Caravanas de migrantes y refugiados en tránsito por México: el éxodo de jóvenes hondureños que buscan, migrando, preservar la vida
Migrant and refugee caravans in transit through Mexico. The exodus of young Hondurans migrating to preserve life
Resumen: Este trabajo etnográfico presenta los primeros resultados de una investigación en curso sobre subjetividades migrantes y ejercicios de autocuidado, y sobre el significado de las caravanas migrantes que se produjeron desde América Central y atravesaron México en el otoño de 2018 y hasta la primavera de 2019. Usamos la técnica de relatos de vida para comprender la agencia política y las subjetividades que produjeron y sostuvieron las caravanas de migrantes, específicamente apostamos por compartir biografías de jóvenes hondureños y su intento truncado de llegar a Estados Unidos, así como algunas de sus estrategias para preservar la vida propia o de sus familias.
Trabajamos las biografías de cuatro jóvenes que conocimos cuando, como investigadoras del refugio y las luchas de migrantes, formamos parte del puente humanitario que albergó a los desplazados en su paso por la Ciudad de México. Este fue un ejercicio de socioantropología de la emergencia. Partiendo de estas historias de vida analizamos los devenires colectivos, pero también las estrategias individuales de estos desplazados de la miseria o la violencia que, atrapados en la transitoriedad (Fernández, 2017), intentan una vida viable en este “país tapón” (Varela, 2019). Con estos casos buscamos reflexionar sobre el México contemporáneo y sus formas de gestionar la transmigración, que lo han convertido en “país de instalación” de los desplazados.
Palabras clave: jóvenes migrantes, éxodo centroamericano, caravanas de migrantes, “país de instalación”.
Abstract: This ethnography represents an exercise of the “socio-anthropology of emergencies”. It draws on the first results of an ongoing investigation into migrant subjectivities and self-organization, which are, for us, the ultimate meaning of the caravans that originated in Central America and crossed Mexico in the fall of 2018 and until the spring of 2019. We use the methodological tool of life histories in order to illuminate the emerging subjectivities and political agency produced and sustained by the caravans; more specifically, we share young Hondurans’ biographies involving their unsuccessful attempts to reach the United States, as well as some of the strategies to preserve their own life or the one of their families. We include the biographies of four young people we met when, as researchers of asylum and migrant struggles, we took part of the humanitarian bridge that sheltered the caravans transiting through Mexico City. Drawing from these life histories, we analyze processes of collective becoming, as well as the individual strategies of those displaced by poverty or violence who, trapped in transience (Fernández, 2017), attempt to build a viable life in this “bottleneck country” (Varela, 2019). Through these cases, we seek to reflect on contemporary Mexico and its ways of managing transmigration, as well as the way in which it has become a “hosting country”.
Keywords: young migrants, Central American exodus, migrant caravans, “hosting country”.
Fecha de recepción: 01/09/2019, fecha de aceptación: 25/11/2019.
A modo de introducción
Este artículo es parte de un proceso de investigación aún en curso, que busca comprender la transmigración de los jóvenes centroamericanos a México, más concretamente, jóvenes de origen hondureño, como un fenómeno social que cada día se transforma y reconfigura la narrativa social del éxodo y la sobreviviencia. El ejercicio está basado, primero, en el acompañamiento etnográfico, y ahora mismo afectivo y solidario, a un grupo de jóvenes que desobedecieron las leyes que extranjerizan y criminalizan a los migrantes. A lo largo del acompañamiento hemos visto como, desde el año pasado, estos jóvenes, fugitivos del terror de las maras y la miseria, del neoliberalismo en América Central, de la impunidad estatal, pero también de violencias domésticas y entre pares (Varela, 2015), se han configurado en un colectivo de autocuidado, que aprende los trucos de una megalópolis para integrarse a las dinámicas laborales y de convivencia cotidianas en el que ahora es su nuevo hogar: la Ciudad de México.
Nos basamos en la reconstrucción, en clave de autorepresentación de lo vivido, de cuatro jóvenes hondureños, tres varones y una mujer, que identificaron la Caravana de octubre de 2018 como la estrategia para preservar la vida. Los diferentes casos presentados nos permiten hablar de las estrategias y decisiones tomadas por puro “cálculo vitalístico”, como lo señala Verónica Gago (2014), cuando hace referencia a la vida de los obreros bolivianos de los talleres clandestinos de ropa en el Gran Buenos Aires. Esta autora nos explica cómo los migrantes construyen decisiones que a juicio de muchos pueden ser desesperadas o desprovistas de agencia política, pero que para quienes las ejercen se trata de estrategias para preservar la vida propia y de sus comunidades. Mediante nuestro acompañamiento esbozamos los “cálculos vitalísticos” de cuatro adolescentes caravaneros, de los cuales dos son asilados, uno ha retornado a su lugar de origen, y la última obtuvo la residencia. Usando la escucha activa y la observación participante, nos proponemos narrar las complejidades del “derecho a permanecer”1 de los jóvenes migrantes.
Sin una pregunta de investigación definida per se, pero con la voluntad de entender a quien migra en masa y decide integrarse en pequeños grupos atrapados por la transitoriedad (Fernández, 2012), este trabajo aborda las exclusiones que se intersectan en las vidas y los cuerpos de cuatro jóvenes migrantes hondureños. Al mismo tiempo se recupera la narración hecha por ellos mismos sobre su vida, se busca rescatar las decisiones que han tomado para conseguir sueños concretos, según las subjetividades y el momento vital de cada uno de nuestros entrevistados.
En una primera parte compartimos con las lectoras y lectores el brevísimo contexto de la llegada de estos cuatro jóvenes, pues sólo tres de ellos lo hicieron con el llamado Éxodo Centroamericano de octubre de 2018. Además de enmarcar sus experiencias en el estado del arte, en torno a la discusión académica sobre el juvenicidio, hacemos uso de los referentes analíticos que estudian el régimen global de fronteras (CasasCortés et al., 2015), un régimen que construye virtuales confines migratorios (Campesi, 2012) en torno a las vidas precarizadas de los jóvenes, dejándoles atrapados. Estas dimensiones del texto quedan inevitablemente truncas, pues cada una ameritaría un análisis en sí misma, pero desde nuestra perspectiva, lo que resulta inédito es conocer de primera mano las estrategias de resistencia latente y manifiesta de los jóvenes migrantes.
En el segundo apartado desplegamos las postales biográficas de los jóvenes que coprodujeron este texto. Resultado de un esfuerzo de curaduría narrativa, nos parece que sus historias expresan un cambio epocal (Gilly et al., 2006), que encontramos también en los cuerpos y las vidas de los ciudadanos contemporáneos.
En el apartado de conclusiones compartimos las hipótesis que el acompañamiento de este proceso de autocuidado colectivo (Glockner, 2019) entre jóvenes nos ha permitido generar. Como dijimos al principio, este fenómeno social no sólo desconfiguró las narrativas con las que los académicos pensábamos las migraciones y los gobiernos las administraban, sino que aún ahora siguen transformando las gramáticas para pensar, gobernar y experimentar los desplazamientos humanos en la parte norte del continente americano.
1. De caravanas y éxodos. El contexto de este texto
En octubre de 2018 otra Caravana migrante atravesó Centroamérica para internarse por México, caminando en masa, a plena luz del día, sin polleros ni cárteles de por medio, usando las autopistas que nos conectan con Centroamérica. Estas mismas vías han servido para hacer fluir el libre comercio y el tránsito desde Honduras de polleros que cobran entre 7 y 9 mil dólares, por lo menos desde 2014, año en que el Plan Frontera Sur no frenó los contingentes migratorios, sino que hizo más largos y peligrosos los trayectos (Varela y McLean, 2019).
La caravana de octubre de 2018 estuvo conformada por varones en edad productiva, como previamente había sido la composición mayoritaria de los contingentes de centroamericanos. Si bien en su mayoría fueron jóvenes hondureños quienes integraban esta caravana (París, et al., 2018) hacia Estados Unidos (Rodríguez et al., 2011), esta vez también la conformaron, de manera significativa, familias: mujeres, niños y niñas, abuelos y abuelas, parejas con recién nacidos, o madres solteras embarazadas caminando de la mano de otros de sus hijos; incluso habían niños y niñas solas que se unían o buscaban protección en otras unidades familiares, todos caminaban en nodos o pequeños grupos. De ahí que hagamos eco de la imagen que los periodistas salvadoreños del diario El Faro nos propusieron para comprender esta movilización de migrantes, a la que llamaron “un virtual campo de refugiados que atravesó México” (Ramos, 2018), y según reportes de las autoridades mexicanas, alcanzó la cifra de 7 mil personas (Mandujano, 2018).
Fue por la dimensión de las caravanas y por su masificación, como estrategia para llegar bien y con vida a la franja fronteriza que divide Estados Unidos de México, que los propios caravaneros comenzaran a llamarle a su desplazamiento el Éxodo Centroamericano. Después de este primer gran éxodo de octubre se pudieron identificar una decena más de caravanas autoorganizadas entre noviembre de 2018 y abril de 20192 , convocadas por migrantes a través de redes sociales analógicas, esas que se basan en el afecto o la filiación familiar, o las virtuales. Caravanas o éxodos a los que el gobierno mexicano recién renovado respondió primero otorgando visados humanitarios (a casi 12 mil personas)3 , para después interponer un muro humano de policías y elementos de la recién estrenada Guardia Nacional (Mariscal, 2019), y construir lo que interpretamos como un confín migratorio4 (Campesi, 2012) donde miles de ciudadanos centroamericanos, además de africanos, asiáticos y caribeños, quedaron atrapados.
Fue hasta el despliegue de la estrategia que ha convertido a México en un “país tapón” (Varela, 2019) que las caravanas descompusieron la gramática con la cual atendían los Estados la cuestión migratoria, así como el proceder de los cárteles de la región. La categoría “país tapón” es una propuesta para nombrar la fase actual de las políticas de desplazamiento, refugio y acogida en México, país al que los migrantes llamaban en la década pasada “frontera vertical” (Anguiano, 2008) para referirse a las rutas migratorias que deben atravesar entre las ciudades fronterizas de sur de México hasta alcanzar las que colindan con Estados Unidos. Estas rutas están plagadas de agentes estatales y del crimen organizado, pero también de individuos comunes y desorganizados, acechando a los migrantes para secuestrarlos, extorsionarlos, detenerlos arbitrariamente, violarles, asesinarles, desaparecerles (Red de Documentación de las Organizaciones Protectoras de Migrantes, 2018).
La puesta en marcha de dos dispositivos de contención migratoria —el despliegue de la Guardia Nacional y el programa Quédate en México5 — hizo de México un país al que ingresar desde el sur resulta cada vez más difícil, y una vez dentro, sin “papeles”, no se puede salir hacia el norte. Incluso si se consigue, existen mecanismos institucionales de devolución masiva, como el caso del programa que obliga a los solicitantes de asilo en Estados Unidos (que ingresaron por las garitas mexicanas) a esperar el inicio y desarrollo de su juicio en México6 . Doblemente grave es que ninguno de los Estados implicados en los desplazamientos forzados asuman responsabilidades de tutelaje de estos demandantes de asilo, que son regularmente unidades familiares que huyen de diferentes violencias en sus lugares de origen.
No obstante, la gramática migratoria oficial es constantemente desafiada por los migrantes y desplazados. Por ejemplo, los migrantes masificaron la fórmula caravana, inventada para protegerse y visibilizar las violencias en el tránsito (Vargas, 2017). La convirtieron en una estrategia de miles de familias que, en caravana o éxodo, intentaban llegar a Estados Unidos sin pagar polleros y extorsiones a funcionarios, protegiéndose de la violencia generalizada por medio de estrategias individuales, familiares y colectivas de autocuidado (Glockner, 2019) y autodefensa migrante (Varela, 2019). Esto con el objetivo de atravesar México y entregarse a la Patrulla Fronteriza estadounidense, pedir asilo político, o bien ejercer un abierto desafío al cerco fronterizo de ese país, internándose a través de diferentes estrategias como migrantes “sin papeles” y sin permiso migratorio.
Dentro de la amplia y compleja diversidad de los participantes de este éxodo abundaban, según informes académicos y de organizaciones civiles (París, et al., 2018), los adolescentes y jóvenes de entre 13 y 18 años que caminaban solos, en grupos de pares, con sus parejas sentimentales o como parte de núcleos familiares. Estos jóvenes, en su mayoría hondureños, se inscriben en lo que los estudios migratorios llaman menores migrantes. Esta categoría hace referencia a la particularidad etaria del sujeto migrante, pues al ser legalmente menores de edad, les protege una serie de derechos que conllevan la necesidad un tutelaje específico de las instituciones estatales, que podemos resumir en el concepto de “interés superior del niño”. Es decir que, por su edad, además de los derechos humanos fundamentales, el Estado está obligado a priorizar su tutelaje considerándoles menores de edad, antes que migrantes (Glockner, 2019).
No obstante, y a pesar del andamiaje legal administrativo que “en papel” el Estado Mexicano ha conseguido diseñar para la atención a la niñez migrante, esta caravana hizo emerger, cual punta de iceberg, la realidad concreta que demuestra la inexistencia de entramados institucionales y narrativas en uso para la atención integral de estos niños, niñas y jóvenes.
Estos adolescentes que caminaban cargando los bebés de madres que conocieron en el éxodo, cantando éxitos del pop con líricas adecuadas a su 7 y agrupándose por afinidad, denunciaban con sus cuerpos en movimiento las políticas juvenicidas (Moreno, 2014) de los Estados que los expulsaron.
Entendemos por políticas juvenicidas el continuum de violencias legales, paralegales, estatales, de mercado, pero también familiares y de pares, que vulnerabilizan la existencia de los jóvenes. Nos parece un concepto útil porque cuestiona las narrativas que atribuyen a las pandillas, las maras o las redes de narcotráfico la responsabilidad por la ausencia de infraestructura institucional para proyectar la vida. El juvenicidio es, para nosotras, la suma de violencias que se ciernen sobre los cuerpos de las y los jóvenes de nuestra región, a través de dispositivos como las maquiladoras, las cárceles, los barrios sin escuelas, las redadas policiales que salen a cazar jóvenes en virtuales limpiezas sociales, las maras que buscan cosechar vidas, las redes transnacionales de narcotráfico, pero también la desprotección que produce la impunidad estatal ante todos estos fenómenos.
Si bien el juvenicidio es el marco explicativo de las múltiples causas que motivan la decisión de emprender un éxodo migratorio, las caravanas nos revelaron una suma de prácticas de vida, de estrategias de fuga, que empezaron como proyecto individual y que se convirtieron en desobediencia manifiesta y colectiva. Los jóvenes caravaneros entrevistados vivieron experiencias inéditas: confiaron en sus pares, se asociaron con otros jóvenes y constituyeron núcleos de autocuidado basados en el reconocimiento del objetivo común, alcanzar una vida que se pueda vivir.
Por lo anterior, en este trabajo presentamos las historias de vida como testimonio de un tiempo histórico, como ejercicio de socioantropología de la emergencia que intenta “descanibalizar” las narrativas hegemónicas, es decir, no reproducir el estigma dirigido a los jóvenes centroamericanos. Por otro lado, al hacer uso de la etnografía y los testimonios, también buscamos que se consideren las corporizaciones que produce la intemperie estatal, característica del neoliberalismo contemporáneo.
Es así que en este trabajo mostramos que, tanto los Estados expulsores como los receptores de la migración, son generadores de un modelo de violencia hacia los jóvenes. Seguimos la hipótesis de que al criminalizar el tránsito de los migrantes y deportarles desde México o Estados Unidos, los Estados complementan un círculo de violencia. Este comienza con la expulsión de la población de sus lugares de origen, continúa con la criminalización del tránsito migratorio (empujándolos a la clandestinidad y facilitándole al crimen organizado hacerse de miles de migrantes como trabajadores esclavos), y que finaliza en la violencia inevitable, e incluso la muerte, que enfrentan las personas deportadas cuando llegan a sus lugares de origen y son castigadas por los grupos criminales de quienes huían.
Los estudios sobre juventud en América Central demuestran cómo los Estados de la región ejercen un virtual proceso de “desciudadanización” de las juventudes centroamericanas, anclándolos en un “estado de excepción” permanente que parte de considerar a los jóvenes de la región como potenciales criminales a los que hay que neutralizar con políticas de “tolerancia cero”, combinando la militarización de la respuesta estatal contra las “maras” con la política de Estado de encarcelamiento masivo. Los juvenólogos que trabajan en la región demuestran con datos sociodemográficos que los gobiernos centroamericanos mantienen silencio y aseguran impunidad ante respuestas sociales organizadas en clave de “limpieza social” o de escuadrones de la muerte contra jóvenes de los barrios marginados de América Central (Moreno y González, 2012), lo que explicaría la presencia masiva de los y las jóvenes en el Éxodo Centroamericano de 2018.
Estos jóvenes huyen de la violencia de Estado basada en la impunidad y en políticas de tolerancia cero, la violencia de mercado basada en la híper precarización de la vida (las relaciones laborales) y la violencia social, de la que estos mismos jóvenes son perpetradores (al asociarse a las maras), sin desconocer los complejos procesos de reclutamiento forzado, cosecha de jóvenes, tramas familiares y tejidos comunitarios rotos por esa misma violencia y miseria generalizada, pero de la que sobre todo son víctimas al ver criminalizada su existencia.
Tampoco olvidamos que los jóvenes son el blanco de maras de alcance transnacional, que operan desde el barrio, sumando a los jóvenes a cárteles criminales transnacionales que operan con impunidad en la región. Pero estos cárteles no son el único actor social que produce desplazamiento, también desplazan las empresas multinacionales con la hiperprecarización del trabajo, las compañías mineras, los megaproyectos y el extractivismo en la región.
Por eso, las y los jóvenes de los que hablamos en nuestra socioantropología de la emergencia, y que conocimos cuando la caravana se albergó en la Ciudad de México durante octubre de 2018, nos inspiran a buscar la comprensión densa de las motivaciones que inspiran su éxodo, las violencias pero también las solidaridades que marcaron el tránsito de su devenir caravanero. Buscamos comprender los desafíos a los que se enfrentan en su condición de transitoriedad permanente, esa que se produce cuando, según las antropólogas Fernández y Rodríguez (2016), el trayecto desde Centroamérica hacia Estados Unidos es interrumpido por agentes estatales, o que se convierte en una decisión de los propios transmigrantes al iniciar la petición de asilo o refugio en México. Y, una vez concedido, se enfrentan cotidianamente la intersección de las exclusiones.
Y es que, como explica Juan Pablo Zebadúa (2009), el tratamiento iberoamericano actual de los temas sobre juventud deja a un lado los esencialismos que la definían a partir de la edad, la sexualidad biológica, o la criminalización de sus actos al margen de las instituciones. Ahora se concentra más en sus prácticas culturales y las condiciones de resistencia (los sujetos juveniles) frente al control (representado por los campos hegemónicos y el poder), considerando las condiciones objetivas de una estructura social específica y las relaciones simbólicas que las sustentan, (Pérez Islas, citado en Zebadúa, 2009: 52) y que el autor llama complejos mecanismos de exclusión.
Además de la interseccionalidad de exclusiones que se yerguen contra las y los jóvenes migrantes, así como contra los que deciden solicitar asilo o refugio en México, nos parece importante destacar que este es el sector de población más cotizado por las redes del crimen organizado. Es por ello que señalaremos aquellos mecanismos de violencia y exclusión como constructos de los Estados neoliberales, que ejercen un continuum de violencias contra los jóvenes centroamericanos, sobre todo guatemaltecos y hondureños (por ser ambos los contingentes más nutridos) que cruzan o se quedan en territorio mexicano.
En los relatos etnográficos que presentamos, las vidas de los jóvenes evidencian que los Estados y las leyes migratorias alimentan también violencias sociales de las que buscan huir. Así, las cuatro “postales etnográficas” que presentamos a continuación dan elementos para comprender la categoría juvenicidio (Valenzuela, 2015), utilizada frecuentemente para hablar de la realidad social de este sector en América Latina.
Lo que Moreno y González (2012) llaman proceso de desciudadanización de las juventudes, para referirse a las lógicas estructurales, legales y sociorelacionales, pasando por las lógicas neoliberales de gestión de todos los ámbitos de la vida, que ha producido en torno a esta población una suma de dispositivos propios de regímenes de excepción, naturalizados por el estado o el mercado, hasta introducir en los contratos sociales contemporáneos en América Central la excepcionalidad como regla para el gobierno de las poblaciones jóvenes. Por eso nos hacemos eco de la noción de desciudadanización, porque los jóvenes están sujetos a la exclusión a través de mecanismos de construcción legal de la ilegalidad.
Consideramos que las vidas que presentamos en estas postales etnográficas (jóvenes hondureños atrapados en México) reflejan la desciudadanización de la que vienen huyendo, así como las leyes migratorias ancladas en los pilares de securitización de la gestión de la migración8 , combinado con la externalización de fronteras y las políticas de tolerancia cero de Estados Unidos al recibir refugiados contemporáneos.
Aquellos que logran cruzar las fronteras y tener un lugar de llegada no están exentos de otras formas de violencia, como por ejemplo el estigma que los concibe como pre-delincuentes o causantes de peligro para la sociedad, condenándolos a una discriminación perpetua; es decir, el juvenicidio. Y éste no se entiende, desde nuestra perspectiva, sólo como eliminación física, consideramos que también debemos hablar del juvenicidio social y del juvenicidio simbólico, no menos violentos e inhumanos.
Las leyes que criminalizan a los expulsados del sistema (Sasken, 2015) deshumanizan al migrante, lo condenan a la clandestinidad, el hambre y la vejación. Como recurso paralelo, el Estado estigmatiza a los jóvenes migrantes como criminales, como pandilleros; se les discrimina negando los derechos mínimos a la salud y al tránsito seguro, se les señala como escoria que nadie debe salvar. Y finalmente, se usa a los medios de comunicación para manipular la opinión pública ante aquellas voces ciudadanas y movilizadas que señalan la responsabilidad de los Estados nacionales en las condiciones económicas y particularmente de inseguridad social que generan la migración, en este caso, del éxodo centroamericano.
Breve apunte metodológico: ¿qué es la socioantropología de la emergencia que proponemos?
En América Latina las ciencias sociales contemporáneas han ensayado diversos métodos de investigación colaborativos y que apuestan por una investigación participante, más que por una investigación para el desarrollo (concepto hoy deconstruido por diferentes escuelas epistemológicas nuestroamericanas). La investigación acción participante, que desarrollara el sociólogo colombiano Orlando Fals Borda desde la década de 1970, ha sido combinada con la pedagogía del oprimido del brasileño Paulo Freire, y la de las escuelas de una antropología abiertamente activista del devenir, posterior a los movimientos estudiantiles de 1968 en todo el mundo, la así llamada investigación militante (Varela, 2010: 30-36).
Buscamos realizar investigación coproduciendo conocimiento con los sujetos que protagonizan los problemas de estudio, no sólo con la intención de comprender y explicar dichos problemas, sino de acompañarlos en la transformación de la realidad en la que toman lugar. Hasta antes de acompañar las caravanas migrantes del otoño de 2018, ninguna de las autoras de este trabajo habíamos vivido la experiencia de acompañar lo que en otros textos hemos llamado “un campo de refugiados en movimiento transitando por un país sumido en una guerra no declarada” (Varela y McLean, 2019).
Etnografiar la transmigración es ya un desafío complejo. Carmen Fernández (2017) propone la noción de “transitoriedad perpetua” a partir de su trabajo con comunidades hondureñas, que como diáspora han llegado a establecerse al sureste de México. También hace referencia a la condición/sensación de dichas mujeres de vivir en tránsito, así estén establecidas en un lugar desde hace una década, siempre existe en los y las centroamericanas la pulsión por alcanzar el norte, los Estados Unidos, destino al que México, como país frontera, impidió que llegaran con una suma de fronteras internas/ externas, legales, paralegales y sociorelacionales.
En ese desafío de imaginar rutas de investigación-acción participante con sujetos en tránsito estábamos instalados la mayoría de los intérpretes de la migración de centroamericanos, hasta que el otoño migrante, o las caravanas masivas de octubre de 2019, nos cambiaron la gramática a muchos intérpretes de la migración.
Frecuentemente, el análisis de la migración centroamericana tiene un abordaje que convierte a los desplazados en víctimas de la pobreza, o de la violencia estructural y de las redes criminales de sus lugares de origen, donde los agentes federales involucrados gobiernan las rutas migratorias (Colectivo de Observación y Monitoreo de Derechos Humanos en el Sureste Mexicano, 2019b).
En ese sentido, resulta un reto interpretar las causas que motivaron el éxodo de estos caravaneros, muchas veces interseccionadas unas con otras, sin una jerarquía clara en la narrativa de los propios migrantes. Entre las narrativas encontramos un argumento no considerado en un primer momento, que recuerda a los ritos de paso hacia la adultez en comunidades indígenas, en los que se participa en un acto por su gran sentido simbólico, y que, en este caso, implicaba la participación en un tránsito colectivo y novedoso, en el que caminaban juntos, de día y sin polleros, hasta llegar a Estados Unidos. Tal posibilidad nos interpeló a diversificar nuestros esfuerzos etnográficos.
Por otro lado, gracias a las caravanas de migrantes tuvimos que ampliar nuestra mirada etnográfica a las instancias gubernamentales y su capacidad de respuesta ante crisis humanitarias. Interseccionamos esa observación con las acciones individuales que ciudadanos, organizaciones de la sociedad civil y transnacionales desplegaron, al tiempo que requerimos interpretar la acción colectiva de los caravaneros y todas las tensiones que este ejercicio inédito de autocuidado colectivo provocó en los diferentes contingentes con quienes interactuamos.
Además de que se complejizó el escenario, registrar la información en este contexto de emergencia humanitaria desbordaba el oficio de las etnógrafas que participaban en ese momento como voluntarias. El registro escrito era aplazado constantemente por los escenarios que requerían acciones inmediatas de ayuda a niños, mujeres, familias, etc. La ética ante la emergencia aplazó las entrevistas formales y el registro escrito. Éramos dos voluntarias más de los cientos que se acercaron a tomar parte de acciones de solidaridad hacia las miles de familias que caminaban rumbo el norte escapando de diversas pesadillas.
Aquí hacemos eco del trabajo de Alicia ReCruz (2018), quien, junto a organizaciones civiles, realiza visitas semanales a los centros de detención en Estados Unidos (a las llamadas “hieleras”), para organizar los testimonios de los y las desplazadas y que resulten “creíbles” para el juez que atenderá su caso. En pocas palabras, ReCruz nos propone hacer una antropología que desborde el objetivismo sociocientífico, para que nuestro trabajo se traduzca en ejercicios útiles que desactiven la emergencia del desamparo de estas familias en cautiverio. Que nuestra antropología sirva para abonar pistas, peritajes, pruebas y narrativas estructuradas para que estas familias consigan la libertad y no la deportación, que obtengan los papeles y no un grillete que los monitoree y marque entre su comunidad.
Por lo tanto, la socioantropología de la emergencia que proponemos parte del sentido común de tomar parte activa en el abrazo social que el éxodo de estas familias demanda. Pero también de hermanar las tradiciones epistemológicas de la investigación para, además de comprender, transformar la realidad con los protagonistas de los fenómenos sociales que acompañamos. Nosotras lo hemos hecho acompañándolos en procesos emocionales, de salud, administrativos, laborales, etc., quebrando el muro del estigma hacia ellos cuando preguntamos, y a la vez explicamos a otros no involucrados en este proceso, las causas de un éxodo como el que vimos en 2018.
Por otro lado, al analizar las experiencias, testimonios, y reacciones de las personas que acompañamos desde hace un año, encontramos que el término socioantropología de la emergencia definía el trabajo que hacemos desde lo académico, pero también desde la participación social. Y pensamos que también hace referencia a la respuesta de quienes viven la emergencia, y no sólo a nuestra posición como observadoras de la realidad social, ya que buscamos dejar registro de la agencia política de las comunidades migrantes y de su capacidad de tejer estrategias de autocuidado colectivo.
En concreto, los relatos etnográficos que aquí se presentan fueron producidos en el marco de un acompañamiento a jóvenes hondureños y hondureñas que conocimos en el marco de la primera de las caravanas masivas del otoño migrante. Conocimos a los coproductores de este texto cuando acudimos a tomar parte de las labores de solidaridad con los caravaneros que llegaron a la Ciudad de México y se instalaron en lo que se denominó “puente humanitario”: una instalación improvisada que incluyó la colaboración interinstitucional de organismos públicos, agencias internacionales de socorro y organizaciones civiles y no gubernamentales, pero que sumó también a muchos individuos que respondieron, como cuando la emergencia de los sismos de los octubres de 1985 y 2019, con acopio, tiempo y manos para abrazar, de muy diferentes y productivas maneras, el éxodo de los caravaneros.
Después de su paso por la capital mexicana, los jóvenes cuyas vidas son narradas en este texto siguieron su éxodo, llegaron a Tijuana con diferentes caravanas, otros se quedaron en Ciudad de México e intentaron acceder a programas específicos para solicitar refugio. Quienes llegaron a Tijuana volvieron a Ciudad de México poco después, pues ahí habían establecido vínculos afectivos diversos, mientras que en Tijuana enfrentaban un escenario de crudo invierno e incertidumbre legal, dado que la condición que los protegió durante el traslado era la misma que los limitaba en este nuevo escenario de largas filas para acceder a formularios e información migratoria, a la comida, a servicios de salud, etc. Fue entonces que decidieron retroceder y buscar la regularización migratoria en la Ciudad de México.
Desde su regreso en la navidad de 2018, y hasta la fecha, hemos sostenido un acompañamiento con ellos que desborda por mucho el trabajo etnográfico. Sus narraciones fueron recogidas como entrevistas a profundidad, buscando construir un “relato de vida” que indague las características comunes de quienes forman parte de las caravanas: los antecedentes del momento en que decidieron sumarse al éxodo centroamericano.
Una vez transcritas, las narrativas fueron editadas y puestas en diálogo unas con otras. Haciendo análisis de sus discursos, triangulamos la autorepresentación que estos sujetos migrantes hicieron de sí mismos y de la caravana, y la pusimos en diálogo con los trabajos académicos y periodísticos que representaron la heterogeneidad de la acción colectiva de los caravaneros.
Nos pareció pertinente darle toda la centralidad a las narrativas de los jóvenes y empatar la información con los debates contemporáneos de los juvenólogos, no específicamente migrantólogos, pero que se preocupan por las dimensiones micro y macrosociales en las que la experiencia del ser joven se produce actualmente. Proponemos este texto como el primer corte de caja de una investigación en curso sobre la triada: jóvenes, refugio y violencia en Latinoamérica.
II. Tres postales de un mismo sueño: persiguiendo una vida que se pueda vivir
Según el antropólogo Abbdel Camargo, las causas que sostienen la decisión de partir de los menores migrantes son
… objetivas y estructurales, y en ellas se pueden identificar tres principales: 1) por el contexto de violencia, criminalidad e inseguridad ciudadana prevaleciente en la zona; 2) por razones económicas, derivadas de la desigualdad social y precariedad económica; y 3) por los movimientos encaminados a la reunificación familiar” (Camargo, 2014: 38).
De acuerdo con la información que hemos adquirido mediante las entrevistas realizadas a hombres y mujeres jóvenes que cruzan la ciudad de México desde octubre de 2018 hasta agosto de 2019, consideramos que las causas del éxodo siguen siendo las planteadas por Camargo, pero que, particularmente en el sector juvenil, es la violencia de los grupos criminales lo que impulsa la salida de hombres y mujeres. En los jóvenes porque se niegan a incorporarse a alguno de los grupos llamados maras, o porque ya han sido cooptados, pero desean escapar de esa vida criminal. En las mujeres porque son violadas o secuestradas por los mareros al alcanzar la edad reproductiva, y porque son vendidas para la prostitución o el trabajo en maquilas bajo condiciones de extrema explotación. No sobra decir, la mayoría de ellos proviene de contextos sociales de pobreza y pobreza extrema.
A lo anterior, se suma la violencia estructural que los y las jóvenes migrantes que transitan por México enfrentan a manos de ejércitos del gobierno privado indirecto, que es el crimen organizado en México. Lo que en necropolítica se entiende como un gobierno privado indirecto (Mbembe, 2011), o aquellas formas de gestión de lo público en las que hay un gobierno paralelo al Estado, el cual renuncia a sus atribuciones soberanas para cederlas a empresas privadas del terror, y a ejércitos de funcionarios que extorsionan con la protección de la omisión estatal, lo que Pilar Calveiro ha llamado violencia administrada por el Estado (Calveiro, 2012). Hablamos de estructuras sociales que generan violencia y que se combinan con nuevos modelos de gobiernos necropolíticos causando el éxodo, es decir, el desplazamiento forzado de miles de personas que huyen de la muerte en vida, incluyendo el juvenicidio como único horizonte.
Dentro de la pluralidad social que encontramos dentro del sector juvenil en las caravanas -ahora contenidas por el gobierno mexicano desde Tapachulase evidencia la pobreza como condición generalizada, aunque no como la definitoria para migrar. Lo puede ser para quienes son padres de familia y buscan mejorar las condiciones de vida para sus hijos, pero para los jóvenes, el factor de violencia es aún más determinante.
No hay salidas ni opciones, las maras vigilan a la población y determinan el momento en que los jóvenes, casi niños, deben ser integrados al grupo criminal. No aceptar estas condiciones implica la muerte de otros integrantes de la familia, es por ello por lo que encontramos tantos jóvenes huyendo de Centroamérica hacia Estados Unidos, donde irónicamente, se formaron estos grupos criminales en las décadas de 1980 y 1990. Un caso que refleja la violencia de la que huyen los jóvenes en Centroamérica es el de Orlando, hondureño de 19 años, que llegó a México en la caravana de octubre de 2018:
Yo vengo huyendo de todo. De toda esa realidad, ya no quería estar ahí, nunca quise estar ahí, me reclutaron muy chico, a los 9 años como a mi papá. Mi papá es salvadoreño y mi mamá hondureña, y de chico viví en Choluteca, Honduras. Yo veía la realidad de otros niños del barrio, yo quería la vida de ellos, que tienen familia que les prestaban atención. Mi papá participa en la Pandilla 18 en Honduras, aunque es salvadoreño. Yo quería salir de ese mundo, sabía que había algo más para mí. Tenía 11 años cuando me fui de Choluteca a El Salvador, solito, sólo agarré mi credencial. Estaba estudiando mi secundaria y comenzó a buscarme la Mara Salvatrucha, pues me fui a vivir a la casa abandonada de mi abuela paterna, y no sabía que ahí la Pandilla 18 había escondido un arsenal. Una vez los de la Mara me golpearon tanto que me dejaron inconsciente. Yo no sabía nada del arsenal y no les pude decir dónde estaba escondido.
De los 15 años para arriba ya empieza lo más difícil. Me tuvieron vendiendo droga y pasándola de El Salvador a Honduras. Les dije que ya no les debía nada, que yo quería estudiar. Me dejaron sólo mes y medio y comenzaron a buscarme de nuevo en la escuela, y dejé de ir para que no me encontraran. La tercera vez que llegaron a buscarme prendieron fuego a la escuela, amenazaron a los profesores para que no llamaran a la policía. Quemaron la mitad del colegio y murieron dos chicas. …por mi culpa, por no haberlos obedecido. Me presenté con ellos el mismo día, me golpearon con un bat, me patearon. No me dejaron salirme de la pandilla. Un día me dijeron que tenía que matar a mi papá para demostrar lealtad a la Mara, y si me negaba, me matarían a mí para causarle dolor a mi papá. Fue entonces cuando decidí escapar tanto de Honduras como de El Salvador.
Estuve escondido una semana, sólo con agua de lluvia sobreviví. Después llegué a la casa de mi mamá, estaba por fuera toda baleada. A ella la habían movido y no le tocó la balacera. Entonces me vine a México con un amigo que me acompañó. Me dejó en Tapachula y de regreso lo mataron. Yo estaba viviendo en Tapachula cuando llegó “la caravana” al parque Media luna. Entonces me sumé para irme con ellos fácilmente a Estados Unidos.
Como Orlando, los jóvenes que hemos conocido desde octubre de 2018 vienen huyendo de la violencia. Algunos nos comentan que podrían vivir mejor (económicamente) si aceptaran trabajar con las maras vendiendo droga, extorsionando o matando, pero que es un escenario que rechazan como proyecto de vida.
Huir de esa realidad tiene un costo altísimo en la dimensión psicológica o emocional. La presión a la que se someten los jóvenes al abandonar su familia y sus lugares de origen, para llegar a un lugar que imaginan será mejor para ellos, es tan fuerte que les genera desequilibrios emocionales que pueden llegar a la esquizofrenia. Juan Carlos Burrola, médico psiquiatra encargado del área de hospitalización del Instituto de Psiquiatría de Baja California (IPBC), asegura que muchos de los casos que atienden de esquizofrenia son en personas que intentaban cruzar a Estados Unidos o que fueron deportados: “uno de los principales motivos para desarrollar la esquizofrenia es la migración…ya que se les detona a aquellos que tenían el antecedente genético” (De Leon, 2019) Más allá de las condiciones genéticas que se activan ante ciertos contextos, existen estudios de la psiquiatría transcultural que muestran que las condiciones de alto estrés, como el desplazamiento forzoso o la situación de encierro en centros de detención migratoria, que generan ansiedad e incertidumbre, pueden ser causas de la esquizofrenia.
Alfredo Martínez señala que:
la inmigración acarrea una serie de dificultades que suponen un factor de riesgo adicional para el desarrollo de las enfermedades mentales pues supone un fenómeno generador de estrés cuya intensidad y repercusión depende, en gran medida, de cómo se sitúe el inmigrante frente a su grupo de acogida y de cómo este grupo de acogida reaccione ante el inmigrante (Martínez y Martínez, 2006:65)
por lo que el impacto que generan las diferencias sociales y culturales en los grupos inmigrantes está siendo ya estudiado por la psiquiatría transcultural. A estas razones deberíamos sumar el estrés que generan en los migrantes los procesos jurídicos y migratorios. En este sentido, la discriminación y xenofobia hacia los migrantes centroamericanos, y particularmente hacia los jóvenes, a quienes se les señala como peligrosos sólo por ser centroamericanos, aumenta las posibilidades de depresión y estrés.
Los discursos xenófobos han aumentado de 2018 a la fecha en ciudades como Tijuana (Diario El País, 2018; Butrón, 2019), cuyo crecimiento demográfico se debe a la migración nacional y extranjera. Ante estos discursos que difunden una supuesta “invasión” de extranjeros de naturaleza criminal, se rompe la solidaridad y aumentan los actos violentos contra los migrantes en tránsito.
Migrar es estresante, implica una doble amenaza de muerte, porque los jóvenes se alejan de su familia como primer duelo, sabiendo que es altamente probable que su familia sufra la represalia de los grupos criminales por “escaparse” del país, de la extorsión a cambio de seguridad. Ese duelo y miedo a la represalia de las maras lleva a los jóvenes a migrar en un estado emocional límite, pues están con una sobredosis de incertidumbre, no saben si lograrán llegar a la frontera con Estados Unidos o si los agentes migratorios mexicanos o los miembros de la Guardia Nacional lo impedirán.
La posibilidad de la deportación es la angustia por la muerte anunciada. La deportación regresa al migrante a un lugar violento del que se escapó, en donde ya no tiene un lugar de llegada, sólo deudas económicas, sólo miedo a ser castigado, extorsionado o asesinado por los grupos criminales de quienes escapa. La deportación aumenta las posibilidades de que el migrante sea asesinado, pues al llegar nuevamente a su país de origen las maras serán avisadas; de hecho, miembros de estos grupos están pendientes de manera permanente en las oficinas migratorias observando quién regresa deportado. Escapar de las extorsiones de la mara es peligroso, pero escaparse de las filas de la mara es un decreto de muerte. Así nos lo han señalado los jóvenes que durante estos meses hemos acompañado en su proceso de asilo humanitario.
Juan, de 17 años, oriundo de San Pedro Sula, salió en la primera de las caravanas de octubre de 2018 porque no quería cumplir las órdenes de los mareros de su barrio. Su padre fue asesinado por el mismo grupo cuando él era muy pequeño, y fue su abuelo materno quien lo cuidó hasta donde le fue posible junto a su madre y hermanos. Le heredó el oficio de la carpintería y cuando Juan decidió escaparse tenía la esperanza de trabajar de carpintero en la Ciudad de México. Lo conocimos en un albergue donde se encontraba estudiando la secundaria en el sistema abierto, pues le habían ofrecido ingresar a un programa de formación en el sector turístico y requería algunos documentos básicos, como son la secundaria acreditada y el asilo humanitario. Juan acabó la primaria en el INEA y adquirió el asilo humanitario, pero a los pocos meses de su estancia en la ciudad de México comenzó a recibir mensajes intimidatorios a través de su celular. No supo cómo lo localizaron y averiguaron su número telefónico en México. Al principio quiso ignorar las amenazas, pero a los pocos días recibió una llamada de su familia en Honduras avisándole que su abuelo había sido asesinado. El dolor de Juan ha sido tan grande que regresó a San Pedro Sula para presentarse ante los asesinos, de otro modo, matarían ahora a su madre. Su objetivo al regresar a Honduras fue enfrentar “el castigo” acostumbrado en estos casos: tolerar 13 minutos de patadas y golpes, y si sobrevivía, buscar la manera de sacar a los miembros de su familia de su barrio sin ser descubierto. Días después de que Juan recibió “el castigo” desapareció, no hemos vuelto a saber de él (Entrevista de relato de vida con Juan, Ciudad de México, junio de 2019).
Como Orlando y Juan, muchos hombres y mujeres jóvenes que venían en las caravanas o que se sumaron a esta en algún punto del camino, están huyendo de la violencia generada en sus países por el crimen organizado y/o por los gobiernos autoritarios que atentan contra los derechos humanos, que desciudadanizan a quienes requerirían la protección del Estado.
Como ejemplo de desciudadanización tenemos el caso de Norma, quien tiene 16 años cumplidos, y llegó a territorio mexicano caminando sola hace 5 años. Fue abandonada por sus padres en las calles de Honduras a los 7 años, y desde entonces trabajo y vivió en la calle para sobrevivir. El acoso de los hombres y las amenazas de violación la hicieron querer escapar de su país, en el que no encontró ayuda de ninguna institución, en el que no valía nada. Así, siguió el camino de muchos migrantes y, al llegar a Oaxaca, recibió ayuda del albergue Hermanos en el Camino e ingresó a un espacio para adolescentes que fue cerrado al poco tiempo, por lo que fue enviada a un albergue de la Ciudad de México a cargo de religiosas.
Norma deseaba continuar los estudios de secundaria que inició en Oaxaca, pero al ser menor de edad se le impidió salir a escuelas públicas. Estuvo casi cinco años en el albergue haciendo diferentes trabajos ahí, y en 2018, con la llegada de los primeros caravaneros, Norma decidió escapar del albergue con un joven que prometía llevarla a Estados Unidos. Se embarazó inmediatamente. Al nacer su hijo comenzó a recibir maltrato por la pareja, quien amenazaba con llevarse sólo a su hijo a Estados Unidos.
Meses más tarde, comenzó a recibir ayuda de otros jóvenes caravaneros atrapados en la transitoriedad permanente, amigos del varón que la agredía, y fue a través de ellos que nosotras la conocimos y la canalizamos a un albergue para mujeres víctimas de violencia intrafamiliar. La red de solidaridad que han construido los jóvenes migrantes a través de la caravana o en su paso por los albergues, resulta indispensable para la contención emocional en escenarios de alta vulnerabilidad y para enfrentar situaciones límite como es la violencia intrafamiliar. Gracias a la red de solidaridad tuvo un lugar donde dormir y comer con su hijo, antes de que la conociéramos y contara con atención de una institución especializada.
Norma nos comenta que en Honduras es común que las mujeres busquen escapar de la violencia intrafamiliar, ya que no existen instituciones federales que atiendan oportuna y adecuadamente la violencia hacia este sector de la población. Cuando las mujeres migrantes llegan a México y enfrentan eventos de violencia es difícil que se acerquen a las autoridades a denunciarlo, ya que temen ser detenidas y deportadas. Y en ese contexto de transitoriedad, la solidaridad de la red migratoria resulta indispensable para la sobrevivencia (Entrevista de relato de vida con Norma, julio de 2019, Ciudad de México).
Como vemos hasta ahora, el exilio autoimpuesto por las mujeres y hombres adolescentes es doblemente peligroso. Las mujeres porque sufren diversos tipos de vejación en el tránsito hacia Estados Unidos: son violadas, secuestradas o aniquiladas, sin que quede registro alguno, o en algunos casos, sumándose a los pocos registros en carpetas judiciales que se amontonan con otras miles de investigaciones sobre crímenes misóginos en la región. Esta realidad es tan dura como aquella de la que están huyendo, y por eso no las amedrenta, sólo las hace buscar estrategias de sobrevivencia.
El nuevo escenario migratorio al que se enfrentan los jóvenes
La mayoría de los migrantes buscan sólo cruzar el territorio mexicano, no quedarse en este país. Las duras condiciones económicas y de precariedad laboral los empujan a llegar a Estados Unidos donde su esfuerzo les permitirá enviar remesas a su país. Otro factor que los empuja a llegar a ese país es la red familiar que muchas veces ya tienen ahí, pero el primer factor determina sin duda la intención de cruzar más de 30 mil kilómetros para llegar a la frontera de Estados Unidos donde desean entregarse a las autoridades migratorias cada vez más agresivas.
Actualmente, para solicitar asilo en aquel país deben registrarse en listas de espera que implican pasar meses a la intemperie cerca de los puestos fronterizos debido al endurecimiento de la aplicación de las leyes migratorias en EU, y a un cúmulo de dispositivos legales que desde los años noventa buscan regular la disponibilidad de los migrantes para la sobreexplotación a través de medidas antinmigrantes (Massey et al., 2009).
Los jóvenes, más que las madres y padres de familia, han considerado la posibilidad de quedarse en México y regularizar su condición migratoria, pero entonces se encuentran con diferentes tipos de obstáculos y violencias, que van desde la negación de trámites en el Instituto Nacional de Migración (INM), hasta la discriminación social y el trato indigno e ineficaz al solicitar información a instituciones como la Comisión Mexicana de Ayuda a Refugiados (COMAR).
Daniel, de 19 años, recibió su credencial de asilo humanitario pero debe presentarse cada martes en COMAR durante un año, o hasta que se le conceda la residencia permanente. Una abogada voluntaria le ayudó con ese trámite y nosotras le conseguimos un lugar donde trabajar en el área de mantenimiento de edificios. Como su salario es mínimo, Daniel renta una habitación junto con tres chicos hondureños más en la colonia Observatorio. Esta zona de la ciudad es habitada por población trabajadora de bajos ingresos, también por pandillas y vendedores de drogas. Daniel y sus compañeros han sido asaltados ya tres veces en diferentes puntos del poniente de la ciudad, y en uno de los robos lo dejaron sin su documento migratorio. Volver a tramitarlo en COMAR ha sido una carrera de resistencia, pues no le dan opciones a corto plazo. Mientras tanto, sin credencial de asilo, sin CURP y sin seguro social, accede a precarios trabajos informales para poder subsistir. Ni COMAR, ni otras instancias le proporcionan información precisa sobre cómo adquirir la CURP y el documento del seguro social que le exigen en casi todos los lugares donde solicita trabajo. Y a pesar de este entorno desventajoso, Daniel asegura vivir más tranquilo que en Honduras, pues prefiere que lo asalten, pero no que lo obliguen a integrarse a la Mara.
Las y los jóvenes que han logrado llegar a la Ciudad de México y deciden no cruzar a Estados Unidos y regularizar su situación migratoria, se enfrentan con el maltrato directo o por omisión, de las instituciones migratorias, de salud y hasta de organismos estatales encargados de velar por la defensa de los derechos humanos. Las instituciones con las que estos jóvenes interactúan carecen o impiden la transversalización del enfoque de género, mucho menos una perspectiva abiertamente feminista que busque atender las exclusiones que se interseccionan en la vida de estos jóvenes.
Los jóvenes centroamericanos que deciden quedarse frecuentemente llegan a albergues en los que su integridad moral y física corre riesgo. A los jóvenes, en particular los hombres, les cuesta trabajo encontrar un lugar temporal de llegada en albergues familiares, y corren muchos riesgos en los albergues para adultos, donde incluso pueden ser intimidados por criminales o mareros en tránsito hacia Estados Unidos.
La mayoría de los albergues en México forman parte de órdenes religiosas, y si bien desarrollan un trabajo fundamental, su capacidad está totalmente desbordada. Al respecto vale la pena preguntarse qué busca generar el Estado Mexicano cuando disminuye los recursos para atender la migración, o cuando se niega a diseñar estrategias de asentamiento a largo plazo para quienes deciden solicitar asilo.
El Estado, por su parte, desarrolla una estrategia mediática e intergubernamental, en la que contradice con diversas prácticas institucionales concretas, el respeto a los derechos humanos de quienes están en tránsito y que anuncia en los medios cada vez que es interpelado en la materia. Diferentes organizaciones de derechos humanos han denunciado lo anterior, por ejemplo, Pueblos Sin Fronteras ha informado cómo los migrantes, incluso aquellos que ya han iniciado su proceso de asilo y cuentan con documentación, son capturados por agentes de la Marina Nacional con insignias de la Guardia Nacional, acompañados por agentes del Instituto Nacional de Migración y la policía de tránsito, en una especie de “caza” de migrantes por la ciudad de Tapachula (Manrique, 2019).
Ante el desafío de asumirnos como un país de instalación, por haber aceptado convertirnos de frontera vertical a “país tapón”, funcionarios de todos los niveles se deslindan de reconocer, diagnosticar, planear, ejecutar y coordinar esfuerzos interinstitucionalmente para la atención de los migrantes, que de ser transmigrantes se han consolidado como solicitantes de refugio.
En 2018, reseñó Manuel Ureste en Animal Político, “hubo 26 mil 566 peticiones de personas extranjeras que pidieron la protección internacional del Estado mexicano; un 82% más en comparación con 2017, que ostentaba hasta ahora el récord, y hasta 202% más que en 2016” (Ureste, 2018).
Incluso existen programas gubernamentales que en la práctica han sido en la práctica “terciarizados” por las instituciones que ensayan una gobernanza global de las migraciones. Apenas como ejemplo, el programa del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados (ACNUR) en México que a la letra asegura: “El ACNUR apoya los esfuerzos del Gobierno de México de identificar a las personas que necesitan protección como refugiadas que viajan dentro de la migración que atraviesa el país, y brinda asistencia temporal para su integración en el país a través de organismos de la sociedad civil” (Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados, 2019).
Paralelamente a esta terciarización de las responsabilidades en materia de asilo a las que el gobierno mexicano está obligado (por tener ratificados tratados internacionales en la materia), éste mantiene a menos de 60 agentes de campo en la COMAR, y ha recortado drásticamente el presupuesto de esa institución (Ureste, 2018), al tiempo que despliega hasta 6 mil efectivos de la recién creada Guardia Nacional en las franjas fronterizas del país (Mariscal, 2019). Al respecto, el director de la COMAR, Andrés Ramírez, ha reiterado la complejidad que enfrenta el organismo por las oleadas imprevisibles de solicitantes de refugio, ya que la comisión pasó de recibir 29 mil 623 solicitudes en 2018, a 12 mil en lo que va de 2019 (Martínez, 2019b).
Y es por esta política contradictoria y su doble discurso, por la que tanto la población en tránsito, como aquella solicitante de asilo y refugio, se enfrentan a instituciones que carecen de una óptica intercultural respetuosa de las particularidades culturales y de los derechos humanos. Por lo que en caso de ser reconocido el estatuto de refugiado o concedidas las figuras legales de estancia migratoria para quienes se quedan en este “país tapón”, resulta un reto jurídico acceder y ejercer los derechos fundamentales, o acceder a información básica que permita una rápida integración social y laboral.
Los jóvenes entrevistados y que cuentan ya con asilo humanitario, nos han dicho que jamás se les ha hablado sobre sus derechos como inmigrantes, ni han recibido información sobre los espacios de atención psicológica especializada, que no los revictimice y permita que se incorporen a la sociedad mexicana de manera digna, es decir, sin violencia física y social. Una incorporación que, por otro lado, resulta compleja en un entramado social de crisis diversas, derivadas del empobrecimiento y la violencia neoliberal. Es decir, si analizamos las exclusiones que se interseccionan en las vidas de estos jóvenes, encontramos que se quedaron confinados en una sociedad con instituciones y tramas de violencia muy parecidas a las que suceden en los territorios de dónde venían huyendo.
Mientras en México el panorama se complejiza, la discriminación hacia los migrantes, desplazados y refugiados, particularmente hacia los jóvenes, está en ascenso. Y en parte se debe a la imagen racializada y criminalizante que fomenta la prensa y el discurso oficial. De acuerdo con la Encuesta Nacional sobre Discriminación 2017, actualmente cuatro de cada 10 personas no rentarían un cuarto de su casa a personas extranjeras. Entonces ¿cómo pueden los jóvenes “integrarse” dignamente a este país si todo paso les es obstaculizado por el prejuicio y la discriminación?
Los migrantes “llegan a la ciudad de México y encuentran condiciones muy precarias, poco acceso a los derechos básicos y a un trabajo bien remunerado… A los migrantes se les trata como extraños, como enemigos, como aquellos que amenazan el territorio y frente a los cuales hay que defenderse” (Landázuli, 2012). Si bien, esta autora se refiere a la migración interna de carácter étnico, resulta una descripción muy similar a la realidad que enfrentan los migrantes centroamericanos de la caravana que prueban establecerse temporalmente en México bajo la figura de asilo humanitario, y enfrentan distintas formas de racismo y clasismo como son la discriminación laboral, la falta de respeto, el insulto y la invisibilización.
Al respecto, Orlando y Daniel señalan lo difícil que les resulta llegar a espacios nuevos porque se sienten “mal mirados” cuando les escuchan el acento centroamericano. Daniel se ha negado a acudir a los hospitales públicos porque asegura que dentro de los espacios institucionales es donde le tratan peor, y prefiere llegar a farmacias que ofrecen atención médica gratuita a cambio de la compra de medicamentos, a pesar de que el servicio no es especializado y no siempre resuelve las emergencias de salud.
La discriminación hacia los centroamericanos crece cuando en los medios de comunicación, y en los medios oficiales no se habla del escenario político y social de los países de origen, ni de las razones estructurales por las que buscan refugio las y los jóvenes centroamericanos. En cambio, la radio y televisión mexicana tiende a silenciar los contextos que expulsan a tal cantidad de migrantes, informando sobre ellos sólo cuando surge una nueva caravana, y señalando el peligro que genera “la invasión al territorio, a la soberanía y la violación a las leyes mexicanas”.
A pesar de ello, o a contracorriente, estos jóvenes evidencian que con la fuga están construyendo otro relato de sí mismos, a pesar de la fragilidad que provoca vivir a la intemperie institucional, en un estado de transitoriedad impuesto y no decidido.
Para el momento en que entregamos este manuscrito, Norma ha concluido su estancia en el albergue de mujeres violentadas en el que insistimos que se le recibiera. Ha recibido terapia a la par de talleres donde se les forma en diferentes oficios. Norma quiere ser estilista, pero como prioridad quiere hacer su secundaria abierta; desea que su hijo de un año de edad acceda a una guardería mientras ella trabaja, que tenga una vida digna y un espacio amoroso, libre de violencia.
Orlando y Daniel recibirán en enero de 2020 su residencia permanente. Reciben en su habitación a otros jóvenes hondureños, que buscan posibilidades laborales fuera de un albergue de tránsito. Bromean diciendo que su casa es la “verdadera embajada hondureña”. Con lo que ganan sólo logran pagar su habitación de forma colectiva y comprar comida al día, pero se encuentran contentos, conociendo a personas ajenas a la red migrante, con otras biografías, que a la vez comienzan a verlos desde lo que son, jóvenes buscando desesperadamente un futuro.
Orlando ha cursado ya la primaria y secundaria en el sistema para adultos INEA, y quiere realizar el bachillerato para después aprender gastronomía. Por primera vez sueña con un futuro.
Cuarta Postal. Tránsito por la zona sin derechos
Los jóvenes que huyen de las amenazas de muerte del crimen organizado en Centroamérica reúnen las condiciones para ser reconocidos en México como refugiados, o como asilados políticos en Estados Unidos. En el apartado anterior hemos hablado ya del doble discurso del gobierno mexicano que ofrece asilo pero que se resiste a recibir y realizar este proceso a miles de personas.
En el caso norteamericano, el reto principal está en “la creíble”, como los migrantes llaman a la entrevista ante un juez al que deben demostrar con pruebas periciales, su temor fundado de que su vida corre peligro. Pruebas que deben conseguir con ayuda de familiares y amigos, que por otro lado, costean el proceso de petición de asilo que asciende entre 4 y 9 mil dólares, mientras se encuentran encarcelados en las llamadas hieleras del circuito de encarcelamiento masivo de los cuerpos racializados en Estados Unidos. Desde enero de 2019, añaden a su camino tortuoso el regreso al infierno, cuando son “devueltos” a diferentes puntos de la franja fronteriza mexicana para esperar, literalmente a la intemperie, dicha entrevista ante un juez (misma que puede demorar, según las zonas y los procesos entre tres meses y cuatro años).
La deportación masiva que realizan los gobiernos mexicano y estadounidense, como efecto de la criminalización del proceso migratorio, sin ningún proceso jurídico de por medio, incumple los acuerdos internacionales sobre el derecho al asilo pactados en la convención de Ginebra de 1951 que México ha ratificado.
Al seguir las narraciones de nuestros entrevistados vemos que los jóvenes se encuentran con dos tipos de respuestas estandarizadas en México y Estados Unidos: políticas de criminalización sustentadas en la viralización hipermediatizada del estigma, del descrédito de lo juvenil, que se combinan con complejos entramados jurídicos administrativos de producción legal de la ilegalidad (De Génova, 2003).
Sobre el primer aspecto, la política del miedo es la que ha prevalecido. Los métodos son violatorios de los derechos humanos: redadas, golpes, disparos, insultos, detenciones arbitrarias y deportación inmediata a pesar de contar con el proceso de asilo en trámite, por no hablar de procesos de detención sin proceso jurídico. Todo lo anterior ha generado un clima de dispersión de las rutas ya comprendidas (porque las habían estudiado previamente debido a las referencias de sus redes afectivas que les están esperando del otro lado de este “país tapón”), y ha generado también escenarios de familias ahogadas en el río Bravo, postales crudas de la realidad migratoria que empiezan a generalizarse.
Al mismo tiempo, esta criminalización genera virtuales “zonas de no derecho”, es decir zonas de ingobernabilidad en la que el Estado no garantiza la seguridad y los derechos de nadie, sean mexicanos o migrantes extranjeros, como podemos ver en la experiencia narrada por Kevin, hondureño de 20 años, que viajó con la caravana en diciembre de 2018, y nos relata lo que le sucedió cuando se trasladaba de Nayarit hacia Sonora, en uno de los autobuses que el gobierno de Nayarit concedió para que los migrantes no ingresaran a la ciudad y se trasladaran más rápidamente hacia Tijuana:
Cuando llegamos en autobús de Nayarit a Sonora el chofer nos abandonó en una gasolinera fuera de la ciudad, entonces llegó un grupo de 12 o 15 motos. Nosotros nos preocupamos. Estaban unos federales cuidándonos, pero no dijeron nada. Dispararon al llegar y los federales no hacían nada, ni se movieron. Entonces los de la moto nos preguntaron si éramos de la Caravana y dijimos que sí. Y nos dijeron: “Queremos protegerlos porque los otros que vienen atrás quieren cruzarlos para pasar droga con ustedes, así que pónganse chingones, porque nosotros sabemos qué es sufrir y pasar de un país a otro. Nosotros queremos ayudarlos, el otro cartel quiere utilizarlos, de por si los van a matar, tengan cuidado”. Después se fueron. Entonces llegó el otro cartel, haciendo disparos a lo loco a la gasolinera diciendo que nos iban a matar a todos, que no nos querían en el país. Al amanecer llegaron los del primer grupo en motos, y nos trajeron comida, ropa. Nos dijeron que su jefe fue también migrante, que era mexicano. Hasta que nos subimos a otro camión ellos se fueron (Entrevista con Kevin, junio de 2019, Ciudad de México).
La situación vivida por Kevin no es un caso de excepción. Diferentes organizaciones advierten el peligro de los migrantes que atraviesan regiones donde prevalece un clima de total impunidad judicial, un virtual “desamparo” dice Sergio Aguayo (2017), y es en este escenario en el que el gobierno mexicano endurece la política migratoria, generando desesperación en quienes desean llegar a Estados Unidos para solicitar asilo, y deciden trasladarse de manera clandestina. Un proceso que en la literatura sobre migraciones se ha intentado genealogizar estudiando la securitización de las migraciones para referirnos a los dispositivos jurídicos, acompañados de acuerdos comerciales, de “prosperidad” y seguridad pública para la región (Varela, 2017).
Como parte del discurso oficial, Marcelo Ebrard, Secretario de Relaciones Exteriores, ha dicho que la perspectiva mexicana en materia migratoria se basa en valores de la soberanía del Estado, la responsabilidad compartida, la no discriminación y los derechos humanos, de acuerdo al Pacto Mundial para una Migración Segura, Ordenada y Regular, que México y Suiza encabezaron en diciembre de 2018 en Marruecos; pero en nombre de la soberanía se legitima la decisión federal de suspender el procedimiento de regularización migratoria y solicitud de refugio, se detiene el libre tránsito de miles de personas militarizando la zona, creando un escenario alarmante de enfermedad, hambre y discrecionalidad en el otorgamiento de información jurídica y del proceso de regulación migratoria.
La respuesta migratoria actual de México, que responde a la presión del gobierno norteamericano, está generando que miles de personas queden vedados obligadamente en la frontera sur, generando desesperación entre los migrantes, violencia entre éstos, violencia contra los migrantes por parte de los miembros de la Guardia Nacional; es decir, están creando un ambiente violento e institucionalmente adverso, con lo que buscan que los migrantes regresen “voluntariamente” a sus países de origen. Todo esto a pesar de lo establecido en la Ley General de Población, estipulado en el Artículo 13 de la Ley sobre Refugiados, Protección complementaria y Asilo político, que reconoce la categoría de refugiado bajo tres diferentes supuestos; el segundo de éstos indica que
la condición de refugiado se reconocerá a todo extranjero que se encuentre en territorio nacional, que ha huido de su país de origen, porque su vida, seguridad o libertad han sido amenazadas por violencia generalizada, agresión extranjera, conflictos internos, violación masiva de los derechos humanos u otras circunstancias que hayan perturbado gravemente el orden público (Camara de Diputados del H. Congreso de la Unión, 2011).
Quienes acompañamos solidariamente a los migrantes centroamericanos, incluyendo las instituciones federales, sabemos que gran parte de la migración centroamericana cumple con los criterios requeridos para reconocerles como refugiados. Las organizaciones civiles que acompañan a los transmigrantes lo han hecho saber en diferentes documentos9 .
En cambio, el gobierno descalifica a priori para no ceder la posibilidad de asilo o refugio. Y para algunos organismos nacionales e internacionales observadores de los derechos humanos, las condiciones generadas en los centros de detención migratoria, como la de Tapachula10 , son una estrategia del Estado para que aquellos que están huyendo decidan regresar, no cruzar, y optar por la posibilidad de muerte que implica la deportación o el regreso “voluntario”.
Conclusiones
Al no proporcionar más que cifras migratorias sin contexto sociopolítico, tanto la prensa mexicana como los funcionarios federales transmiten únicamente la imagen de peligro y transgresión generando un estigma sobre los migrantes centroamericanos, a quienes de manera generalizada se les considera delincuentes, particularmente a los jóvenes. Defensores de los derechos humanos han advertido los riesgos de equiparar la identidad de los solicitantes de asilo con la de los mismos grupos criminales, o los ejércitos privados indirectos, que provocaron la huida de los desplazados.
Desde nuestra perspectiva, la violencia que enfrentan los migrantes por personal de migración, de la Guardia Nacional, así como de los grupos del crimen organizado, es parte de la discriminación por la que no se considera al migrante titular de derechos, y, por lo tanto, no se busca proporcionarle seguridad. Y estas violencias manifiestas o las que se toleran con impunidad, son responsabilidad del Estado Mexicano.
Además, desde hace por lo menos una década, el gobierno mexicano no reconoce que los trayectos de los refugiados y migrantes en tránsito por México operan bajo el control de un complejo entramado de complicidades entre agentes estatales y del crimen organizado, lo que permite la violencia extrema contra los migrantes (REDODEM, 2018). Por ello sostenemos en este trabajo que el proceder estatal y las respuestas gubernamentales en México, ante la emergencia migratoria y la crisis de refugio actual0, constituyen ejemplos de dispositivos de gubernamentalidad necropolítica de la movilidad humana por parte del Estado mexicano.
Desde la perspectiva jurídica, el hecho de que el gobierno mexicano no proporcione seguridad a los migrantes durante su trayecto es un incumplimiento de los acuerdos internacionales. El Estado tiene una responsabilidad, y puede incurrir en una irresponsabilidad por omisión porque no está garantizando la seguridad de toda persona que esté en este país, independientemente de cuál sea su calidad migratoria. Por lo tanto, cerramos este ejercicio compartiendo la pregunta sobre si la violencia de las fuerzas de seguridad, o la violencia simbólica hacia quienes buscan asilo, o la falta de protección del Estado a los jóvenes migrantes, no es una estrategia más para librarse de la población a la que no consideran sujeto de derecho, siendo esta omisión una política discriminatoria y xenófoba del Estado mexicano.
Cuando los jóvenes centroamericanos parten de su lugar de origen, escapan de realidades de violencia estructural y piensan que al migrar llegarán a lugares donde pueden iniciar un proyecto de vida diferente, en el que no habrá extorsiones y violaciones a los derechos humanos. Lamentablemente en su camino al “norte” cruzan por territorios de ingobernabilidad a manos del crimen organizado, o su tránsito es interrumpido por la nueva Guardia Nacional que replica prácticas de violencia similares a la de los lugares de donde huyen. No son escuchados. Ni COMAR, ni el Instituto Nacional de Migración (INM) tienen como mandato atender la crisis humanitaria que llega de Centroamérica; buscan detener que lleguen a Estados Unidos y que no se establezcan en México. No hay personal suficiente para dar atención a la población que busca desesperadamente asilo o sólo transitar a Estados Unidos, donde frecuentemente tienen una red familiar que los recibe.
Ante este escenario, muchos jóvenes, como aquellos que entrevistamos para este trabajo, se plantean solicitar el asilo humanitario en México y no Estados Unidos, intentando sobrevivir a diario en un país de 61 millones de pobres (CONEVAL, 2019). Algunos, como Orlando, Norma y Kevin, conseguirán cambiar su realidad, estudiando y trabajando, creando nuevas redes en el país de llegada; y otros, prolongarán la precariedad con nueva ciudadanía, en nuevos lugares marginados y violentos. En este sentido, sería bueno pensar en la necesidad de investigar y hacer seguimiento de aquellos jóvenes que sí recibieron el asilo humanitario y posteriormente la residencia mexicana; y analizar bajo indicadores precisos la integración al país en aspectos socioeconómicos, para calcular entre otras cosas, el costo humano que implica escapar de la violencia.
Bibliografía
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Notas
* Antropóloga Social e Investigadora de la Dirección de Etnología y Antropología Social del INAH. Correo electrónico: veronicalagier@gmail.com.
** Socióloga e Investigadora de la Universidad Autónoma de la Ciudad de México. Líneas de investigación: Derechos humanos, violencia y ciudadanía; Migración y movimientos sociales; Mujeres migrantes / feminización de las migraciones. Correo electrónico: amarela.varela@uacm.edu.mx. ORCID: https://orcid.org/0000-0001-8833-1143.
1 Por “derecho a permanecer” nos referimos a la suma de acciones concretas con las que los migrantes y los refugiados van configurando modos de hacer y de ser, que afianzan las decisiones de quedarse y residir en un país donde no se les ha concedido el refugio, el asilo o la residencia legal como migrantes, o por lo contrario, optan por la auto deportación. Así pues, por “derecho a permanecer” nos referimos a esa categoría, no atrapada aún en lo legal, que los migrantes y refugiados llenan de sentido cuando desafían las formas de acceso legal a un país y se instalan en él para convertirse en parte de la comunidad política y social que eligieron, o donde tuvieron que detener su éxodo.
2 La saga de Caravanas fue documentada de forma aislada por organizaciones civiles, reporteros de medios informativos y organismos de gestión humanitaria. Consideramos que unas de las coberturas más rigurosas de ellas las hicieron medios como Animal Político o la sección del diario mexicano La Jornada, en su portal “La Jornada sin fronteras”; otro equipo de comunicadores que siguió el devenir de las múltiples caravanas fue el equipo de “Periodistas de A Pie” (todas en línea).
3 Véase Martínez (2019a).
4 Por confín migratorio los criminólogos críticos se refieren a prácticas legales y policiales que confinan a migrantes y refugiados en zonas donde se suspende el estado de derecho. Los confines migratorios son otra forma de gobernar las migraciones en el mundo (Campesi, 2012).
5 Véase la cobertura especial del equipo de Periodistas de A Pie que, en su sección temática “En el camino” y a través de una alianza de medios, sostienen la interesante cobertura multisituada en las franjas fronterizas sur y norte de México con el nombre de “El Gueto Mexicano”. (Pie de Página, 2020)
6 Al cierre de este trabajo, según organizaciones civiles, sumaban ya 55 mil personas devueltas por las autoridades estadounidenses para “esperar” en las franjas fronterizas mexicanas el proceso de juicio de asilo y refugio que comenzaron al cruzar la frontera.
7 Por devenir caravanero nos referimos al esfuerzo de los migrantes por agruparse en nodos de familias o migrantes, que se consolidó en el imaginario colectivo de las comunidades migrantes como una novedosa forma de transmigración, y como alternativa a la forma en que caminan con “coyotes” o “polleros”, o arriba de los trenes de ferrovías conocido como “la bestia”.
8 Abordaje del fenómeno migratorio, en clave policíaco militar, de un fenómeno constitutivo de la humanidad, que actualmente los gobiernos reconocen como un “problema” de seguridad nacional (Varela, 2015).
9 Se puede ver la petición de organizaciones y académicos internacionales al gobierno mexicano referente a la necesidad de reconocer a la caravana migrante como un éxodo forzado y en ese sentido, a sus miembros como refugiados y asilados. Ver boletín de prensa de Colectivo Migraciones para las Américas (COMPA, 2018). También vale la pena leer el Boletín Informativo Transfronterizo de agosto de 2019 (Voces Mesoamericanas, 2019)
10 Para el Colectivo de Observación y Monitoreo de Derechos Humanos en el Sureste Mexicano (2019a), las condiciones que se viven en este momento en el centro migratorio de Tapachula representan un grave riesgo de salud y de vida a la población aún más vulnerable: niñas, niños y adolescentes dentro de ellos los menores de 5 años, mujeres embarazadas, personas de la tercera edad y/o con discapacidad quienes frente a las altas temperaturas, descanso a la intemperie, sin buena alimentación ni acceso a cuidados de higiene personal, cientos de personas que ya muestran signos de agotamiento y presencia de enfermedades dérmicas y respiratorias.