Del cuerpo en el territorio al cuerpo-territorio. Elementos para una genealogía feminista latinoamericana de la crítica a la violencia
From the body in territory to the body-territory. Elements towards a latinamerican feminist genealogy of the critique of violence
Resumen: El cuerpo recientemente ha (re)tomado una importancia fundamental en la crítica a la violencia gracias a los aportes de los estudios feministas, en particular desde una perspectiva latinoamericana y antirracista. A través de un método genealógico con tintes autobiográficos, se busca ensamblar una crítica a la violencia revelando las diferencias, fragmentaciones y jerarquizaciones de cuerpos sexualizados y racializados, insertados funcionalmente en escenarios geopolíticos bélicos coordinados por el Estadonación. Frente al espacio cartográfico que propone imágenes homogéneas e identificables, se propone para el análisis un territorio-cuerpo y tierra en conflicto, desde el cual erradicar la violencia y reconstruir condiciones de habitabilidad y convivencia.
Palabras clave: Cuerpo, territorio, violencia, genealogía feminista, colonialidad.
Abstract: The body has recently assumed a fundamental importance in the critique of violence, mainly thanks to feminist studies, particularly from a Latin-American and antiracist perspective. Through an autobiographicalfeatured genealogic method, I seek to assemble a critique of violence disclosing differences, fragmentations and hierarchizations of sexualized and racialized bodies, functionally inserted into geopolitical war scenarios coordinated by Nation-State. In my analysis, I face the homogenic and identifiable images proposed by cartographic space, with a body-territory and land-territory in conflict from which to erradicate violence and rebuild living conditions.
Keywords: Body, territory, violence, feminist genealogy, coloniality.
Introducción
Templo, jaula, cárcel, territorio: las metáforas empleadas para definir el cuerpo femenino se multiplican al paso de la historia, en su mayoría siguiendo un ritmo frenético dictado por la multiplicación de las miradas sobre las mujeres a través de su propia superficie. El cuerpo de cada mujer es lo que le permite tener experiencia del mundo, una experiencia que está estructuralmente marcada por una violencia selectiva, parametrizada según sexo/género, raza, color de piel, edad, nacionalidad y condición de clase. Analizar, entender y desarticular la violencia que experimentan las mujeres cotidiana e históricamente es la tarea principal de un esfuerzo que se posiciona políticamente, el esfuerzo de la teoría y práctica feminista.
Discutiendo la célebre frase de Marx, que recita que la “violencia es partera1 de toda sociedad vieja preñada de una nueva” (Marx, 1968: 939), se revela cómo la materialidad del sexo se impone en esta imagen. Desde un posicionamiento feminista, la evocación metafórica de la violencia como imagen femenina que acompaña el tránsito de la vieja a la nueva, puede ser abordada también como una crítica a la violencia desde las narrativas hegemónicas y patriarcales. Más que solo una pura y brutal eliminación, la violencia en la cotidianidad asume códigos, orienta conductas, impone símbolos y significados según los cuales se vive. La violencia educa a mujeres y a comunidades, así como enmarca trayectorias en caminos de vida condicionados por el sexo y la raza con los que se nace y se nos identifica. Según la metáfora de Marx, la violencia es lo que asiste la (re)producción de la historia, lo que genera las condiciones para la (re)producción del sistema. Condiciones que se fundamentan en heridas implantadas en la tridimensionalidad del cuerpo, más que en las dos dimensiones de una imagen de mujeres, o de una carta geográfica.
La historia de la violencia se puede recopilar a través de la historia de la producción de imágenes y narrativas sobre la tierra, la realidad y la humanidad. La historia de lo político, como todas las historias tomadas desde una perspectiva hegemónica, se ha tratado de encajar en esquemas de explicación, a la vez causales y lineales, universales y generales, contingentes y particularistas, en los cuales las causas han sido enumeradas e identificadas de las más diversas formas, desde las patológicas hasta las socioeconómicas. Se afirman y producen imágenes y mapas para confirmar y revelar que la violencia está vinculada con la pobreza y con estados de enfermedad mental, hasta llegar a la elaboración de una fisionomía del sujeto delictivo por excelencia, reconvirtiendo narrativamente a las víctimas en sus propios verdugos.
En el presente texto se busca contraponer a esta historia una genealogía feminista de la crítica a la violencia para llegar a identificar esta última, en su dimensión sexual y sexualizada, como un dispositivo específico de creación del cuerpo, individual-comunitario, como territorio de conquista en el sistema de poder capitalista, colonialista y sexista. Fundamental será entonces vincular los fenómenos violentos con una estrategia geopolítica, insertada en un proyecto civilizatorio, mejor conocido mundialmente por su nombre despolitizado: la globalización. Proyecto que tiene como directrices fundamentales el despojo y la desposesión (Harvey, 2003), el neoextractivismo (Composto & Navarro, 2014) (Zibechi, 2016), la desaparición forzada (Mastrogiovanni, 2014) (Paley, 2014) y las estrategias de disciplinamiento y control que, a nivel comunitario, prevén una práctica fundamental de desarticulación: la violencia sexual. El continuum de violencia que conforma a los cuerpos femeninos o feminizados conforma una geopolítica de la violencia sexual (Marchese, 2015); un proyecto en el cual colaboran tanto los ejércitos y la mano armada del Estado, como las instituciones públicas y privadas, la iglesia, el mercado y, en diferentes medidas, la sociedad civil. Este busca entender la violencia y la guerra como mecanismos de “captura de lo femenino y de lo popular comunitario” (Segato, 2014: 5). Desde el abordaje feminista y latinoamericanista, interesa discutir estas perspectivas geopolíticas, en las cuales se ensambla la economía política, los estudios culturales y las relaciones internacionales, para llegar a tensarlas con experiencias de vida desde otros cuerpos y territorios que se han plasmado en conocimientos tanto subversivos como esclarecedores y vitales.
¿Cómo se crea el cuerpo sexualizado y, con esto, el territorio? El ser y devenir mujeres, en una perspectiva feminista latinoamericana, como ha sido evidenciado por integrantes del Grupo Latinoamericano de Estudio, Formación y Acción Feminista GLEFAS (Espinosa Miñoso, 2009) (Viveros Vigoya, 2009) y por Francesca Gargallo (2006; 2012), implica re-corporalizar la condición sexualizada y racializada y su significado histórico, que pretende ir más allá de una toma de consciencia sobre la condición y propia localización en las estructuras de poder, desde la cual deconstruir y reconstruir la vida contra las políticas de jerarquización y muerte. El ensamblaje corporalizado de las relaciones de género, raza, clase, sexualidad y edad, que se encarnan a través del mecanismo de la interseccionalidad (Crenshaw, 1989), condicionan nuestro estar en el mundo, pero al mismo tiempo son el ensamblaje desde el cual re-situarnos. Es significativo indagar y entender estas condiciones y relaciones, indagación que tiene que incluir también una autoindagación crítica y situada.
El Estado moderno, que coordina la legitimación de cada ensamblajecuerpo a través del mecanismo de la ciudadanía y de la identidad, ha adoptado históricamente dinámicas del crimen organizado en su alianza con empresas y poderes económicos, instituciones y sociedad civil. Estas alianzas construyen también cuerpos y subjetividades encarnadas otras con respecto a la linealidad y productividad requerida desde la experiencia histórica estatal y legítima. Una contraposición, tanto ficticia como estructural, que se vuelve el lugar desde donde empezar a entender la función y funcionalidad histórica de las relaciones de sexo-género, su productividad sistémica y político-económica, además del trabajo de derrumbe fronterizo necesario para construir otros horizontes. Se producen, a partir de estos ensamblajes y organizaciones, peligros circunscritos al ser y devenir mujer, el tener o decidir tener una corporalidad femenina y encarnar una experiencia vital feminizada. Estos‘peligros’ se distancian por su especificidad de la noción de violencia con la que se inicia este trabajo. Se entienden entonces como peligros la amenaza permanente de sufrir acoso sexual, las limitaciones al uso y goce del propio cuerpo (entre el cual se incluye la penalización del aborto), las amenazas de que el acoso se vuelva desaparición y secuestro con fines de trata o explotación sexual, violación y demás violencias sexuales, hasta llegar a la amenaza de que el acoso, la violación o la desaparición se vuelvan feminicidio. Un proceso que conforma una cadena de valor en la economía política (Rubin, 1996) de la violencia sistemática contra las mujeres, en la cual cada eslabón es un proceso acumulativo que encuentra reflejo en terror y domesticación a nivel social y comunitario.
El continuum de violencia que se acumula en nuestros cuerpos señala una trayectoria que, más que ser un punto en el mapa de la violencia, es el mismo territorio que se vuelve espacio del mapa. Nos volvemos la misma representación que hicieron de nosotras, el mapa que nos dibujaron encima, la identidad que nos asignaron. Parafraseando la célebre frase de Simone de Beauvoir2 , M. Jacqui Alexander y Chandra Talpade Mohanty escriben: “Nosotras no nacimos mujeres de color. Nos convertimos en mujeres de color” (Alexander & Talpade Mohanty, 2004, pág. 138).
La genealogía es un itinerario corporal (Esteban, 2004), un movimiento nómada3 a través de cuerpos-territorio para retejer historias de vida en contextos comunitarios antirracistas y antisexistas. Alejandra Restrepo, instaurando un diálogo con Rosa María Rodríguez Magda, comenta: “Antes que renunciar a las genealogías, Rodríguez ve un enorme potencial en este método de análisis para descubrir los rasgos del patriarcado y deslegitimar su poder como mecanismo simbólico y paradigma oculto del saber. Así, el pensamiento feminista ha resignificado las genealogías, en un proceso de rescate del legado de las mujeres y las feministas” (Restrepo, 2016:3). Estos cuerpos de mujeres, en muchos casos rechazan atrapar la memoria autoconsciente de la violencia sexual, viéndose de todas maneras transformados, plasmados y condicionados por la experiencia vivida. Hacer un intento de genealogía feminista de la crítica de la violencia significa, para mí, retejer mi historia personal y, con la mía, la de mi mamá y mis abuelas: un árbol genealógico femenino insignificante para la historia hegemónica y patriarcal, fundamentada en el linaje masculino. Son historias personales que tienen un trasfondo histórico-político específico, así como una colocación específica en la estructura de jerarquizaciones y poder. De la misma forma, una genealogía significa salir de las expectativas hegemónicas hacia mi manera de ser y pensar a partir de mi imagen, asfixiadas bajo la presión de la superficie de mi cuerpo, como una sedimentación4 histórica de lo vivido.
El ejercicio cotidiano de trazar la propia genealogía de la crítica a la violencia involucra retejer el devenir y re-devenir mujeres. Por ejemplo: en el caso particular, me convertí en mujer después del primer abuso sexual. Me convertí en mujer de Sicilia en cuanto mi mamá y mi papá salieron de esta región a causa de la situación de violencia dictada por la aparente contraposición entre mafia y Estado, así como cuando escondía, falsificaba u omitía mi lugar de nacimiento en situaciones públicas para evitar la vergüenza de defenderme de acusaciones folclóricas, y repetir la frase: ‘pero yo no tengo nada que ver con la mafia’.
Me convertí en blanca-occidental cuando llegué a América Latina, así como me reconvierto en blanca-occidental todas las veces que mi piel se interpone entre lo que quiero ser y lo que inevitablemente enuncia y posiciona la superficie de mi cuerpo y el sistema de creencias con que nací y fui educada. Pero eso, también, puede tener otro significado y la genealogía puede ser desarticulada y re-compilada, de manera que también me convertí en mujer cuando empecé a seguir mis deseos y viajar sola. Me convertí en siciliana cuando leí “L’arte della gioia” de Goliarda Sapienza, conocí y me inspiré en la historia extraordinaria de Franca Viola, así como cuando mi abuela Angelina me enseñó a cocinar la caponata di melanzane y me reconvierto en siciliana todas las veces que orgullosamente la cocino, en cualquier lugar del mundo que me encuentre.
Me convertí en blanca y europea con la poesía de Alda Merini y Eugenio Montale, la pintura de Artemisia Gentileschi, las ideas de Rosa Luxemburg, los círculos de mujeres de la Librería de Milán y las demás iniciativas feministas desde abajo; así como me reconvierto en blanca y europea cuando puedo reconocer la estructura de poder globalizada fundamentada en el racismo y en el eurocentrismo, y todas las veces que llego a identificar y rechazar un privilegio, con el correspondiente derecho negado. La sucesión mujersiciliana-blanca-europea no sigue ninguna lógica específica en la genealogía de
Figura 1. Fotografía: Mamá y abuela brincando. Sicilia, 1981
Fuente 1. Archivo de la autora
una crítica a la violencia más allá del recorrido de autoconciencia a través de mi propia historia, situada en las estructuras de poder.
Quizás sean convenientes algunas advertencias: el método genealógico y feminista implica, necesariamente, brincar entre autoras y autores de las más diversas geografías e historias. Algunas veces los brincos acompañan movimientos migratorios, otras veces sólo viajes mentales críticos y autocríticos. Basándose en la epistemología y el método feminista de investigación, la “política de la localización de Adrienne Rich (Rich, 1985) sigue con la propuesta de Sandra Harding (Harding, 1998) como el primer momento en los conocimientos situados, y finaliza con la propuesta de Donna Haraway (Haraway, 1995)” (Araiza Díaz, 2012), para llegar a poner en cuestión el significado unívoco del “ser mujer” (Espinosa Miñoso, 2016) y la necesidad de trasladarse de un sujeto histórico abstracto, universal, asexual a un sujeto genealógico sexualizado, encarnado y concreto.
Resulta fundamental incorporar elementos desde el pensamiento feminista latinoamericano para empezar a construir un intento de genealogía transdisciplinar y transfronteriza, en donde el prefijo transquiere dar cuenta de una intersección auto-consciente y situada; un feminismo localizado, situado, con posicionamiento anticapitalista y antirracista.
El feminismo latinoamericano, así como es abordado por algunas pensadoras del Grupo Latinoamericano de Estudios, Formación y Acción Feminista (GLEFAS), posiciona la importancia de reflexionar sobre “la sexualización de la raza y la racialización del sexo” (Viveros Vigoya, 2009 :8) a partir de la “multiplicidad de orígenes y condiciones sociales de las mujeres de la región” (Espinosa Miñoso, 2009 :2), imbricadas con la condición de clase y de empobrecimiento estructural. Aportando a la localización y particularidad de este pensamiento, Francesca Gargallo, en sus obras Ideas feministas latinoamericanas (2006) y Feminismos desde Abya Yala (2012), invita primero a posicionar los temas de la identidad ensamblada arriba mencionados y, en su segunda obra, a que la voz directa de las mujeres defensoras del territorio, activistas de sectores populares y campesinos y mujeres indígenas nos haga llegar la complejidad y diversidad de sus luchas y pensamiento situado.
El presente esfuerzo no busca presentar un panorama completo de los estudios sobre violencia, ni elaborar un abordaje exhaustivo de una crítica a la violencia desde el feminismo latinoamericano, sino compartir elementos de reflexión desde una perspectiva situada: pretende revelar el ensamblaje, la combinación de estructura y cómo se articula, más que resolverla en un producto unitario y explicativo. En el primer apartado se presenta un abordaje definido como des-encarnado, el abordaje de la bidimensionalidad, de la imagen cartográfica, del mapa geopolítico que no involucra a los cuerpos. En el segundo apartado, el cuerpo llega a ser visualizado como escala de análisis, un cuerpo todavía asexuado y universal en el escenario de los conflictos territoriales. En el tercer apartado, el cuerpo toma conciencia de sí mismo y de su localización, adquiere una materialidad histórica, una tridimensionalidad, una plasticidad que complejiza el análisis. Con el fundamental aporte del feminismo comunitario latinoamericano se autopercibe como cuerpoterritorio. Se concluye retejiendo la noción de crítica de la violencia a través de itinerarios corporales autobiográficos que implican utilizar un método genealógico concebido a partir del feminismo latinoamericano y su postura frente a la violencia cotidiana, histórica, estructural y contemporánea.
En principio era la guerra (y después también). Violencia desencarnada
Antes de llegar a México, mi concepto de guerra se quedaba bastante corto. En las escuelas nos enseñan que la guerra tiene necesariamente que involucrar un enfrentamiento armado entre ejércitos de dos Estados-Naciones distintos, mientras lo que se invisibiliza es el substrato de guerra que constituye a las relaciones político-económicas en el sistema patriarcal-capitalista.
Llegué a México el 1 de agosto de 2014 y apenas 56 días después de mi llegada me desperté con la noticia de la desaparición forzada de 43 estudiantes normalistas en Ayotzinapa, Guerrero5 . La violencia de Estado, de los ejércitos en las calles, de la selectividad corporal y territorial de las estrategias asociadas a la “guerra contra el narcotráfico” llegó a mi conciencia a través de los flujos de personas que llegan a exigir al Estado mexicano, principal responsable, la presentación con vida de los estudiantes desaparecidos forzadamente en una zona de conflictos territoriales.
Sí, estamos en guerra, pero es también importante subrayar que la nombrada crisis es el terreno fértil fundamental de la retórica de la guerra, fomentada por los golpes de Estado. En este sentido, es necesario plantear las siguientes preguntas: ¿En qué cuerpos y territorios se juega la guerra y con qué medio y qué fin? ¿Qué es la guerra, qué se nombra como guerra en la dimensión político-mediática?
La violencia legitimada históricamente por el desarrollo y el crecimiento natural del Estado/imperio es la violencia insertada en dinámicas bélicas, en la cual los cuerpos son ejércitos, contingentes, grupos más o menos organizados en la maquinaria de la muerte. Pero va mucho más allá.
Clausewitz escribe que “la guerra es el efecto de una voluntad ejercida sobre un objeto viviente y reaccionante” (Von Clausewitz, 1970). La guerra como un arte práctico no puede quedarse subordinada a leyes generales, sino que se enmarca en procesos históricamente determinados de trasformación de la naturaleza, de un objeto como fin. Esas relaciones antagónicas y violentas se manifiestan tanto como procesos productivos, como procesos bélicos. Resulta aquí necesaria una reflexión acerca de las similitudes entre trabajo y guerra, ya que los dos procesos (trabajo y acción armada) son medios de trasformación de la materialidad de la naturaleza, considerando que uno de los dos términos de la relación es considerado como objeto. Sin embargo, el fin de la guerra va de alguna manera más allá del fin del trabajo, ya que no se trata solo de trasformar el enemigo objetivado, sino también de mantener una relación conflictiva que alimente las miras expansionistas de la guerra en el sistema político-económico capitalista.
Dice Marx en los Grundrisse: “La guerra entonces es la gran tarea general, el gran trabajo comunitario que se requiere sea para ocupar las condiciones objetivas de la existencia viviente, sea para defender y perpetuar su ocupación” (Marx, 1968), de manera que la guerra es necesaria sea para la defensa de la propiedad, sea para su adquisición o mantenimiento. Ahora bien, ¿la guerra es el resultado de contradicciones estructurales o es inducida? El momento bélico tiene su origen en un momento dado del desarrollo de las fuerzas productivas y, según dijo Foucault (2006) en respuesta a Clausewitz, “La política es la continuación de la guerra por otros medios”, lo que deja entender la dimensión expansionista de la conquista inherente a la guerra, como continuación de procesos de producción social. El paradigma expansionista está para resolver conflictos, que tienen como objetivo ampliar el consenso que sostiene el poder y su territorialización.
Presuponiendo la guerra como la razón del mundo moderno capitalista, es fundamental abordar sus modalidades de intervención en términos multidimensionales e interseccionales. Para explicar esto, es importante invertir la escala geográfica de análisis de macro a micro, o sea de lo global a lo corporal, para entender las formas de la guerra a través del análisis del papel del cuerpo de las mujeres en este escenario geopolítico. La guerra, como marca de las relaciones sociales, interviene de forma sexualizada, colonizadora, racista y clasista en cada una de las dimensiones de la organización social. La guerra se manifiesta en la sexualidad, es atravesada por la sexualidad y, a la vez, la sexualidad por la guerra. Una guerra que se despliega como dispositivo y mecanismo del poder.
Es fundamental, además, distinguir entre el conflicto y la guerra. El conflicto busca una competencia relacional muy clara en la dimensión económica, que no tiene como objetivo la eliminación de una de las dos partes de la relación, sino más bien la incorporación o cooptación de una parte a la otra. Este ejemplo es claro cuando se consideran las formas contemporáneas de educación financiera adoptadas por los gobiernos progresistas o las políticas de igualdad de género, que buscan, por supuesto, compensar una desigualdad social de las mujeres a través de la inclusión económica y de una idea de emancipación totalmente neoliberal. Del otro lado, la guerra, buscando la eliminación de una de las dos partes y la ampliación de la esfera de poder del ganador, es una estrategia de la dimensión militar que pretende abarcar y hacerse ícono de todas las dimensiones de lo social, a través de la militarización de la economía, de la tecnología y de los territorios.
Parte de la geoestrategia del capital es, reconformando la geografía de la producción, una zonificación de las violencias en un horizonte de militarización de lo político-económico. Los territorios se zonifican en áreas controlables, militarizables y, por cierto, desposeíbles. Mantener los territorios en situación de guerra con gobiernos locales maleables y manipulables lleva al control “de espectro completo” (Ceceña, 2014) sobre estos territorios y por consecuencia lleva a una reorganización territorial según una geografía de la producción (Fig. 2).
Figura 2. Dibujo: Las venas abiertas de México. México, 2016
Fuente 2. Elaboración de la autora
No obstante, la articulación de zonas y los corredores que las conectan no están caracterizados por vacíos jurídicos, como parece sugerir la idea o la lógica de la excepción, sino más bien por una proliferación de ordenamientos jurídicos, modelos de desarrollo y prácticas culturales que saturan los territorios y consienten prácticas de acumulación. Son estas tecnologías de “zoning”, como han sido definidas por la antropóloga Aihwa Ong (2004), las que permiten la reorganización de espacios para el control poblacional y territorial. En esta dirección, Verónica Gago habla de “operaciones logísticas” del capital que permiten el disciplinamiento de poblaciones y territorios (Gago & Mezzadra, 2015). Creo que es muy importante, al mismo tiempo, abandonar la idea de homogenización espacial bajo la égida y el control hegemónico de Estados Unidos, privilegiando la idea de una fragmentación espacial, una reorganización que lleva a la heterogeneización de espacio y tiempo, a la formación de “ensamblajes territoriales” (Mezzadra & Neilson, 2013) o geografías superpuestas.
Es estratégico controlar los elementos que son, siguiendo una óptica feminista latinoamericana, los cuerpos de las personas y, sobre todo, de las personas tradicionalmente excluidas por la ciudadanía moderna (Mendoza, 2014), que igual se vuelven parte de los medios de producción que son necesarios controlar en una óptica de reproducción capitalista.
Finalmente, el hacer seguro el territorio con fines de ampliación de la acumulación capitalista por desposesión se convierte en el objetivo, si se considera que la dominación de espectro completo (Ceceña, 2014) no mira solo a una hegemonía del modelo económico, sino también a una cooptación cultural de los cuerpos y territorios.
El capitalismo es un sistema, una máquina bélica en permanente desterritorialización y reterritorialización, una aparente destrucción y exclusión violenta de espacios que finalmente confluyen en macroproyectos de reorganización y refuncionalización territorial de marco gubernamental. Estos macroproyectos se sustentan en dispositivos de identificación y construcción cultural de enemigos comunes y de una moral justificadora del genocidio para el control: la adhesión al proyecto civilizatorio para la reorganización territorial.
Se utiliza la sugerencia del concepto de frontera para dar cuenta de las dimensiones materiales de estos procesos históricos. La frontera es aquí una relación social de producción, una “relación social entre personas mediada por cosas” (Mezzadra & Neilson, 2013), más que una línea geométrica. Viendo el territorio mexicano como frontera horizontal -por su trayectoria transpacíficay vertical -por la dislocación de las aspiraciones tanto estadounidenses como sur y centroamericanas, considero que este conlleva procesos de refronterización a nivel geopolítico, de refuerzo en materia de seguridad multiescalar y multitemporal, reflejados en operaciones de policía y diplomático-militares6 , desde los cuerpos hasta el nivel internacional, y procesos de desfronterización a nivel geoeconómico, de neoliberalización de las relaciones interpersonales así como de los espacios comerciales transnacionales.
Además, se realiza una deslocalización de las funciones de las fronteras respecto a su forma-límite: las fronteras se vuelven móviles y las funciones fronterizas se aplican en muchas zonas y corredores del estado-nación. Estas funciones se deslocalizan tanto al interior como al exterior7 del territorio, mientras su gestión es privatizada. Las empresas privadas son financiadas por parte del ensamblaje Estado‘cárteles’ para ejecutar las operaciones de refronterización de marco geopolítico, operaciones que se quedan en el límite poroso entre lo legal y lo ilegal, lo legítimo y lo ilegítimo.
Esta violencia, mecanismo de ejecución del control territorial, se define como terrorismo de Estado (Calveiro, 2012), orientado a permitir y coordinar actividades extractivas insertadas en la llamada acumulación por desposesión (Harvey, 2003), discutida críticamente por Raúl Zibechi para el contexto de Latinoamérica:
A mi modo de ver, el argumento de Harvey es enteramente válido para la porción de la humanidad que se encuentra en la “zona del ser”, pero, para aquella otra parte que vive en la “zona del no-ser” (Grosfoguel, 2012), el principal instrumento de la acumulación por desposesión es la violencia, y sus agentes son, indistintamente, poderes estatales, paraestatales y privados, que en muchos casos trabajan juntos pues comparten los mismos objetivos (Zibechi, 2016).
Una traducción latinoamericana y latinoamericanista que se sustenta necesariamente en responsabilizar el ensamblaje de poderes coordinado por el Estado en el contexto de estas actividades terroristas extractivas (Bryan & Wood, 2015). Imaginando entonces la política en el capitalismo como una forma de guerra, “¿cuál es el lugar de la vida, la muerte y el cuerpo en la guerra?” (Mbembe, 2011, pág. 8).
Territorios de conquista: cuerpos y tierras en el sistema de poder. Cuerpo en el territorio
El terrorismo de Estado está estructuralmente imbricado con el colonialismo, la esclavitud y el terror como derecho de matar según categorías epidérmicas8 selectivas, una amenaza permanente, insinuada a través de la exposición pública de los cuerpos marcados por la violencia. La modernidad occidental está marcada por el terrorismo de Estado, una política llevada a través del establecimiento de fronteras, tanto geopolíticas como culturales, entre ‘amigos’ y ‘enemigos del Estado’, mecanismos que fundan la soberanía, la territorialización del Estado-nación (Mbembe, 2011).
Todo territorio fronterizado, que vive y experimenta los procesos de fronterización arriba mencionados, conlleva procesos de militarización, industrialización y dislocación poblacional que sexualizan el espacio, lo masculinizan en su momento de desterritorialización y lo feminizan en el momento de la reconquista, de la reterritorialización.
El frente bélico se conforma entonces por empresas privadas, el Estado criminal y segmentos de la sociedad civil como ensamblajes territoriales de poder. Estos ensamblajes, insertados en una gramática de la conquista para la reorganización territorial, penetran y a la vez autopenetran territorios-cuerpo y territorios-tierra en la base de tres macro formas relacionales: eliminación (exterminio o destrucción territorial), extracción (petrolera, energética, minera, hidrológica o corporal) y esclavitud (amenaza y autoamenaza permanente de exterminio o extracción). Estas tres macro formas relacionales se interseccionan en la reorganización gubernamental de los territorios penetrados.
La reorganización territorial practica así una inclusión diferencial, más que una efectiva exclusión selectiva. En esta geopolítica de la producción, las zonas de operación y penetración a nivel extractivo están interconectadas por una infraestructura de corredores multimodales, redes de trata de personas y rutas migratorias, o sea estrías, cicatrices o, más bien, venas abiertas para la circulación de las plusvalías extraídas que, si de un lado alimentan la acumulación en el sistema capitalista, del otro confluyen en la reconfiguración del territorio corporal, local, nacional y global.
En la trayectoria de este proyecto, el caso mexicano representa un ejemplo de plena funcionalidad y realización de las aspiraciones culturales, económicas y socio-políticas del estado gubernamental contemporáneo y esto queda claro al abordar la violencia sexual, en particular el feminicidio sexual sistémico (Monárrez, 2007) a partir de consideraciones críticas sobre los asesinatos en Ciudad Juárez, México. Gracias al trabajo incansable de denuncia de madres y familiares de mujeres asesinadas en la frontera norte, se ha podido visiblizar el asesinato sistemático y estructural que sufren mujeres, racializadas o no, en los espacios más diversos, aunque cada vez de forma distinta.
Radford y Russel definen femicide en 1992 como una política de Guerra, una política de matanza sistemática en un contexto de terrorismo sexista (Radford & Russell, 1992). Entre las posibilidades analíticas del fenómeno del feminicidio, existen aproximaciones criminalísticas, psiquiátricas, psicoanalíticas, semióticas, sociológicas, antropológicas y culturalistas (Lagarde, 2011: 14-15), un horizonte que enriquece un importante y urgente debate. La antropóloga feminista mexicana Marcela Lagarde y de los Ríos propone, a partir del término femicide, el término feminicidio como el “conjunto de violaciones a los derechos humanos de las mujeres que contienen los crímenes y las desapariciones de mujeres” (idem: 19) y el término de violencia feminicida como “el extremo, la culminación de múltiples formas de violencia de género contra las mujeres que atentan contra sus derechos humanos y las conducen a variadas formas de muerte violenta, y son toleradas por la sociedad y el Estado” (idem: 5). Estos planteamientos llevan a indagar las características de este tipo específico de violencia en América Latina: las violencias sexuales son históricamente asociadas a prácticas de guerra y a contextos y sistemas bélicos coordenados y legitimados por el Estado colonial y racista. En México, se recuerdan los casos de Fuentes Brotantes 1989, Acteal 1997, San Salvador Atenco 2006, Castaños 2006, además de la sentencia de la Corte Interamericana de Derechos Humanos, que emitió una condena contra México en la Sentencia de Campo Algodonero, en 2009, relativa a hechos ocurridos en Ciudad Juárez en 2001.
Esta “zonificación” de las violencias feminicidas, y, por extensión, de las violencias sexuales en un espacio-tiempo específico (Marchese, 2015) llega a constituirse como una geopolítica de la violencia sexual en la cual “la escala del cuerpo es un tema central para la geografía del género o la geografía feminista” (McDowell, 2000: 78). En palabras de Simone de Beauvoir (De Beauvoir, 2005): el cuerpo siempre es una situación, es una ficción performativa, una construcción discursiva que siempre está sexuada.
Siendo el cuerpo nosotras mismas, nuestra misma experiencia vital, nuestro territorio político (Gómez Grijalba, 2012) y espacio de representación (Muñiz, 2002), no solo se tiene que considerar el cuerpo como cuerpo sexuado y racializado, sino también criticar cómo “el concepto de sexo tiene una historia que está cubierta por la figura del sitio o superficie de inscripción” (Butler, 2011: xiv). Desde el feminismo latinoamericano, en específico el feminismo comunitario, el cuerpo es memoria (Cabnal, 2010) (Comunidad Mujeres Creando Comunidad, 2014) y cuenta continuamente nuestra historia, acumulada y sedimentada en él.
Como los cuerpos, también los espacios tienen siempre un sexo y están insertados en una operación constante de sexualización territorial. El espacio es sexualizado a través de los cuerpos, “a través del movimiento relacional de un cuerpo con el otro” (Probyn, 1993: 81).
Pero el cuerpo no solamente ocupa un espacio, el cuerpo es espacio. En la dicotomía cartesiana cuerpo/mente, a la sexualización del cuerpo se le ha asignado también un significado genérico, un horizonte de sentido sesgado por la patriarcalización de los territorios y de las sociedades (Colectivo Miradas Críticas del Territorio desde el Feminismo, 2014). En esta bifurcación forzada, el cuerpo es naturaleza, es lo femenino, mientras la mente es cultura, lo masculino. “El límite y la superficie de los cuerpos están también construidos políticamente” (Butler, 2011), como políticamente está construido el espacio, el paradigma geométrico, delimitado por límites específicos, que regula nuestra relación con la imagen del mundo, con la tierra.
La geografía se ha enfocado históricamente en la esfera pública, “política”, visible; mientras que el cuerpo, lo íntimo, lo privado y/o privatizado ha sido confinado en los márgenes y las periferias de los conocimientos políticos. Pero “el mismo cuerpo está construido a través del discurso público y prácticas que ocurren en diferentes escalas espaciales” (McDowell, 2000: 35), al ser vistos y organizados como espacio, nuestros cuerpos están construidos por la dialéctica público/privado, rural/urbano, local/global. En este contexto, como lugares de ‘lo político’, es necesario retejer el rol de la ciudad, de la urbanización y de la domesticación de las mujeres y los cuerpos femeninos en la producción de la esfera pública y privada (Federici, 2014).
Al ser espacio, el cuerpo es un mapa, y al ser mapa, es memoria y sedimentación histórica. El cuerpo puede llegar a ser una superficie en la cual se inscriben mensajes. Pienso en los macro mapas que son las imágenes publicitarias, mapas que tienen el papel de orientarnos cotidianamente en nuestras conductas y en la configuración de nuestros propios cuerpos, fundamentando una narrativa hegemónica alineada con las necesidades sistémicas. Otra revelación de los cuerpos-mapa-espacios de inscripción son los crímenes definidos como expresivos por la antropóloga Rita Laura Segato: “la fratría inscribe su discurso en el cuerpo secuestrado, marcado por la tortura colectiva, inseminado por la violación en grupo y eliminado al final de la terrible ordalía” (Segato, 2008a: 43).
El confinamiento de las mujeres en sus cuerpos-espacio es, de un lado, la base de la desigualdad y la opresión sexual, pero, del otro, las mismas categorías que han servido para encajarnos en poblaciones controlables, son las categorías desde las cuales empezar para revertir los fenómenos sistémicos violentos.
Criticando a Foucault, en tres distintas maneras y con distintos argumentos, Federici (2014), Haraway (1995) y Butler (1990) enuncian que no existe un cuerpo natural, asexuado o universal. También los atributos biológicos están socialmente construidos. Donna Haraway, precursora de esta misma línea de superación del sujeto moderno, propone la figura del ciborg como ser humano y máquina al mismo tiempo, individuo no sexuado y situado más allá de las categorías de género, un organismo cibernético. Esta figura permite entender cómo la pretendida naturalidad del ser humano es de hecho una construcción cultural. La ciencia ya penetró en la vida cotidiana y trasformó al ser humano moderno. La tecnología, en particular, ha influenciado la noción de cuerpo, que se vuelve territorio de experimentación y manipulación, dejando de ser inalterado e intocable. Si el cuerpo puede ser transformado y gestionado, ya no tiene sentido la contraposición naturalidad-artificialidad. Se invalida, según esta autora, el pensamiento occidental centrado en la contraposición entre dos elementos antitéticos y jerarquizados, aunque este tipo de conceptualización tiene más que ver con un horizonte heterotópico que con una crítica a la contemporaneidad (Haraway, 1995).
Para volver a considerar los cuerpos como concretos, tridimensionales, sesgados por categorías identitarias, interesa aquí indagar la conexión histórica entre terrorismo, territorio y tierra poniendo en diálogo los conocimientos producidos por el feminismo latinoamericano.
Con estudios críticos de la violencia en perspectiva decolonial (Fregoso, 2011) (Mbembe, 2011) y los fundamentos de la geografía política se revela la noción de que el feminicidio es justo esta conexión entre terrorismo de Estado y terrorismo sexista, entre el cuerpo como un territorio que es puesto a temblar para ser controlado y apropiado.
La palabra “territorio” viene del latín “territorium”, palabra que de un lado está etimológicamente vinculada a “territor”, que significa “quién posee la tierra” y del otro está vinculada a “terrorem”, terror. En las ciencias sociales, el territorio ha sido ubicado como la parte del espacio que pertenece a un estado: literalmente en donde se extiende el terror, el poder, la autoridad o la jurisdicción que ejercen. Esta etimología se deriva del “Corpus Juris Civilis” de Justiniano, primer código de derecho civil del mundo occidental: aquí el territorio es la extensión que recae bajo la jurisdicción del magistrado y está definido por el acto de decir justicia, ejercer el poder. “El territorio entonces es el ámbito definido por el ejercicio del poder político, o sea la producción del miedo: una noción que no tiene nada de natural, sino es totalmente política” (Farinelli, 2008: 29).
Existe una relación entre terror y tierra, entre tierra y territorio, entre territorio y terrorismo. La tierra es la base del sustento, base de la propiedad comunal, la comunidad que mujeres y pueblos indígenas reivindican para nombrar los sujetos históricos involucrados en la defensa del territorio. En la relación tierra-territorio, “la tierra no es un elemento cualquiera entre los demás, aúna todos los elementos en un mismo vínculo, pero utiliza uno u otro para desterritorializar el territorio”9 (Deleuze & Guattari, 2006: 86).
A nivel comunitario, el título de “territorio” está relacionado con las concesiones, como una forma de pensar el espacio para la acumulación, desde la propiedad privada, que conlleva también la fragmentación del espacio en la constitución de nuevas fronteras (Mezzadra & Neilson, 2013). Surge aquí un problema político: comenzar a dimensionar el territorio en el momento en que hay que defenderlo. El territorio se queda atrapado en la lógica reactiva, como concepto relacional que nace frente al reclamo, a la defensa, a la acción frente al despojo. ¿es posible trazar estrategias de autodefensa de la violencia reapropiándonos de un concepto de territorialidad positivo? ¿Qué papel juegan los conceptos de cuerpo y territorio en este esfuerzo?
Autoconsciencia del cuerpo-territorio desde el horizonte comunitario. Cuerpo-territorio
El cuerpo es el motor del desarrollo económico, el motor del trabajo en el sistema político-económico capitalista, la jaula en que se queda atrapada la memoria del dolor, la fuente de placer, de emociones, de sentimientos, el lugar de sanación personal y colectiva.
En la separación del trabajador asalariado de los medios de producción, en la transición del feudalismo al capitalismo, el trabajador es despojado en primer lugar de su propio cuerpo (Federici, 2014), el cuerpo de las mujeres substituye las tierras perdidas y el control perdido por los hombres sobre sus propios cuerpos. Como explica Silvia Federici, “en la sociedad capitalista, el cuerpo es para las mujeres lo que la fábrica es para los varones: el principal terreno de su explotación y resistencia en la misma medida en que el cuerpo femenino ha sido apropiado por el Estado y los hombres, forzado a funcionar como un medio para la reproducción y la acumulación de trabajo” (Federici, 2014: 29).
Es necesario someter a las mujeres para controlar sus cuerpos y su sexualidad para reproducir el sistema bélico-extractivo capitalista (Mies, 1986) (Federici, 2014) (Hernández Castillo, 2010) (Cacho Niño, 2015) (Fulchiron, 2016). Este mismo mecanismo es el que funda el moderno concepto de propiedad-privadadesde el cual se construye la libertad del individuo moderno occidental. Las fronteras del cuerpo de las mujeres, al ser identificadas con su sexualidad, con su útero, hospedan el germen de la libertad de las sociedades modernas.
El cuerpo femenino es identificado como mujer-útero y encima de las diferencias sexo-genéricas se construyen las diferencias raciales y de clase, en una multiplicación infinita de jerarquías y localizaciones forzadas en el mapa del poder. Como la identidad, la escala geográfica también viene a ser un dispositivo de organización y construcción social. Las lecturas críticas geopolíticas de la violencia han ignorado frecuentemente el cuerpo en el mapa de análisis y solamente con la geografía feminista (Ibarra García & EscamillaHerrera, 2016) se empieza a insertar en el debate como ‘ulterior’ escala de análisis, o primera escala geográfica para analizar los fenómenos violentos.
Si el cuerpo-territorio se define como una primera escala de análisis, la escala geográfica define los límites y delimita las identidades en función de las cuales se ejerce o se rechaza el control. Desde esta perspectiva, entonces, no se ve al cuerpo como escala de análisis, sino como el lugar (Massey, 1994) donde se verifican ‘todas las escalas’10 , poniendo en debate la perspectiva feminista latinoamericana, que propone el concepto de cuerpo-territorio, con la perspectiva de la geografía feminista anglosajona.
¿Qué tipo de subjetividad se construye dentro del capitalismo para que existan personas que son exterminables como condición para la reproducción del sistema?
Según la crítica de Agamben, la subjetividad moderna constituye sujetos asexuados y definidos, que se insertan en una metafísica de la finitud. Según la crítica de Rosi Braidotti a Agamben (Braidotti, 1994), la finitud es la parte capturable del sujeto, su substrato matable, la perspectiva de la violencia como ‘excepción’ y de la separación de zoé de bíos11 , que sirve principalmente para reducir los seres humanos a organismos biológicos bajo regímenes biopolíticos que se fundamentan en zonas de indistinción jurídica. Hay que repensar las implicaciones de género al pensar el colapso del ciudadano y de la ciudadana hasta la nuda vida, hasta las meras funciones biológicas. La vida de la cual habla Agamben está completamente disociada de la reproducción femenina.
Claro ejemplo es la formación de la subjetividad femenina y las formas relativas de soberanía que se entretejen en la red de los derechos sexuales y reproductivos desde el Estado. ¿Qué tipo de soberanía se genera a partir de los regularizados, pero constantemente volátiles, estados de excepción en los regímenes legales que regularizan la reproducción femenina? Estos estados de excepción instituyen cuerpos tanto reproductivos como encarcelados. La saturación normativa parece proteger y, al mismo tiempo, confirmar la vulnerabilidad y la excepcionalidad de la autonomía de la reproducción femenina. Los cuerpos son atravesados por la sobreexposición a la violencia y se reconfirma la inmediatez de una eventual intervención estatal, aquella amenaza constante mencionada al comienzo del texto.
En el marco del feminismo latinoamericano, Francesca Gargallo comenta que:
pensar las mujeres es hacerlo desde cuerpos que han sido sometidos a repetidos intentos de definición, sujeción y control para ser expulsados de la racionalidad y convertidos en máquina para la reproducción. Es pensar desde el lugar que son los cuerpos, desde el territorio cuerpo que se resiste a la idea moderna que las mujeres encarnan la animalidad a derrotar, la falta de dominio de sí y la a-historicidad, y que con su indisciplina ha construido la posibilidad de una alternativa al sujeto individual universal (Gargallo, 2012, pág. 47).
En la estrategia de reproducción del Estado-nación, entre desposesión, neoextractivismo, militarización y violencia sexual y sexualizada, “la violación es, por lo tanto, un instrumento de agresión militar, lo cual se ratifica en todo conflicto” (Gargallo, 2012: 48), como es atestiguado por las mismas mujeres involucradas en procesos comunitarios de autosconciencia de la experiencia de violencia vivida y generación de condiciones para la vuelta a la vida (Fulchiron, 2009) (Belausteguigoitia Rius & Saldaña-Portillo, 2015).
¿Cómo se conecta el cuerpo femenino con la tierra en un intento político de comprensión y de re-conversión de la violencia y de su experiencia en el cuerpo? ¿De dónde viene el concepto de cuerpo-territorio? En entrevista con Francesca Gargallo, la feminista comunitaria maya xinca Lorena Cabnal afirma que:
se plasman categorías interpretativas propias, como la de ‘territorio cuerpo’, que implica el primer territorio cuerpo de las mujeres indígenas12 en una acción de recuperación y defensa, ese territorio expropiado por los patriarcados y pactados doblemente para sostenerlos, un territorio con memoria corporal y memoria histórica, por lo tanto el primer lugar de enunciación, el lugar para ser sanado, emancipado, liberado, el lugar para recuperar y reivindicar la alegría. El cuerpo que se abraza con el ‘territorio tierra’13 , el cual implica un lugar significado e histórico donde habita la memoria larga de los pueblos, un territorio de recuperación por la expropiación colonial, la usurpación de modelos organizativos impropios, su imposición mercantilista de propiedad privada, remitido a ser parte del estado nación colonial pero en defensa también ante el auge del neoliberalismo a través de las transnacionales extractivas como otra nueva forma de despojo, saqueo y amenaza de la vida de los pueblos (Gargallo, 2012: 165).
Entendernos comunitariamente como cuerpo-territorio implica un autoreconocimiento colectivo para construir círculos de confianza y autoconciencia que apuesten en hacer de la violencia algo legible. La violencia deja marcas que es necesario hacer emerger para sanar la experiencia vivida. Con esto, pensamos colectivamente en instrumentos de aparición y de lectura de lo escondido corporal: lo que desde GeoBrujas-Comunidad de Geógrafas en México, en diálogo constante con las compañeras de Miradas Críticas del Territorio desde el Feminismo en Quito, Ecuador y en el marco del Grupo de Trabajo “cuerpos, territorios y feminismos” en el Consejo Latinoamericano de Ciencias Sociales, hemos definido como contra-mapas corporales. Desde lo artístico-lúdicogeográfico al arte contemporáneo feminista de Mónica Mayer, de la cual en esta ocasión parece de fundamental importancia resaltar la exposición/ performance del “tendedero”, una instalación que busca que “la ropa sucia” se vea y se exponga como un cuestionamiento político y comunitario. La ropa sucia se naturaliza en la sociedad como un castigo legítimo a las mujerescuerpo, las mujeres que han tratado de domesticar a través de control, abuso y terror sexual que a través de estas modalidades y visualidades de expresiones otras rechazan el silencio y la vergüenza a la cual la impunidad familiar, social y estatal quiere relegarlas.
Desde el feminismo comunitario (Cabnal, 2010) (Comunidad Mujeres Creando Comunidad, 2014), el territorio es lo que permite existir, vivir. Es una construcción y un concepto histórico. Es memoria del espacio ocupado físicamente, fuente del poder público, y es necesario volverlo, regresarlo, re-entenderlo como sustento material de la vida. Tanto el cuerpo como la tierra son elementos que generan las condiciones para la reproducción de experiencias vitales, y para reapropiarnos de nuestros territorios es un esfuerzo fundamental para contraponer y erradicar la violencia. Cada cuerpo tiene una historia y una geografía distinta, pero es necesario un proceso colectivo para reconocer el territorio y reapropiarlo para su rehabitabilidad.
El territorio es un concepto relacional, jurídico-geográfico que ha sido identificado con la propiedad en la ciencia política moderna, mientras que “en casi todas las sociedades indígenas el territorio ha sido y es el principal medio de reproducción de la vida” (Tzul Tzul, 2016: 172). La propiedad, de hecho, es lo que define la identidad política, una identidad que se afirma y reafirma a través del ejercicio de poder sobre los cuerpos femeninos, cuerpos-útero para la reproducción sistémica o cuerpo-superficie-mapa para comunicar entre pares. Por eso, más que como identidad, es necesario abordar al territorio como una relación social, visibilizar los extremos de la relación y entender el posicionamiento en las jerarquías de poder.
La identidad pasa por legitimación estatal, que satura los territorios de términos y relaciones legales de propiedad para generar competencias y conflictos, el mismo terrorismo, sexista y estatal, que genera las condiciones para el control y la reproducción de la historia.
La territorialidad, el mecanismo de construcción y producción social del territorio, “tiene raíces profundas en el proceso de esclavización y de resistencia a este” (Escobar, 2014: 80). La experiencia de la esclavitud y de la violencia sexual, la experiencia de la muerte en vida seleccionada a través de mecanismos identitarios epidérmicos y biológicos, que tienen que ser sanadas en el lugar de su verificación: el cuerpo.
De un mapa conceptual de la violencia, transité a una cartografía de la violencia que visibilizara actores, tierras y cuerpos involucrados, para luego pasar a un mapeo corporal de la violencia, desde el cual leer las marcas que ésta deja, hasta llegar a una contra-cartografía de la autorepresentación, un proceso colectivo desde el cual recuperar el cuerpo y el movimiento corporal, trabajarlo como un ensamblaje territorial para su sanación.
Conclusiones
De la guerra entre Estados-nación a la guerra intraestatal, de la guerra democrática a la guerra normalizada en el capitalismo fundamentado en las jerarquizaciones sexistas y racistas, a nuestras guerras interiores y las violencias que nos generamos al seguir los códigos impuestos socialmente: una guerra que la perspectiva feminista latinoamericana visibiliza y pone al centro de la discusión sobre violencia contemporánea, que tiene como bastidor fundamental el cuerpo femenino.
Un cuerpo femenino depositario del honor del Estado-nación, de la comunidad, de la familia. Si los reyes se volvían reyes en virtud de derecho de sucesión, el cuerpo-útero ha sido históricamente depositario del honor del marido, del honor de la familia, del honor de la comunidad y, por extensión, del honor del Estado-nación. En la genealogía del derecho de propiedad, base fundamental del poder político en la cartografía de las sociedades modernas capitalistas, el cuerpo-útero es el espacio fundamental del control, el espacio en que nace la soberanía, a través del gobierno del cuerpo.
La mujer es el mapa que orienta en las jerarquías sociales, el lugar en donde ejercer la autoridad, desde el cual se genera el estatus familiar. En términos legales, el hombre tiene el dominio útil, mientras el Estado-nación sigue deteniendo el control del proceso, la coordinación de los códigos, del dominio directo. A lo largo de la historia los institutos legales que garantizan el dominio útil han cambiado, ya no es solamente el matrimonio. El intercambio de mujeres se juega en corredores de valorización y no solamente en espacio de violencia institucionalizada.
Todo el espacio del Estado-nación se vuelve territorio de ejercicio de violencia, en donde diseminar cuerpos marcados para generar terror y, con esto, control. Una esfera comunicacional que se juega siguiendo el eje vertical del Estado-nación y el ensamblaje (Ong, 2004) (Puar, 2007) de poder hacia ciudadanos y ciudadanas (Mezzadra & Nielson, 2013); y el eje horizontal, el de la comunicación entre pares: Estados con Estados, empresas con empresas, ensamblaje de poder con ensamblaje de poder, hombres con hombre (Segato, 2008a; 2008b).
El cuerpo-útero se extiende hasta ocupar todo el espacio del Estado-nación como espacio de excepcionalidad en el cual se juega el control a través del terrorismo, a través de la creación de territorio.
Propongo aquí una imagen, que plasmé en dibujo (Figura 3): México como útero, como espacio de regulación de la feminidad en términos territoriales, y por tanto jurídico-económicos, como espacio de control, de definición de las condiciones de reproducción sistémicas, espacio de identificación de las mujeres. El mismo útero que en la cosmogonía de los códices de la mexicanidad se traga al patriarcado y a las estructuras de poder. Una digestión que se verifica cuando el útero se vuelve cuerpo autosconciente.
Figura 3. Dibujo: La vagina dentada, o el útero-México que se traga al poder. México,2016
Fuente 3. Elaboración de la autora
Las fronteras del cuerpo de la mujer, de la finitud del útero se han expandido y desplazado hasta las nacionales e internacionales. La violencia desde la experiencia femenina, la violencia ‘íntima y privada’ del ‘crimen pasional’ asume las características de la guerra y viceversa: la violencia asume las características de la violencia sexual, se sexualiza, en una práctica criminal que involucra distintos actores y aniquila socialmente, busca crear condiciones para una muerte en vida, busca el exterminio comunitario, el aniquilamiento territorial y comunitario. La centralidad del pensar en términos de cuerpo-territorio se afirma también en el sentido en que el territorio asume características del cuerpo femenino, es feminizado en el momento de la conquista, la ocupación, el despojo, la funcionalización.
Pensando en la experiencia de violencia de mi abuela, me doy cuenta como ésta ha sido solo una más de las violencias que Sicilia, como muchas tierras colonizadas, ha experimentado. En tiempos pos-feudales, en una Sicilia intencionalmente relegada a un ordenamiento territorial y relacional dominado por relaciones feudales, campo de prueba en los últimos siglos de las relaciones instauradas en las colonias americanas, en el cual se niega un desarrollo industrial para funcionalizarla como territorio de materias primas y recursos naturales, el ensamblaje estado-mafia protege y coordina el estupro legalizado de las mujeres por parte de sus adeptos para garantizar el honor y la honorabilidad del hombre, de la familia, del Estado.
Un contexto en que nace una niña que se encuentra atestiguando fenómenos mafiosos en su día a día, que revive el estupro de su mamá en la institución legalizada del matrimonio entre sus padres. Mi madre que huye de Sicilia con una hija de 4 meses, después de haber aceptado casarse para salvar su vida y después de haber denunciado, a la comunidad del barrio y al Estado, las estrategias de control del poder estatal-mafioso, que por cierto generaron un empobrecimiento y consecuente despoblamiento de los territorios terrorizados. Una hija que crece lejos de su tierra y que, sin embargo, es marcada por la violencia sexual al regresar, aquella misma marca que ha señalado su linaje femenino.
¿Cómo salir de este continuum de violencia? ¿Cómo reconocerla para erradicarla, cómo revivir experiencias que hemos enterrado adentro de nosotras, para sobrevivir? ¿Qué significado tienen para reformular una crítica de la violencia que tome en cuenta lo vergonzoso, lo escondido bajo la camisa de fuerza de la intimidad y de lo despolitizado?
La co-labor (Leyva & Speed, 2008) de autoconsciencia ha implicado para mí la apuesta de recuperar los hilos de mi historia personal para la construcción comunitaria de otros territorios, vivibles, alegres, con otras compañeras comprometidas en este camino. A lo largo de esto, ha nacido GeoBrujasComunidad de Geógrafas, así como colaboraciones con el grupo de trabajo CLACSO “Cuerpo, territorios, feminismos”, el grupo de trabajo en “Nuevas territorialidades” de SURCO AC en Oaxaca y los vínculos con el colectivo Miradas Críticas del Territorio desde el Feminismo de Quito, Ecuador (Guzmán Velázquez, 2014) (Colectivo Miradas Críticas del Territorio desde el Feminismo, 2014; 2017). Llegar a formarme a México y con estas alianzas, ha significado transitar también en la genealogía de la crítica a la violencia que traté de recopilar, para llegar a verme a mí misma como cuerpo sexuado y racializado.
El cuerpo como un lugar relacional, pero también como el lugar en el cual persisten las estructuras institucionales e institucionalizadas. La memoria del cuerpo, visibilizada siguiendo un linaje femenino, una violencia intergeneracional inscrita en el cuerpo, en las “venas abiertas” en las cuales confluye el flujo vital. Una memoria corporal en la cual se inscriben historias de vida, autobiografías, conocimientos situados y un constante esfuerzo anticolonial y libertario.
Preguntarse por una genealogía de la crítica a la violencia, y en particular de la violencia sexual, tiene un objetivo político que encuentro en la búsqueda de un sentido libre del ser mujer, “un repensar que tiene como núcleo la autonomía de las mujeres y la autodeterminación” (Alexander & Talpade Mohanty, 2004: 142), con mis propias formas de ser y de pensar en comunidad, en la defensa de lo que nos reproduce como personas y naturaleza, que nos da la vida. Tener el privilegio de ir libremente de un punto a otro en búsqueda de un cambio de condición estrictamente vinculado con elecciones vitales, me lleva a pensar en la hegemónica configuración de la imagen femenina y la imagen masculina: la imagen femenina construída por líneas curvas, flujos, andares fluídos, en contraposición con la línea masculina recta y geométrica como su cuerpo.
La línea masculina es la proyección, la perspectiva en la cual se funda la concepción de espacio, base de la modernidad occidental, que requiere de un sujeto inmóvil, un ciudadano perteneciente a un Estado-nación. Los movimientos migratorios, desafiando fronteras geopolíticas, culturales y corporales, abren caminos. Es necesario asegurarnos cotidianamente, comunitariamente y colectivamente, la práctica vital de la libertad de movimiento y transición, salvaguardando nuestro derecho a quedarnos, a permanecer, a cuidar.
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Notas
* Licenciada y maestra en Relaciones Internacionales por la Universidad de Bologna (Italia) con estancias en la Pontificia Universidad Católica Minas (Brasil) y en la Universidad Nacional Autónoma de México (México). Doctorante en el Programa de Posgrado en Estudios Latinoamericanos de la Universidad Nacional Autónoma de México (México) con estancia de investigación en el Institut für Humangeographie, Goethe Universität Frankfurt am Main (Alemania). Integrante de GeoBrujas-Comunidad de Geógrafas, el Semillero Feminista y del grupo de trabajo Consejo Latinoamericano de Ciencias Sociales “Cuerpos, territorios y feminismos”. Líneas de investigación: cuerpo, territorio, feminismos latinoamericanos y geografía política. Correo e.: giulia.marchese11@gmail.com
1 Se deja la discusión sobre la figura de la partera y su papel histórico, también frente a la productividad económica del sistema medico alópata y desde horizontes de resistencia indígena y comunitaria, para otro trabajo.
2 “No se nace mujer. Se llega a serlo” (De Beauvoir, 2005).
3 Se retoma aquí la discusión propuesta por Rosi Braidotti (Braidotti, 1994).
4 La sedimentación, en física, es un proceso por el cual las partículas suspendidas en un líquido se acumulan por causa de un campo de fuerzas.
5 El hecho, que ha marcado la historia reciente de México, rescata e internacionaliza la denuncia del ensamblaje Estado-crimen organizado, que coordina las operaciones extractivas del capital en muchos países latinoamericanos. Pero sobre todo me lleva forzadamente a ubicar mi estar en México desde el miedo y la violencia de Estado.
6 El ejemplo más claro es la militarización que siguió a la declaración de la “guerra contra el narcotráfico” en 2006 por el entonces presidente de México, Felipe Calderón.
7 Como por ejemplo la iniciativa Mérida y el Plan Frontera Sur, que responden a funciones fronterizas de Estados Unidos.
8 Con categoría epidérmica me refiero a categorías que tienen un reflejo superficial, epidérmico, a nivel de piel e imagen corporal, aunque conlleven un sistema, en este caso el sistema colonial, racista, patriarcal-capitalista, que las sustenta y las justifica, las legitima.
9 Desterritorialización (del territorio a la tierra) / reterritorialización (de la tierra al territorio).
10 Las escalas geográficas son un constructo social para fragmentar el espacio en unidades analíticas.
11 Siguiendo el comentario crítico de Braidotti al texto de Agamben, entendemos zoé como ‘nuda vida’ y bíos como ‘forma de vida’ específicamente humana.
12 La autora se refiere a las mujeres indígenas en sus palabras, aunque considero personalmente que las categorías que propone se puedan extender a los cuerpos de las mujeres, a su vez atravesadas por distintos poderes ‘jerarquizantes’.
13 Las cursivas son mías, para enfatizar la manera en la cual la autora conecta el territorio-cuerpo y el territorio-tierra a través de un abrazo.