ya de por sí pesadas jornadas que desempeñan (Rodríguez Blanco, 2011; Sánchez et al., 2010). Se argumenta incluso que el sistema tradicional de cargos o mayordomías “constituye una institución comunitaria que mantiene y legitima la dominación androcéntrica” (Ochoa, 2007: 2). Por otro lado, también se ha argumentado que si bien el prestigio masculino ganado por la participación en los cargos religiosos posibilita a los hombres para hacer carrera política, la participación de las mujeres cargueras también genera prestigio personal importante para su posicionamiento en la comunidad (Baraniecka-Olszewksa, 2008),[7] ya que una de las actividades quizá más importante para garantizar a los hombres acumular prestigio ha sido la “política” que hacen sus esposas a través de las redes de parentela extendida y compadrazgos que operan en la arena de la reproducción social (Stephen, 2005: 235).

La migración ha profundizado esta circunstancia ante las ausencias más recurrentes y largas en el tiempo de los hombres, aumentando las obligaciones de las mujeres que se quedan en sus pueblos y ocupan cargos (D’Aubeterre, 2005; Rodríguez, 2017), lo cual acorde con algunas estudiosas supone más trabajo y gastos para las mujeres reproduciendo condiciones de desventaja y subordinación (Sánchez et al., 2010).

Lo que estas autoras han llamado “la feminización del sistemas de cargos” se basa en una reproducción de la ritualidad cada vez más dependiente de las mujeres y su participación en la “economía de los bienes simbólicos”, que D’Aubeterre —retomando a Bourdieu— define como:

... orientada a la acumulación de capital social y simbólico —es decir vínculos, alianzas y posiciones que conjuntamente con el prestigio, el honor, el crédito basado en la buena fe están indisolublemente ligados a la categoría de ciudadanos en el caso de las comunidades corporativas— los hombres son los protagonistas claves de los intercambios y de las alianzas prestigiosas. Las mujeres, por su parte, tendrían el estatuto de instrumentos de producción o reproducción del capital simbólico y social. En esta economía se reproduce la estructura objetiva de la división sexual de “las tareas” o de las “cargas”; así, mientras los intercambios masculinos serían públicos, discontinuos y extraordinarios, los intercambios femeninos serían, por el contrario, privados, casi secretos, continuos y cotidianos; en las actividades religiosas o rituales se observarían oposiciones de idéntico fundamento (2005: 193).

Aunque en algunos lugares de Oaxaca esta distinción en las dinámicas de intercambio y alianzas prestigiosas se mantenía en 1980, y ser carguera no se transformaba en posibilidades para ocupar un puesto civil (Mathews, 1985), en el caso de las mujeres tlacotepenses su participación en éstas se ha garantizado precisamente porque contribuyen a la generación de intercambios y vínculos privados y cotidianos cuando reproducen actividades consideradas domésticas, como preparar las comidas para los rituales.

En este proceso, las tlacotepenses acumulan capital social y simbólico e invierten cotidianamente tiempo en hacer circular las prácticas y sentidos de la costumbre. Lo que identifico como novedoso es que el prestigio otorgado a las mujeres por las prácticas que garantizan la reproducción de la comunidad, entendida como una relación social en la que privan la cooperación, responsabilidad (Federici, 2013: 159) y reciprocidad, está siendo transformado en un capital simbólico importante para participar en otros espacios de la vida pública, por ejemplo las asambleas y las elecciones.

Como en otros mecanismos de adquisición de prestigio analizados por la antropología en la región mixteca, el intercambio de bienes es también importante (Monagham, 1990):

… se gasta porque las personas que llegan a acompañar en su dolor, llevan su presente, llevan su cartón, sus veladoras, flores, tortillas, sal, y chiles, nomás lo que uno pone es la carne. O sea que eso es muy bonito, pero nomás es como si fuera emprestado, porque un compromiso que ellos tienen ahí va uno igual, “mi comadre vino y me trajo esto, voy yo también”, “que mi vecina está acabando su casa, yo también voy porque ella vino”. Es bonito porque es como una unión. Por eso un velorio ya no es velorio, es una fiesta, porque hay cerveza, hay mole, hay todo (Teresa).[8]

Cuando las mujeres llevan su “presente”[9] a las celebraciones y realizan alguna actividad de colaboración para la preparación de la comida cumplen con el imperativo de “acompañar”, contribuyen a la realización del ritual y generan una deuda que les será pagada cuando quienes fueron “acompañar” sean anfitrionas y reciban “presentes” y ayuda para su propia celebración.

Las actividades de las mujeres invertidas en hacer de comer son “…signo de un estado social y cultural y de la historia de las mentalidades … no reconozco aquí una manifestación de una escencia femenina” (Giard, 1999: 153), sino la relevancia de las cocinas como “espacios sociales, en los que el poder y la riqueza, el prestigio y el cargo —o puesto—, la dominación y la posesión están constantemente en juego” (Vizcarra, 2002: 187).

En Tlacotepec esto se expresa en prácticas de la costumbre que distribuyen responsabilidades y organizan las actividades para la realización de las fiestas, las celebraciones de ciclo de vida y los tequios.

Es lo que garantiza la distribución del prestigio, como un aspecto importante para tomar parte del ensamble de relaciones, reciprocidades y vínculos que está sustituyendo la cerrada jerarquía de los cargos por una más abierta que habilita a las mujeres —dependiendo de su edad y estado civil— para participar en otros asuntos de la vida comunitaria.

El pueblo San Miguel Tlacotepec

Tlacotepec es un municipio que se encuentra en la región baja de la mixteca con una población de poco más de 3,000 habitantes ubicado a menos de 250 kilómetros de la ciudad de Oaxaca. Si se le compara con otros pueblos de la región cuenta con mejor infraestructura, tiene un centro de salud y educación formal hasta el nivel medio superior.

La vida cotidiana transcurre en un contexto que presenta altos grados de desempleo y migración.[10] Son las remesas el principal ingreso de las familias que se complementa con otros para apenas solventar las necesidades básicas. Los hombres adultos que no han migrado o regresan por temporadas se dedican al pequeño comercio, la albañilería, agricultura de temporal, pastoreo o a ofrecer servicios de transporte.

Como varios lugares ubicados en regiones consideradas “indígenas”, en Tlacotepec la lengua materna está en extinción; el mixteco lo hablan sólo personas mayores cuando se sienten “en confianza”. Lo mismo pasa con las categorías de identificación. Si bien los migrantes han logrado rearticular un discurso étnico mixteco en su lucha por derechos en Estados Unidos y la frontera noroeste de México (Velasco, 2002), en Tlacotepec ese discurso no tiene ninguna resonancia entre la población. Ahí el referente de identificación en el día tras día es “el Pueblo” (Curiel, 2011, 2015).

A pesar de que en 1995 se reconoció como un municipio “usocostumbrista”, desde entonces existió una activa presencia de representantes de partidos políticos —PRI y PRD—[11] y de líderes de organizaciones sociales —FIOB y FNIC—[12] , cuya disputa por el poder local ha promovido varios conflictos en los últimos veinte años. Esta circunstancia ha disminuido la influencia del concejo de ancianos y de la autoridad religiosa —el párroco— y cambiado los requisitos que se toman en consideración para ocupar cargos en la autoridad municipal, que actualmente incluyen el buen manejo del discurso, contar con educación formal y sobre todo poseer capital político. Estas transformaciones se experimentan con malestar entre la población tlacotepense al sentirse amenazada por una política ajena que “solo divide al Pueblo” (Curiel, 2011). Ante este cambiante contexto, en los últimos lustros se ha fortalecido un discurso en defensa de la costumbre que coincide con la formación de lo que se ha llamado la comunidad transnacional tlacotepense (Cornelius et al., 2009).

Los cambios en las relaciones de género han sido lentos pero importantes. Las mujeres con las que conviví —cuyas edades rondan entre 40 y 70 años— recuerdan situaciones de exclusión: “… aquí antes ninguna mujer se paraba ni en la escuela, ni en el palacio [municipal] … los hombres eran los que se paraban en esos lugares … porque eran lugares de seriedad” (Elvia); y mucha violencia: “… cuando yo era niña, en una ocasión a mi vecina su esposo le metió su balazo, de celoso, de loco … yo todavía vi eso…” (María).

Si bien reconocen que aún hay “algo de violencia”, con respecto a esos “lugares de seriedad”, el problema no es su marginación —ya que las mujeres van a todas partes— sino la percepción que se genera de su presencia en ellos. En estos casos es importante cuidar las formas, por eso las mujeres de toda edad casi siempre salen acompañadas así vayan al molino o al lavadero. En pueblos como Tlacotepec el chisme y los rumores son poderosos mecanismos de control social.

Aun así, la mayor parte de su tiempo las mujeres están fuera de sus casas: trabajando su milpa, pastoreando animales, en los lavaderos comunes, yendo a reuniones de diversa índole —escolares, de la Iglesia, del centro de salud, de comités de proyectos productivos— pero sobre todo involucradas en la realización de algún ritual familiar o comunitario. Muchas haciéndose acompañar de una hija, nieta o nuera, implicándose en las actividades de la cocina que los rituales les requieren.[13]

En estos eventos, niñas, adolescentes y adultas se involucran en alguna de las actividades mostrando conocimiento en las formas de la costumbre, cuya socialización inicia en la casa entre actividades y convivencia domésticas y se expande hacia los rituales en prácticas como llevar el “presente”, mostrar respeto a los cargos y “convivir bonito” en las cocinas de las fiestas (Curiel, 2002).

Las mujeres en la cocina de la mayordomía de San Miguel[14]

Hasta mediados de la década de 1990, la fiesta patronal la organizaba y financiaba un mayordomo llamado por la autoridad para cumplir con ese cargo. Como en las mayordomías de este tipo, el hombre se acompañaba de su esposa y un séquito de parejas que ocupaban el resto de cargos. Hasta 1995 las doce mayordomías a distintas imágenes de santos que había en Tlacotepec obligaba a la autoridad municipal a encontrar todos los años hombres disponibles para conformarlas. En 1996, migrantes organizados del FIOB promovieron terminar con once mayordomías y mantener sólo la de la festividad al santo patrón San Miguel Arcángel, que sucede cada año entre 26 y 30 de septiembre. Para minimizar la carga económica se decidió que la fiesta no la financiaría el mayordomo, sino la población a través de una aportación de dinero previamente acordada en asamblea, junto con las de cada pareja de la mayordomía,[15] que se añaden a un fondo de San Miguel Arcángel y al apoyo económico proveniente del presupuesto municipal.

Además se propuso que la sede de la fiesta no fuera más la casa particular del mayordomo, sino un inmueble comprado por la autoridad municipal del periodo 1995-1997 para realizar eventos comunitarios —que en ese entonces se llamaba La Casa del Pueblo.

Si bien estas transformaciones en la estructura de mayordomías han sido interpretadas como una embestida del Estado para separar los ámbitos religioso y político y ejercer más control sobre el segundo (Stephen, 2005), en Tlacotepec un efecto inmediato fue un mayor involucramiento de la autoridad civil en el ámbito religioso a partir de sus aportaciones económicas para la fiesta patronal y la toma de decisiones importantes como, por ejemplo, el cambio de sede de la fiesta que desde 2005 no se realiza en la Casa del Pueblo sino en un salón de la parroquia —ubicado a un lado de la iglesia.

Junto a este salón —que hace las veces de comedor durante la fiesta—, se encuentra una improvisada cocina hecha de varas secas de acahual, láminas y piso de tierra, que durante la fiesta patronal hospeda fogones, mesas, sillas y a las “mujeres de la mayordomía” que por varios días lavan, pican, tuestan y muelen ingredientes diversos, calientan tortillas, matan y limpian pollos, prenden leña, lavan cazuelas, ollas, platos, vasos y cubiertos. Ahí se preparan los desayunos, comidas y cenas que alimentan a danzantes, músicos e integrantes de la mayordomía, a las autoridades civil y eclesial, y a algunos visitantes.

Quienes conforman la mayordomía de San Miguel se ocupan todo el mes de septiembre de realizar las actividades que posibilitan la festividad. Se mantiene la jerarquía en la cual las personas con más edad ocupan los principales cargos. El mayordomo y la mayordoma dirigen las actividades del grupo. La mayordoma vigila a “la segunda” quien prepara la comida. El “segundo” es la mano derecha del mayordomo. La pareja de “escribanos” y sus respectivos “segundos” llevan un control de ingresos, gastos y donaciones. Además cuando terminan las actividades del día la escribana y su “segunda” reparten entre todas las mujeres de la mayordomía —de forma equitativa— los sobrantes de carne. El arriero tiene a su cargo todo lo implicado en la pirotecnia, que son sobre todo los avisos y llamados festivos para la población. La arriera anota faltantes en la cocina, por petición de la “segunda” decide quiénes y cuántos ingredientes se deben moler y da los permisos a las mujeres que necesitan ausentarse por ratos. El resto de las mujeres son diputadas, generalmente jóvenes y por lo tanto primerizas, que se distribuyen el trabajo que no hacen “las mujeres grandes”.

El mayordomo es reconocido por su cargo pero los hombres observan menos las jerarquías ya que todos por igual matan, limpian y tasajean las reses, ponen la carne a secar al sol, se ocupan de las bebidas y son quienes pasan al comedor de la mayordomía a sus invitados. Los diputados se asignan para atender a los danzantes, músicos e integrantes de la autoridad municipal. También realizan las diligencias con la autoridad municipal, las compras fuera del pueblo y organizan los bailes y el rodeo.

Cuando integrantes de la autoridad, el sacerdote o algún visitante, llegan al comedor de la mayordomía, las mujeres dejan sus ocupaciones en la cocina, se quitan el delantal, arreglan su cabello y se forman junto a los hombres para saludar en el salón parroquial donde se encuentra un altar con la imagen de San Miguel. En las procesiones de los días 28 y 29 de septiembre las mujeres aparecen en un lugar protagónico al caminar con flores y velas a un lado de la imagen del santo —que cargan los hombres de la mayordomía— y de las autoridades —el presidente municipal y el sacerdote—. Para estos recorridos se ponen de acuerdo con el color de la ropa que llevarán para distinguirse del resto de las mujeres que ese año “no son de la mayordomía”. Otro momento en el que dejan la cocina es la noche del 28 de septiembre cuando se sientan todas juntas en un sitio preferencial en el atrio de la iglesia para escuchar las bandas de música y disfrutar del baile y la pirotecnia. El resto del tiempo festivo lo pasan en la cocina. Cuando hablamos de las actividades que realizan ellas y las que realizan sus esposos, y yo quería indagar en sus percepciones, comentaron:

Mire, uste’, cómo estamos aquí, conviviendo, en confianza. Que si la comadre quiere ir a su casa a ver sus hijos, la arriera le da permiso, ya sale, regresa, o deja aquí sus hijos y nosotras vemos por ellos. Todas aquí comemos, compartimos, convivimos bonito, no nos preocupamos, no que los señores andan unos por un lado y otros por el otro y luego a puro tomar [alcohol] nomás (María).

Yo le digo a mis hijas, no se metan en otros cargos, luego tiene que andar uno que allá que pa’ca, mejor la mayordomía, sirven a San Miguel, sirven al Pueblo y tres años no nos llaman [a ocupar otro cargo], porque hacer el mole para la fiesta sí cuenta mucho … es un servicio grande (Estela).

A mi eso de andar a puro camine y camine, que si al municipio, que si por el músico, no me gusta. Prefiero estar aquí [en la cocina de la mayordomía], me traigo a mi hija un rato y veo que coma, yo como y mando comida a mi casa para mis otros hijos ... Además esos pobres [los hombres] tienen que estar aguantando borrachos. Mi esposo me dijo que hace dos días tuvo que cargar a un danzante que a la noche no se paraba solo … imagínese, uste’, nosotras cargando hombres borrachos, matando la vaca, o hablando con la autoridad para pedirle favores para la fiesta; ay no, ¡Jesús, no! (Estela).

Constantemente usaron una forma compasiva para referirse a sus compañeros con el adjetivo “pobre”, no para referir una condición de pobreza, sino para expresar compasión por las actividades de los hombres, “ay, pobre, que le tocó velar la barbacoa”; o cuando los hombres en grupo regresaban al comedor de la mayordomía para comer, “ahí vienen estos pobres muriéndose de hambre, y nosotras ya echando taco”, riéndose por la transgresión de haber comido primero.

Aunque a veces se quejaron de que sus esposos no les pidieron opinión cuando la autoridad municipal los nombró y aceptaron el cargo, también reconocen que este régimen de organización tiene poco margen para escurrírsele a la obligación del servicio: “Pues ya ve cómo es aquí la costumbre, hoy nos toca a nosotras, mañana a otras, y así porque si no ¿cómo? Servir al pueblo, servir a San Miguelito nos corresponde. Todas tenemos que entrarle, porque así es aquí, y la costumbre se respeta” (Dioselina).

La dinámica de la cocina se desarrolla con mucha organización. Al tener cargos, todas las mujeres saben lo que les corresponde hacer. Las más jóvenes acomodan y sirven las mesas, llevan platos llenos y regresan los vacíos o toman el metrapil para moler sobre el metate. Las adultas se ocupan de lavar los trastes, acomodar los utensilios de la cocina, ver que no falte leña. Muchas de ellas son madres, que involucran a sus hijas —si éstas son jóvenes— en las labores. Las mujeres mayores son las que están cerca del fuego, en comales calientan las tortillas, o preparan el atole o el café y cocinan los frijoles o el arroz. La “segunda” está siempre a un lado de la cazuela grande —en donde se cocinan los guisados principales— cuyo contenido cuida con mucha paciencia, hablando de ellos como entes animados: “mi mole quiere caldo” o “mis frijoles quieren sal”. Las actividades se organizan a través de un escalafón que inicia con las más jóvenes y con menos experiencia y finaliza con las mujeres mayores que “ya conocen la costumbre”.

Cuando la mayordoma calcula que tienen el tiempo suficiente, le pide a la “segunda” que sirva los platos para que las mujeres coman, a veces antes que los hombres, pero generalmente cuando ya han terminado de serviles a ellos. Por el cargo, los platos del guiso principal del día los sirve la “segunda” primero a la mayordoma hasta hacerlo a la última diputada. Otras mujeres grandes sirven los frijoles o el arroz y calientan las tortillas. Las jóvenes acercan a sus compañeras los refrescos y servilletas. Muchas de ellas sólo mojan las tortillas en el caldo o el mole y guardan la carne para llevarla a su casa.[16] Cuando terminan de comer, se dicen “gracias” las unas a las otras, agradeciendo —me dijeron— “que comimos juntas”.

No obstante en estas muestras de solidaridad hay una constante competencia por el trabajo que hace que las mujeres se esfuercen por hacer de más. Es una práctica muy recurrente instar a otra mujer para que deje lo que está haciendo y quien insiste ocupe ese lugar. La respuesta casi siempre es negativa, aunque se persiste. En varias ocasiones observé cómo entre dos mujeres jóvenes una le decía a la otra —que estaba, por ejemplo, moliendo algún ingrediente en el metate—: “manita, quítate, que ahí llego”; y la otra seguía moliendo y le decía: “ahorita”, pero no se detenía. La que insistía lo intentaba dos o tres veces más, casi siempre sin éxito, hasta que encontraba otro quehacer. Cuando sucedía entre una mujer mayor y otra más joven, a los dos o tres intentos la mujer joven lograba que la mujer mayor —que estaba haciendo una labor— la dejara de hacer y podía entonces tomar su lugar, pero llegaba una tercera que repetía la fórmula: “quítate, que ahí llego”.

Al repartirse pollos para limpiar, chiles para moler, recaudos para tostar, las mujeres asignadas para las tareas competían entre ellas por la mayor cantidad y veían mal que una mujer tomara menos ingredientes que las demás pues era señal de que “no quiere trabajar”. Esta competencia por hacer más y mejor es una constante en la cocina de la fiesta, hay una suerte de vigilancia colectiva que a su vez garantiza la distribución del trabajo, que la preparación de la comida se realice sin retrasos y refuerza “un valor arraigado que vincula al trabajo con el prestigio” (Vizcarra, 2002: 190).

Hay mucha preocupación por desempeñar un buen papel ante el resto de las compañeras y un esmero especial porque las cosas se hagan como se han requerido. Cuando eso sucede “la segunda” felicita en público a quien hizo las cosas como ella esperaba, cuando no sucede comenta entre sus cercanas, poniendo en mal a la mujer que no hizo lo que se le pidió; así como los elogios pueden aumentar el prestigio, las críticas pueden disminuirlo. Estas situaciones se convierten en rumores que se comentan entre el resto de las mujeres e incluso afuera del espacio de la mayordomía. Cuando salía de la cocina, en varias ocasiones me preguntaron o escuché comentarios sobre alguna mujer de la mayordomía que no estaba trabajando “parejo”, si otra había tenido algún desacuerdo en la cocina o si la distribución de excedentes de comida no se consideraba equitativa. Este tipo de actitudes si bien sancionan, también refuerzan los imperativos de la costumbre en las mujeres.

Entre sus actividades encontraban momentos de esparcimiento, en éstos reciben visitas de otras mujeres —y a veces de hombres— quienes les llevan algún “presente” como reconocimiento a su trabajo en la cocina. El regalo es para todas, por ejemplo cuando les llevan una caja de naranjas o de guayabas que distribuyen entre ellas en partes iguales. En otras ocasiones se visita a una mujer en particular, como la mayordoma o la “segunda”, quien recibe algo más personal, por ejemplo un delantal nuevo. A este tipo de consideraciones las mujeres de la mayordomía reaccionan con mucho agradecimiento y las anotan en su memoria porque “cuando estén en la mayordomía, quienes hacen la visita hay que ir a verlas”, y se las lleva un regalo.

En otros momentos de “ocio” en la cocina, las mujeres que estaban criando iban a sus casas a dejar comida para su prole, o se distribuían en sillas y bancas para platicar con las más cercanas, o en grupo. Los temas variaban entre asuntos comunitarios, cuestiones personales o chismes. Aunque parecían “encerradas” en la cocina, estaban enteradas de los últimos acontecimientos comunitarios y familiares, y sobre todo lo que ocurría en la fiesta.

Como en muchas regiones indígenas y campesinas de Oaxaca, beber alcohol durante las celebraciones comunitarias es una cuestión de estatus y prestigio que se adquieren mostrando disponibilidad para compartir la ingesta de la comida y bebida (Zamorska, 2015). En la mayordomía generalmente son las mujeres mayores quienes ofrecen el trago de licor. Sucede cuando la mayordoma o la “segunda” creen que es momento de “una copa”, y hacen un gesto a la arriera para que ofrezca alcohol fuerte —que generalmente es brandy—. Ésta toma la botella, pone una copita sobre una charola chiquita, se acerca primero a la mayordoma y le sirve, se toma la bebida de un trago y de ahí sigue con la que está a un lado. Quienes manejan mejor la costumbre, una vez que se toman la copita la llenan nuevamente y se la ofrecen a la arriera, quien termina la ronda bebiendo mucho más que el resto.

Parte del ritual es negarse en el primer ofrecimiento. La arriera ofrece, la mujer frente a ella dice “no”, que “más tarde”, que “está enferma”; la arriera insiste: “es fiesta”, “estamos conviviendo bonito”, y al final la mujer cede. Está mal visto aceptar el trago en el primer intento, quienes así lo hacen se excusan: es para “la presión”, “el corazón”, “el estómago”. Esto expresa el imperativo de que una mujer no debe beber sólo porque se le antoja, pero la excusa de que los malestares disminuyen con una “copita” está socialmente aceptada.

Después de beber la copa se ofrecen una cerveza, que algunas aceptan y otras no. Sobre todo las mujeres jóvenes prefieren “no dar de qué hablar” —como me confiaron algunas—, en cambio a las mujeres mayores no les preocupa mucho eso. En una ocasión una de ellas dijo riendo: “ni modo que me vayan a divorciar”, mientras destapaba una botella al final de un ajetreado día. Sin embargo, esconden discretamente el alcohol cuando alguien entra a la cocina con una cámara y las graba. Sabiendo que son imágenes que verán —en video o dvd y, ahora, en Facebook, en vivo— paisanos y familiares migrantes, se puede decir que cuidan su reputación en la comunidad extendida.

Pero negarse a beber significaría no participar de la generación de lazos y vínculos que en el caso de las mujeres son también de complicidad, ya que si todas beben ninguna será señalada de “borracha”. Beber en las cocinas de la fiesta expresa la disponibiidad por “convivir bonito”, compartiendo también el alcohol. Si bien su consumo desinhibe no es indispensable para que las mujeres hablen de las situaciones que las acongojan. En esos tiempos de convivencia que observé, las jóvenes comentaron sus asuntos esperando el consejo de las “mujeres grandes”. En una ocasión a mí me preguntaron sobre métodos anticonceptivos, quisieron saber cómo se ponía un condón.

Además de hablar de temas íntimos, en la cocina de la mayordomía se dirimen problemas familiares. Frecuentemente en la composición de la mayordomía coinciden mujeres que son parientas o vecinas que trasladan a la cocina asuntos irresueltos. Ahí se encargan de dirimirlos cuando compiten por el trabajo y por la complacencia de la mayordoma o de la “segunda”, intentando hacer más cosas y mejor que la otra. En ocasiones terminan dándose ayuda una a la otra, lo que poco a poco destensa el desacuerdo original.

La cocina de la mayordomía de San Miguel es una suerte de “backstage” de la fiesta en donde se expresan —parafraseando a Giard (1999: 159)— las preocupaciones culinarias de las mujeres: “no van alcanzar esos chiles”; sus observaciones: “ese comal quiere fuego”; su transmisión de conocimientos: “póngale usted un poco de azúcar a esa salsa para que baje la acidez”; el “eslabonamiento de habilidades manuales, que hay que ver hacer para luego poder imitarlas”, como la primera vez que quise colaborar y una mujer me quitó del metate, tomó el metrapil y molió “como se debe” los jitomates para que yo viera y pudiera hacerlo igual.

Era muy interesante observar que todo lo que sucede en la cocina se convierte en asunto público durante la fiesta. Si la comida estaba sabrosa, se sirvió suficiente carne, se atendió bien a la gente, si las parejas de la mayordomía fueron amables con “el Pueblo”, y un sinfín de detalles que son tomados en cuenta por la población cuyas expectativas de que todo salga “como es la costumbre” recaen en la mayordomía, pero especialmente en las mujeres. Su participación en la cocina de la mayordomía les genera prestigio no nada más por lo que ocurre adentro sino también afuera con quienes no forman parte de ella. Entre ellas se convive —y ha convivido— con mucho respeto por las mayores y con autoridad hacia las más jóvenes. En las cocinas de las fiestas esas jerarquías se refuerzan a través de reconocer el lugar de quienes cocinan o dan los permisos, reconocidas como autoridades morales —las mujeres mayores con más experiencia—, donde se amplía su capital social: “aquí somos compañeras, y eso no se olvida, que estuvimos juntas sirviendo a San Miguel; nos veremos en la calle y nos reconoceremos, nos quedamos con los recuerdos de esto, de lo que aquí pasa, porque estuvimos juntas en la mayordomía” (Sofía).

Así, las cocinas de las fiestas patronales son espacios comunitarios pero también íntimos muy importantes para reafirmar el escalafón jerárquico —en donde las mujeres mayores ocupan el lugar más importante—, densificar el entramado de relaciones sociales y convertir actividades domésticas en competencias por el prestigio, que se traduce en autoridad y legitimidad cuando se trata de tomar parte de otras decisiones consideradas importantes para su pueblo.

Sin mole no hay fiesta y sin mujeres no hay mole:
reflexiones finales

Los análisis realizados sobre los sistemas de cargos hasta mediados de la década de 1980 reconocían la importancia de la unidad doméstica como la fuente que mantenía dicho modelo escalafonario y como depositaria del prestigio que el ejercicio de los cargos contraía, pero invisibilizaron el trabajo y las actividades que realizaban las mujeres cargueras. Posteriormente, la perspectiva de género visibilizó dicho trabajo aunque mantuvo la distinción entre lo público y privado, y entre las actividades consideradas políticas —la participación en asambleas— y las domésticas y menos prestigiosas —cocinar para un ritual—, no obstante en todas las fiestas de México la comida es quizá el elemento más importante.

Experiencias como las de las mujeres de la mayordomía en Tlacotepec ilustran que las transformaciones de los sistemas de cargos en los últimos veinte años han actualizado las maneras de distribuir el prestigio a través de cumplir con los imperativos de la costumbre. No existiendo más la figura del mayordomo que financia y hospeda la fiesta y siendo la de San Miguel la única fiesta grande en el pueblo, la posibilidad de acumular prestigio ha llegado a las mujeres que conforman la mayordomía, quienes en la cocina recrean el universo de creencias, costumbres, prácticas y compromisos para cumplir con el ritual más importante del pueblo, acumulando reconocimiento comunitario, porque la población aprecia la elaboración de la comida como una actividad valiosa e imprescindible para la ritualidad.

En Tlacotepec esto se refleja cuando los señores reconocen a las mujeres: “Mi esposa está en la mayordomía y está sirviendo a San Miguel, está sirviendo al pueblo … Lo que hacen ahí en la cocina es mucho trabajo, ¡cocinar para tanta gente!, pero aquí así es la costumbre, y sin mole no hay fiesta” (Ernesto); de igual manera se refleja cuando se integra la mayordomía y una de las primeras preguntas que se hace es: “¿quién va a quedar de ‘segunda’?”, o cuando las personas no preguntan si “¿vas a la fiesta?”, sino “¿vas al mole?”.

Es un gran temor entre la población que la “segunda” sea una mujer joven, cuando se da el caso generalmente ésta le pide ayuda a su suegra o a su madre, lo que rápidamente se hace de conocimiento público. Quienes ocupan los cargos de “segunda” adquieren incluso más reconocimiento y prestigio que la mayordoma, porque son quienes ante el resto de la población dedican su tiempo, sacrifican su sueño y comparten su talento culinario. Esto no sucede con ningún cargo ocupado por los varones. Cumplir con tales exigencias requiere de una experiencia culinaria que se transforma en reconocimiento para la “buena molera”.[17]

Al ser quien se responsabiliza de “la cazuela”, dirige la preparación y da su sazón a los guisos, es muy importante que “la segunda” sea una mujer con experiencia y tenga fama de buena cocinera. Para la población es muy importante que el menú de la fiesta esté bien cocinado y quede sabroso acorde con el gusto local. Los chilates o caldos deben tener cierto color, servirse muy calientes, el mole —rojo— no muy picante, los frijoles son molidos pero no están refritos sino caldosos. La cantidad de comida en los platos es una cualidad que se controla, así como las tortillas que se dejan en las mesas deben estar calientes. Se habla bien de la mayordomía si aprueba los controles de calidad de los comensales, si gusta el sazón de la comida y la atención que se brinda a quienes comen en la fiesta es reconocida.

Lejos de estar “invisibilizadas” o de no recibir “ningún reconocimiento público” (Ochoa, 2007: 10), en Tlacotepc las mujeres que participan en la mayordomía forman parte de la nutrida audiencia de las asambleas y elecciones de autoridades locales, justo como consecuencia del cumplimiento de ciertos imperativos de la costumbre cuya observancia las habilita para acumular prestigio, reforzar su autoridad, fortalecer vínculos sociales y expandir la reproducción social al ámbito material y simbólico de la comunidad en un marco cultural sustentado en una “costumbre” que históricamente las había subordinado. Coincido con Giard en que “un cambio de las condiciones materiales o de la organización política puede bastar para modificar la manera de concebir y distribuir tal o cual tipo de labores cotidianas, del mismo modo que puede transformarse la jerarquía de los diferentes trabajos” (1999: 153). En Tlacotepec, la feminización del sistema de cargos religiosos “no implica necesariamente una superación de la tradicional división sexual del trabajo” (Rodríguez Blanco, 2011: 96), pero tampoco supone la reproducción de condiciones de subordinación, sino la posibilidad de acrecentar el prestigio para participar en otros ámbitos de toma de decisiones.

Así lo observé en varias asambleas, que me permitieron constantar el respeto y legitimidad de las mujeres que participan activamente en la elaboración de “la costumbre”. En cierta ocasión, por ejemplo, una mujer que recién había cumplido con su cargo en la mayordomía pidió la palabra en una asamblea para comentar sobre un problema relacionado con la distribución de agua potable y sugerir una solución. Cuando terminó, el entonces presidente municipal intervino:

Qué bueno que nos comenta sobre esa situación, Doña Lencha, ya nos habían venido a decir eso, pero fueron gentes que no se comprometen y quieren que todo se haga solo, usted que ha servido a San Miguel y que sabe lo que es la costumbre cuenta con el respaldo de esta autoridad para ver por que ese problema se resuelva lo más pronto posible.

Esta intervención fue una de las muchas que registré cuando las mujeres tomaron el micrófono para comentar problemáticas o proponer soluciones. A la mayoría de ellas, el resto de la población la identifica como mujeres que “respetan la costumbre”, que colaboran, acompañan y “conviven bonito”.

En otro lugar he comentado sobre los distintos ámbitos de presencia y tipos de participación de las mujeres tlacotepenses que no se circunscriben al “espacio doméstico” (Curiel, 2002) y que explican los antecedentes de su participación en la defensa de las formas de elección “uso-costumbristas” (Curiel, 2015), al igual que su uso del discurso de equidad de género que incluso ha llegado a los tribunales electorales (véase Worthen, 2015: 93-100).

A pesar de las rápidas transformaciones que experimentan pueblos como Tlacotepec, la fiesta sigue siendo “una manera espectacular de estar juntos en comunidad”, y su organización “un fenómeno interesante, diverso y vivido, que juega un papel muy importante en la vida de muchas comunidades en Oaxaca y en México” (Zamorska, 2015: 250), donde la comida y la bebida son aspectos fundamentales.

Las prácticas de cocinar, proveer la comida de la fiesta y compartir la bebida, emergen de una matriz compartida de sentidos y de la organización de actividades que empiezan a socializarse en los ámbitos intersubjetivos en los que las mujeres interactúan cotidianamente y que se convierten en espacios propios para la negociación y definición de sus posicionamientos ante sus familias, ante otras mujeres y ante la población en general.

Las cocinas son el núcleo que garantiza la práctica de la ritualidad, también se convierten en los espacios íntimos en donde las mujeres “se echan sus copitas”, hablan de asuntos personales, piden consejo sobre la vida en pareja o la maternidad, cuentan chistes sobre sexo, se enteran de los asuntos del pueblo, esparcen rumores y se ríen a carcajadas. Ahí se logra una complicidad que no se construye en otros espacios. Los hombres no suelen entrar en la cocina, y cuando lo hacen son inmediatamente sacados de ahí —a través de chistes que a veces llegan a la burla—. También son espacios comunitarios donde las mujeres construyen un lugar de convivencia entre mujeres de distintas edades y familias mientras reproducen la práctica ritual que redunda en los capitales requeridos para participar en la economía de los bienes simbólicos (D’Aubeterre, 2005).

De esta manera han logrado, a partir de actividades consideradas “domésticas”, reforzar jerarquías y reactualizar formas de adquisición de prestigio. En los días de fiesta se construyen espacios íntimos y comunitarios que cuestionan la división entre lo público y lo privado. Así el contraste entre “interés particular” y “bien común”, de orientación más universalista (Strathern, en Ortner y Whitehead, 1996: 141), se difumina en las prácticas de mujeres que participan en la mayordomía, mujeres que acumulan prestigio al posicionarse frente a otras mujeres como quien trabaja, colabora y sirve a su Pueblo, así como por reproducir las actividades y prácticas que derivan en la elaboración del ritual más importante para la población tlacotepense.

La acumulación de prestigio en el sistema de cargos contemporáneo ya no es sólo privilegio de los hombres en el ámbito público (Mathews, 1985; Stephen, 2005; Baraniecka-Olszewksa, 2008). Junto con sus esposos, las mujeres legitiman su posición en las asambleas, participan en las elecciones locales votando y también siendo votadas, y adquieren prestigio ante sus familias y el pueblo a través de reproducir los roles y espacios diferenciados por sexo que históricamente las habían subordinado (Mahmood, 2010).

La importancia de las dinámicas en la cocina de la fiesta y la adquisición de prestigio que se pone en juego radican en que permite observar los cambios en la dimensión simbólica del género (Ortner y Whitehead, 1996), en este caso anclada en la costumbre, para explicar cómo la articulación de actividades sociales de hombres y mujeres reproduce —pero también reactualiza— los efectos que tiene participar en la ritualidad como parte importante de la vida social de pueblos como Tlacotepec. Ante las cambiantes dinámicas políticas que resignifican los sistemas de cargos especialmente por la migración (Rodríguez, 2017), las mujeres logran creativamente abrir vías para que su inversión de trabajo en la ritualidad se transforme en un capital que las legitima en la arena de la política local.

La participación femenina en los cargos sucede en un contexto histórico que atestigua la transformación acelerada de un régimen de poder que es también el marco para que las mujeres recreen el uso de ciertos discursos y prácticas con los que participan en la competencia y disputa por los repositorios de ese poder.

La presencia de las mujeres en los sistemas de cargos contemporáneos es un buen pretexto con el que revisitar las premisas de la antropología feminista clásica aún vigentes para discutir estas experiencias, abonar en los análisis de la relación entre prestigio y género, mostrar cómo se reelaboran los sentidos de los espacios considerados públicos y privados y cómo se politizan prácticas domésticas cada vez más relevantes para la existencia y reproducción social y simbólica de la comunidad.

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Notas

* Doctora por Rural Development Sociology Group, Universidad de Wageningen, Holanda. Adscripción: Instituto de Investigaciones Sociológicas de la Universidad Autónoma Benito Juárez de Oaxaca, IIS UABJO. Temas de interés: Antropología política, relaciones de género, estudios de la alimentación, https://orcid.org/0000-0003-3499-0009

Correo electrónico: curiel.iis.uabjo@gmail.com

Fecha de recepción: 15 06 18; Fecha de aceptación: 21 08 18.

1 Se ha referido lo anterior como una “típica institución religiosa y política en las comunidades de Mesoamérica” (Cancian, 1967: 283) resultado del proceso de colonización y la persistencia de instituciones precoloniales (Carrasco, 1961), la cual ha sido recurrente objeto de estudio de buena parte de la antropología realizada en pueblos indígenas en América Latina desde la publicación del primer artículo al respecto (Tax, 1937). En esta estructura de organización los hombres mayores de edad son electos para ocupar cargos sin remuneración económica en el cabildo municipal por entre uno y tres años, o llamados para participar en el aparato ritual religioso —mayordomías—. Estas formas organizativas garantizan la distribución y ejercicio del poder político y la reproducción de la ritualidad —a través de la realización anual de fiestas para el santo patrón u otros santos o vírgenes de culto local.

2 Éstos son los mecanismos de elección para ocupar los puestos del cabildo en municipios en donde la organización social se basa en el sistema de cargos y en la toma de decisiones en asamblea, reconocidos en el Código de Procedimientos Electorales del Estado de Oaxaca desde 1995. En esta modalidad para ocupar los cargos de presidente municipal, síndico y regidores, no hay contiendas electorales entre candidatos de partidos políticos, sino una elección entre la población de quienes sean considerados más aptos para ocupar dichos cargos acordes con su previa participación en cargos. A partir de 2005 se les llamó también sistemas normativos internos y más recientemente sistemas normativos indígenas.

3 Las mayordomías son instituciones religiosas formadas por parejas de adultos que se encargan de organizar y reproducir prácticas rituales celebratorias de ciertas efemérides establecidas en el calendario católico tales como la semana santa, las fiestas a santos (p.e. San Antonio, San Miguel o San Juan) y el día de la Virgen de Guadalupe.

4 Desde 1999 he realizado siete estancias de trabajo de campo que derivaron en mis tesis de maestría (Curiel, 2002) y doctorado (Curiel, 2011).

5 Me refiero al Frente Indígena Oaxaqueño Binacional, renombrado hace algunos años como Frente Indígena de Organizaciones Binacionales (véase Velasco, 2002).

6 Por ejemplo, fiestas comunitarias a imágenes de santos y rituales familiares como los que se realizan para celebrar bautismos, confirmaciones, primeras comuniones o bodas, y rituales cívicos como las graduaciones escolares.

7 Baraniecka-Olszewska (2008: 53) retoma la distinción de prestigio propuesta por Domanski. 1. Prestigio de posición. En el sistema de cargos es la posibilidad de ejercer uno de ellos: el prestigio se gana al terminar de fungir el cargo, entonces el carguero ya puede acceder a otro lugar en la jerarquía. 2. Prestigio personal. Se obtiene por las cualidades propias.

8 Todos los nombres citados son pseudónimos.

9 Con “acompañar” hago referencia a la acción de estar y participar en una celebración ajena. El “presente” que las mujeres llevan para contribuir en las fiestas generalmente incluye una caja de cerveza o una de refrescos, un puño de chiles y otro de sal, tortillas hechas a mano, y —a veces— una botella de licor fuerte, como Brandy Presidente.

10 La población tlacotepense se distribuye entre la cabecera municipal y cuatro agencias. Se contabilizan 870 hogares. De éstos, 292 tienen jefatura femenina. Acorde con el Informe Anual sobre situación de pobreza y rezago social de Sedesol (2018), casi 80% de la población registra algún tipo de pobreza o vulnerabilidad. En cada hogar hay por lo menos tres integrantes fuera del municipio, quienes han formado grandes comunidades de paisanos radicados en la Ciudad de México, en Baja California, en los condados al norte de San Diego y en Santa Ana, California (véase Velasco, 2002; Cornelius et al., 2009).

11 Respectivamente, Partido Revolucionario Institucional y Partido de la Revolución Democrática.

12 Frente Indígena de Organizaciones Binacionales y Frente Nacional Indígena y Campesino —fundado en 2002 en la región mixteca—, respectivamente..

13 La excepción son las mujeres que profesan religiones de corte evangélico y protestante, ya que tienen prohibido beber alcohol y bailar, y prefieren incluso evitar los espacios festivos.

14 Para la realización de este recuento etnográfico recurro a material registrado en las seis ocasiones en las que participé en las actividades de la cocina de la fiesta patronal.

15 En Tlacotepec, la mayordomía de San Miguel se integra por parejas de matrimonios y se conforma cada año entre abril y mayo por llamado de la autoridad municipal. Se busca primero a los hombres jefes de familia disponibles y presentes en el pueblo que no han cumplido cargo en los últimos tres años. Cuando aceptan, comprometen su participación junto con sus esposas. Dependiendo de los hombres disponibles, la cantidad de parejas varía entre doce y dieciocho.

16 Ésta es una práctica común que registré en todas las fiestas familiares y rituales.

17 Situación que se repite en todos los rituales —familiares y comunitarios—, en los cuales siempre es un tema de preocupación quién será la mujer elegida para preparar la comida y, en particular, el mole.