La racionalidad económica y el altruismo dirigido del crimen organizado en la era del Covid–19

The Economic Rationality and Addressed Altruism of Organized Crime in the Age of Covid-19

Jesús Alberto López González*
Mauricio Lascurain Fernández**
DOI: https://doi.org/10.31644/ED.V8.N1.2021.A10

Resumen: La pandemia provocada por el SARS–CoV–2, causante de la enfermedad por coronavirus de 2019 (Covid–19), es quizás el evento más disruptivo que ha enfrentado el orden mundial en la historia reciente de la humanidad. La pandemia ha resultado un espacio propicio para que diversos actores, como el crimen organizado, participen activamente en el escenario nacional. El objetivo de este ensayo es analizar cómo las organizaciones criminales están reaccionando ante la pandemia, en especial, en los despliegues visibles que realizan en apoyo a la población civil por medio de la entrega de despensas, provisión de servicios de salud, préstamos, etc., ya sea en los territorios donde operan o en los que desean fortalecer su influencia. En particular, nos centraremos en explicar la lógica que tienen estas acciones y sus consecuencias para el fortalecimiento del capital criminal y la gobernanza que organizaciones delincuenciales despliegan en determinados territorios y cuyas acciones representan una seria amenaza a la capacidad de las instituciones públicas para garantizar la paz e imponer el Estado de Derecho.

Palabras clave: capital criminal, altruismo, crimen organizado, Covid–19, México, gobernanza.

Abstract: The SARS–CoV–2 pandemic causing the 2019 coronavirus disease (Covid–19) is perhaps the most disruptive event that the world order has faced in recent human history. The pandemic has been a favorable space for various actors, such as organized crime, to actively participate on the national scene. The objective of this essay is to analyze the way in which criminal organizations are reacting to the pandemic, especially in the visible deployments they carry out in support of the civilian population through the provision of pantries, health services, loans, either in the territories where they operate or in which they wish to strengthen their influence. In particular, we will focus on explaining the logic these actions have and their consequences for the strengthening of criminal capital and the governance that these organizations deploy in certain territories and whose actions represent a serious threat to the State to guarantee peace and to impose democratic governance and the rule of law.

Keywords: rule of law, altruism, organized crime, Covid–19, Mexico, governance.

Introducción

La pandemia provocada por el SARS–CoV–2, causante de la enfermedad por coronavirus de 2019 (Covid–19), es quizás el evento más disruptivo que ha enfrentado el orden mundial en la historia reciente de la humanidad. En nuestra opinión, la más intensa desde el fin de la Segunda Guerra Mundial. Es probable que el mundo que emerja de esta crisis sanitaria sea muy diferente al que existió hasta diciembre de 20191 .En tanto no se encuentre un fármaco eficiente para combatir al virus o exista una vacuna, los cambios más significativos serán notorios y de manera inmediata en la forma como trabajamos, interactuamos, atendemos nuestras responsabilidades laborales o enfrentamos alguna enfermedad.

La pandemia también ha resultado un espacio propicio para que algunos actores políticos y empresariales desplieguen de manera intensa sus agendas de trabajo. Por ejemplo, al momento de escribir este artículo (mayo de 2020), era muy conocido el enfrentamiento que existe entre el presidente de México, Andrés Manuel López Obrador, y organizaciones que integran el Consejo Coordinador Empresarial, marcadamente la Confederación de Patronal de la República Mexicana, COPARMEX (González, 2020), que agrupa diversas unidades del sector privado del país, respecto a la mejor forma de atenuar los efectos del Covid–19 sobre la economía mexicana y cuyas previsiones más conservadoras anticipan una caída del Producto Interno Bruto (PIB) cercana al 10% y una pérdida superior al millón de empleos formales en 2020 (Esquivel, 2020).

En la escena internacional, es patente la tensión que enfrentan diversos gobiernos en Europa y Estados Unidos para relajar las estrictas medidas de distanciamiento social y avanzar paulatinamente hacia lo que hasta antes de enero de 2020 se consideraba “normalidad”. Es notable que si bien diversos países europeos relajaron las medidas de distanciamiento social durante el verano, cuando en varios países cayeron las tasas de contagio y el número de personas hospitalizadas por Covid–19, la pandemia regresó con fuerza durante la última quincena de octubre y noviembre, lo que obligó a países como el Reino Unido y Francia a retomar medidas extremas de confinamiento (Walawalkar, 2020).

En el terreno de lo político, la evidencia empírica sugiere que la pandemia del nuevo coronavirus también ha causado impactos positivos y negativos en la popularidad de los gobernantes. Durante el mes de septiembre de 2020, los índices de aceptación del Presidente de Brasil, Jair Bolsonaro, acusaron una recuperación importante, más de 20 puntos, después de varias semanas registrando descensos. Los estudios de opinión pública apuntan que su respuesta para apoyar económicamente a unidades del comercio informal, desempleados y familias vulnerables para enfrentar la crisis económica generada por el Covid–19 son factores que ayudan a explicar ese repunte (EFE/Reuters, 2020).

La respuesta populista y paternalista de los gobernantes en América Latina suele generar esa percepción positiva de la población sobre el trabajo o la respuesta de los gobernantes ante una crisis, aunque en el largo plazo, esas acciones resulten insostenibles (Panizza & Miorelli, 2009). El caso contrario parece aplicar a la derrota reciente del Presidente Donald Trump, ante su rival demócrata, Joe Biden. Una de las lecturas del triunfo del Partido Demócrata en las elecciones de Estados Unidos celebradas el 3 de noviembre destaca la errática respuesta que la administración republicana instauró para contener la propagación del virus (Khalili–Tari, 2020).

En un nivel de observación diferente, lo que reviste el objetivo de este artículo es analizar la forma en que las organizaciones criminales están reaccionando ante la pandemia, particularmente en los despliegues visibles que realizan en apoyo a la población civil, lo mismo en países desarrollados que en economías emergentes, por medio de la entrega de despensas, provisión de servicios de salud, préstamos, etc., ya sea en los territorios donde operan o en los que desean extenderse y fortalecer su influencia. En particular, nos centraremos en explicar la lógica de estas acciones y sus consecuencias en términos de capital criminal, concepto que explicaremos en detalle más adelante, y para la gobernanza democrática y el Estado de Derecho.

Para dar orden a esta discusión dividiremos el artículo en tres secciones. En la primera parte, abordaremos el enfoque de la elección racional, que resulta útil para ubicar a las organizaciones criminales como actores racionales que analizan constantemente las características del entorno para llevar a cabo sus actividades de la forma más rentable posible. Para este caso en particular, la rentabilidad está en función de tres variables: a) la capacidad de los grupos para comprar protección de la autoridad (redes de corrupción); b) la existencia de unidades económicas formales exitosas de las que el crimen puede extraer rentas; y c) la posibilidad de ejercer una respuesta violenta de tal magnitud que obligue a la población, a las instituciones y a otras organizaciones criminales a reconocer su autoridad en ciertos territorios. En otras palabras, a establecer las reglas y las normas que regulan la producción, el intercambio económico y los derechos de propiedad en un determinado espacio por actores que operan fuera del marco legal establecido, lo que también se conoce como gobernanza criminal (Campana & Varese, 2018).

Es importante apuntar que la elección racional, como cualquier otro enfoque teórico que aspira a explicar y comprender la compleja naturaleza de los fenómenos sociales, las relaciones entre los individuos, las organizaciones y las instituciones, así como el funcionamiento orgánico y sistémico de una sociedad, ha sido sujeta a diversas críticas y señalamientos. Se ha incluso indicado que la elección racional tiene una capacidad limitada para comprender dinámicas sociales donde la conducta humana no responde de manera aparente a preferencias basadas en la captura de rentas, el egoísmo o la maximización de la utilidad (Blau, 1997), al tiempo que deja a un lado consideraciones de orden cultural, religioso o ideológico que, conforme a la elección racional, se reducen a elementos o recursos que utiliza el individuo para manipular las preferencias de otros actores y, con ello, alcanzar sus objetivos (Dunleavy, 1991).

Sin dejar a un lado estos y otros señalamientos que consideramos valiosos al enfoque que hemos decidido utilizar en este artículo, consideramos que los principios de la elección racional son relevantes para explicar la dinámica de las organizaciones criminales, cuya existencia, supervivencia y éxito depende de su capacidad para mantener rentabilidad, expandir su mercado y dominar territorios con base en la violencia, la acumulación de recursos materiales y la penetración/dominación de instituciones y comunidades; todos rasgos claramente identificables en la experiencia mexicana y latinoamericana de este fenómeno (Miraglia, Ochoa & Briscoe, 2012; Adorno & Nunes , 2019).

En la segunda parte, abordaremos el tipo de problemas que enfrentan las organizaciones criminales para mantener la rentabilidad de sus actividades ilícitas en tiempos de crisis económica.

También nos referiremos a las estrategias que estos grupos utilizan para fortalecer su presencia territorial. Es el caso de la provisión de alimentos y servicios públicos a la población civil, actividades que suelen estar más asociadas a la acción tradicional del gobierno. Mostraremos que más allá de desplegar una actitud de altruismo hacia la población, tienen por objetivo mostrar cohesión interna y fortalecer la legitimidad social de estos grupos en los territorios donde operan, de modo que esa aceptación pueda traducirse más adelante en apoyo social a sus actividades. Finalmente, en la última parte y con la idea de comprender con mayor profundidad la lógica que sostiene las acciones altruistas o asistencialistas, como también se les ha denominado (Pérez, 2020), de los grupos delincuenciales, nos referiremos al concepto de Capital Criminal (Loughran et al., 2013), que es una categoría útil para dar consistencia teórica y metodológica a esta discusión.

La elección racional y la lógica del crimen organizado

Los modelos basados en la teoría de la elección racional para explicar la actividad criminal parten de la idea de que los individuos que se dedican a actividades ilícitas, y en general a cualquier actividad, analizan constantemente el panorama general en el que operan y calculan la utilidad esperada que deriva de sus acciones en el contexto institucional establecido, es decir, respecto a las reglas y las normas del juego existentes (North, 1990). Para el caso de los delincuentes, la ganancia esperada se calcula contra el riesgo de ser apresado y la severidad del castigo. Por esa razón, cuando la utilidad excede las posibilidades de ser capturado y/o castigado, la delincuencia florece, ya que el delincuente ve favorables las condiciones para llevar a cabo sus actividades ilícitas (Becker, 1974).

Tengamos en cuenta que cualquier ciudadano que se involucra en actividades vinculadas al crimen organizado pone en juego su libertad y probablemente su vida, ambos recursos de enorme valía desde cualquier óptica que se mire. Es, por tanto, lógico considerar que la utilidad esperada debería estar en línea con la magnitud del riesgo. Existe también una construcción social, inspirada en la cultura popular, que tiende a idealizar la figura del sujeto criminal, al describirlo como una persona exitosa, en algunos casos bondadosa, que tiene recursos en exceso para satisfacer sus necesidades materiales y que incluso sus hazañas o venganzas quedan grabadas en producciones cinematográficas, corridos o series de televisión. Nuestra impresión es que este constructo social del criminal o el narcotraficante es consistente con los principios de la elección racional, en el sentido que moldean las preferencias de individuos al presentar la actividad criminal como una alternativa para ascender en la escala social en un corto período de tiempo.

Las consecuencias de la política pública que este enfoque ha generado en el mundo, típicamente plantean modelos de vigilancia intrusivos y penas altas para los delitos, con la idea de que elevar la posibilidad de castigo genera un efecto de disuasión de la actividad criminal. Otros enfoques asumen que, siguiendo esta misma lógica, la utilidad de la comisión de un delito puede bajar cuando el individuo accede a una ganancia equivalente realizando actividades en el sector legal de la economía. Es previsible que sociedades con un robusto y sostenido desempeño económico o altos niveles de bienestar puedan combatir la inseguridad a través del desarrollo económico sin siquiera proponérselo.

En esa misma línea de ideas, autores como Matsueda, Kreager y Huizinga (2006) afirman que las preferencias de los delincuentes no son estáticas y tampoco lo es la percepción de utilidad que tienen sobre la comisión de un delito, ya que esta varía dependiendo de los flujos de información disponibles. Para efectos prácticos, el riesgo no solo estaría asociado a la capacidad del Estado de actuar contra la delincuencia, sino a la posibilidad que tiene la población de contener o tolerar/proteger actos criminales a través de redes de organización comunitaria (Matsueda, Kreager & Huizinga, 2006).

En general, ejercicios empíricos que se han realizado con base en estos supuestos han encontrado una correlación positiva entre disuasión del delito y vigilancia intensiva por parte de agencias de seguridad (Sampson & Cohen, 1988). No obstante, también se ha demostrado que los delincuentes, como cualquier otro actor racional, pueden adaptar su comportamiento respecto a las políticas o a las medidas que emprenda el Estado para contrarrestarlos. La adaptación al riesgo por parte de los delincuentes suele conducir a una percepción, cierta o falsa, del mismo (Nagin, 1998). Para ponerlo en términos coloquiales, los criminales pueden ‘tomarle la medida’ a los esfuerzos que realiza el Estado para combatir la inseguridad y ajustar sus actividades respecto a esa percepción, es decir, si va a la alza o a la baja. Del mismo modo, se ha demostrado que la cooperación comunitaria resulta un recurso eficiente para disuadir la presencia de delincuentes, o en su caso en una relación invertida, esto es, un recurso que apoya la acción criminal frente a la autoridad.

Los estudios consultados no revelan una correlación fuerte entre incidencia delictiva y severidad de la pena (Kugler, Verdier & Zenou, 2005). De hecho, la evidencia empírica indica que la combinación de penas altas, cuerpos policiacos profesionales y difíciles de corromper y bajos niveles de impunidad puede de manera efectiva disuadir a los individuos a delinquir. Por el contrario, cuando los costos asociados a la corrupción son bajos, se cuenta con policías con escasa preparación y mal pagados, aunado a una baja posibilidad de ser apresado por la comisión de un delito, se traducen en incentivos que permiten florecer a las organizaciones criminales. Es decir, la presencia de estos tres factores, que son propios de los Estados con instituciones débiles, inhibe el riesgo que percibe el criminal respecto a la posibilidad de ser arrestado o castigado.

Para el caso que ocupa este artículo, podemos asumir que la matriz que determina la conducta de un individuo, a tal efecto, un criminal, es la misma que ocupa una organización de esa naturaleza para funcionar. Esta premisa es consistente con la perspectiva individualista de la elección racional, que plantea que la mejor forma para entender el desempeño de una institución o una organización es determinando las preferencias de los individuos que la integran en relación a las normas, formales o informales, que en principio gobiernan sus acciones.

Estudios sobre el funcionamiento intrínseco de las organizaciones criminales sugieren que su operación está gobernada por códigos de honor internos, donde la secrecía y la lealtad a la organización es el valor más importante, y ante la ausencia de un organismo externo que imponga penas o castigos frente a la transgresión de esa regla, el castigo suele implicar la pérdida de la vida (Varese, 2017). Además, las organizaciones criminales operan en condiciones de riesgo, ya sea por la acción de la autoridad constituida (policías o fuerzas federales) o por la de bandas rivales que disputan su territorio o ámbito de acción. En esa medida, es lógico suponer que proteger su mercado y a sus integrantes, fundamentalmente a sus líderes, sea una prioridad.

Garantizar la protección a la actividad criminal suele tener avenidas claramente identificables. Conforme lo anticipa la propuesta teórica de la elección racional, la primera de ellas se presenta en la forma de compra de voluntades en las fuerzas del Estado que, en el papel, tendrían que combatirlas. El camino para lograrlo incluye, frecuentemente, corrupción de mandos policiales locales, extorsión a autoridades municipales o cualquier otra medida que entorpezca la acción de la justicia. La teoría también lo ha reflejado así, de hecho Bowles y Garoupa (1997) desarrollaron un modelo basado en la elección racional que sugiere una relación directa entre altos niveles de corrupción en las fuerzas de seguridad con la capacidad del sistema de seguridad en su conjunto para disuadir la incidencia delictiva.

Diversos estudios han demostrado que en periodos de astringencia económica los servidores públicos son más vulnerables a sucumbir ante la tentación de la corrupción y la correlación, incluso se acentúa cuando se combina con alta incidencia de pobreza (Ivlevs & Hinks, 2015). Otros efectos asociados a la capacidad de las organizaciones criminales para reducir la capacidad del Estado para imponer la ley incluyen: 1) violencia e intimidación a testigos en casos penales que involucren a integrantes de un grupo delictivo; 2) amenazas a jueces y ministerios públicos; 3) uso de bufetes de abogados para pervertir o entorpecer procesos legales; y 4) contribuciones económicas a campañas políticas, en posiciones que suelen tener influencia sobre la impartición de justicia.

Por otro lado, las condiciones económicas precarias y de pobreza generalizada también generan la percepción entre la población marginada de que el sistema político y económico es injusto y que está diseñado para perpetuar la desigualdad entre ricos y pobres. Esa noción contribuye a disminuir la percepción de riesgo, de modo que las personas justifican su modo de vida criminal por considerar que al hacerlo también enfrentan un régimen injusto y opresor. Quizás el dicho de “más vale vivir un minuto de pie que una vida de rodillas” sirve para ilustrar mejor esa percepción.

En ese sentido, es posible sugerir que el crimen organizado encuentra condiciones propicias para operar cuando existen condiciones económicas adversas en la sociedad, además de altos grados de impunidad y corrupción en las fuerzas de seguridad. Casos de esta naturaleza son copiosos en la historia de América Latina y el Caribe, y México no escapa a esta realidad, incluso con tres casos, dos de ellos muy recientes, que llegaron a la punta de la pirámide de poder público. El General Jesús Gutiérrez Rebollo, durante la administración del Presidente Ernesto Zedillo (1994–2000), quien estaba a cargo del Instituto Nacional para el Combate a las Drogas (INCD), la agencia de seguridad federal encargada del combate al narcotráfico, terminó apresado en una cárcel militar señalado de asistir a un jefe del hampa en Ciudad Juárez (López, 2012). Otro, más reciente y muy publicitado, corresponde a Genaro García Luna, ex secretario de Seguridad Pública durante el sexenio de Felipe Calderón (2006–2012), quien, al momento de escribir este artículo, se encuentra preso en una cárcel del estado de Nueva York, en Estados Unidos, señalado de haber protegido e incluso favorecido al Cartel de Sinaloa. También destaca la reciente captura en un aeropuerto de los Estados Unidos, a petición de la Administración para el Control del Drogas, DEA por sus siglas en inglés, del General en retiro Salvador Cienfuegos Zepeda, quien fue Secretario de la Defensa Nacional durante la Administración del Presidente Enrique Peña Nieto (2012–2018) y que es señalado por el Gobierno de los Estados Unidos de aceptar sobornos para apoyar las operaciones de un grupo delincuencial en Nayarit (Ahmed, 2020).

Más allá de los casos descritos en México, el reclutamiento por parte de organizaciones criminales de jefes nacionales de la policía es una noticia relativamente común en América Latina. Destaca el caso de Juan Carlos Bonilla Valladares “El Tigre”, quien fungió como Director de la Policía de Honduras en 2012, y que hoy enfrenta diversos cargos en Estados Unidos por “violar la ley y desempeñar un papel clave en una violenta conspiración de narcotráfico internacional” (Torrens, Sherman y Gonzalez, 2020). Asimismo, está el caso de Mauricio López Bonilla, Ministro de Gobernación durante la Administración del Presidente de Guatemala, Otto Pérez Molina (2012–2015), quien también es acusado en las cortes de Estados Unidos por traficar cocaína hacia Estados Unidos entre 2010 y 2015 (InSight Crime, 2017). Esta actitud, cada vez más agresiva, que exhiben las organizaciones criminales para penetrar las instituciones de seguridad, indica que no solo aspiran a dominar los mercados ilegales, sino a gobernar territorios, y la fuerza para lograr ese objetivo deriva no solo de las alianzas que pueden tejer con las agencias de seguridad, sino de la base social, es decir, del apoyo de las comunidades donde operan, y a la que nos referiremos en el siguiente apartado (Tondo, 2020).

Altruismo dirigido y crimen organizado

Mientras la influencia que ejercen las organizaciones criminales sobre las agencias del Estado se encuentra documentada y analizada, particularmente en América Latina (Weyland, 1998; Morris, 2012), la presión que ejercen sobre la base social, es decir, sobre la gente, tiene una lógica distinta y se encuentra considerablemente menos explorada. En ese sentido, resulta cuando menos preocupante la forma en que los cárteles de la droga en México han fortalecido, o bien, han hecho más visible una serie de acciones de apoyo a la población ante los efectos de la pandemia generada por el Covid–19. La producción, casi profesional, de videos publicitando una suerte de altruismo dirigido revela el interés de estos grupos por visibilizar la protección brindada, con la idea de proyectar una imagen cercana a la población que les otorgue respaldo social e incluso legitimidad. Es necesario puntualizar que usar los términos altruismo, filantropía o filantropía criminal (Álvarez, 2020) para describir las acciones que despliegan, principalmente los cárteles de la droga, como apoyar con alimentos o dinero a las comunidades asentadas en los territorios donde operan en México y otros países, puede resultar controversial.

Filantropía, altruismo o caridad son conceptos con un sentido normativo, asociado a la idea de dar o ayudar sin esperar algo a cambio, cuando no es el caso de las acciones que realiza el crimen organizado. Por ese motivo proponemos el término de “altruismo dirigido” para diferenciarlo de la “caridad” o el asistencialismo que suele estar vinculado a acciones del gobierno, subrayando la complicidad que los grupos criminales aspiran conseguir a cambio del apoyo brindado a las comunidades donde operan.

En realidad, el concepto y las acciones a las que nos referimos no representan una novedad o una actividad de reciente creación, y mucho menos algo a lo que los mexicanos sean ajenos. El principio del altruismo dirigido es el recurso que utilizan partidos políticos, gobiernos y otros actores sociales para enmascarar sus objetivos de corto plazo bajo el manto de la caridad. La idea de aliviar con dádivas (i.e., despensas, cobijas o enseres domésticos) provoca los efectos más demoledores de la pobreza —como recurso para ganar aprobación social/popular— sin intentar atender las causas estructurales que la generan en primer lugar.

Altruismo dirigido y Covid–19 en México

El 1º de mayo de 2020, el portal InSight Crime realizó un recuento de acciones de apoyo a la población civil que diversos cárteles de la droga han realizado con motivo de la crisis sanitaria (Dittmar, 2020). El reportaje da cuenta de la forma en que organizaciones criminales como el Cartel de Jalisco Nueva Generación (CJNG) repartió cajas de despensas en diversas localidades del estado de San Luis Potosí con el letrero: “De parte de sus amigos CJNG, apoyo contingencia Covid–19”. En una búsqueda posterior en medios y redes sociales locales de San Luis Potosí se encontró que las cajas con alimentos fueron repartidas en rancherías de Salinas de Hidalgo, Villa de Arriaga, Villa de Reyes, Santa María del Río, Tierra Nueva, Río Verde, Villa de Zaragoza y Soledad de Graciano Sánchez (El Universal, 2020).

Grupos vinculados a Los Zetas realizaron acciones similares en Coatzacoalcos, municipio del estado de Veracruz. Las notas periodísticas indican que integrantes del grupo delictivo repartieron alimentos en colonias vulnerables de Coatzacoalcos para apoyar a las familias afectadas por el Covid–19. De acuerdo a las crónicas, los beneficiados agradecieron el gesto y “aseguraron que es el primer apoyo que reciben durante la emergencia sanitaria acusando que el gobierno no se ha hecho presente en sus comunidades” (La Hoguera, 2020). El método para identificar a los beneficiarios se realizó a través de las plataformas digitales de WhatsApp y Facebook, lo que resulta muy revelador, ya que los grupos tienen información personal de los beneficiarios.

En el otro costado del país, en Guadalajara, capital del estado de Jalisco, la hija mayor de Joaquín Guzmán, mejor conocido como el Chapo Guzmán, entregó víveres a adultos mayores afectados por la pandemia, en cajas que tenían la imagen y el nombre de su padre (Yañez, 2020). La difusión de la entrega de despensas ocurrió en una página de Facebook que está atribuida al Chapo. La Nueva Familia Michoacana también repartió despensas en los estados de México y

Guerrero. Los reportes periodísticos destacan que los líderes del grupo delictivo, Jhony “El Mojarro” y José “La Fresa” Hurtado Olascoaga, realizaron actividades similares a las de otros cárteles del país y “repartieron despensas a personas de bajos recursos en la región de Tierra Caliente de Guerrero y el sur del Estado de México en el contexto de la pandemia del coronavirus” (Proceso, 2020).

La banda conocida como Los Viagras publicó en varios sitios de Internet videos de sus integrantes entregando alimentos en los estados de Michoacán y Guerrero, en la región de Tierra Caliente. En un video, revelado por el sitio Breitbart News, se muestra cómo hombres armados reparten despensas desde la batea de una camioneta pick up. “La grabación registra alrededor de 300 pobladores de la región recibir los insumos por parte de ‘El Señor de la Virgen’. ‘De la mera gente de la Virgen les vienen a regalar una despensa a cada uno. Son los que mandan aquí’, dice uno de los sujetos” (Infobae, 2020). Hacia el norte del país, el grupo criminal conocido como Cartel del Golfo realizó acciones similares en Tamaulipas, que de hecho motivaron una investigación muy completa sobre el modo en el que ocurrió por parte del Colegio de la Frontera Norte (Pérez, 2020).

Estas prácticas, que distan mucho de ser nuevas, se reproducen con mayor visibilidad cuando se presentan crisis como la que hoy vivimos o desastres naturales, lo mismo en México que en otras partes del mundo. Por ejemplo, en la ciudad de Palermo, Italia, el hermano de un conocido jefe de la mafia local repartió paquetes con alimentos a quien los solicitara durante la última semana de abril de 2020. El líder mafioso incluso se tomó un momento para criticar a un reportero que publicó una nota describiendo el evento (La Repubblica, 2020).

Registros menos recientes nos llevan irremediablemente a los años de la Gran Depresión en Estados Unidos, cuando el famoso delincuente Lucky Luciano ordenó a su banda detener el cobro de piso en diversos comercios de Nueva York como una forma de garantizar su supervivencia durante la crisis financiera. Existen también informes donde se asegura que el famoso jefe de la mafia italiana, Al Capone, abrió un comedor comunitario en la ciudad de Chicago, en el que en tan solo seis semanas sirvió 120 mil comidas gratuitas al público que las solicitara (Klein, 2019). En la misma línea de ideas, la vida del conocido narcotraficante colombiano, Pablo Escobar, ha sido retratada, incluso por series exitosas de televisión, por los apoyos sociales que dio a escuelas y hospitales en la ciudad de Medellín durante las décadas de los ochenta y noventa (Bagley, 2011).

En las narrativas presentadas al público, ya sea como retratos fílmicos de un personaje, corridos o en investigaciones académicas, los cabecillas criminales son frecuentemente vistos por la población como héroes sociales (Arias, 2006). Se trata de personajes cuyas proezas y triunfos persiguen la fama y la gloria que se asocia a una celebridad en el mundo del espectáculo y no necesariamente a un peligroso delincuente.

No resulta descabellado argumentar que las organizaciones criminales, narcotraficantes en particular, sientan simpatía por las personas que residen en las regiones que dominan, sobre todo cuando sus actividades criminales no afectan de manera directa a la población civil. Sin embargo, sería ingenuo argumentar que el motor de esas acciones es el bienestar de la población. No es lógico esperar que las familias favorecidas con el altruismo dirigido pongan después trabas cuando sus benefactores pidan favores, especialmente cuando pequeñas donaciones representan alivios extraordinarios a situaciones de emergencia (como la generada por el Covid–19).

Al mismo tiempo, si una parte de las ganancias generadas por el crimen se dirigen a aliviar la condición de pobreza que exhiben muchas de las comunidades donde operan, ante los ojos de esa comunidad la actividad criminal atenúa su sentido nocivo y aporta legitimidad en la medida en que puede proveer servicios y funciones asociadas tradicionalmente al Estado (Standing, 2003).

La inversión que hacen en actividades de altruismo dirigido se cobra a la población en formas intangibles, pero constituye una ventaja estratégica relevante para la operación habitual de la organización criminal. Por ejemplo, secrecía de sus actividades y ubicación de casas de seguridad, protección a integrantes de la organización en eventos de persecución o acción policial, venta forzada de drogas en determinadas viviendas, tolerancia al establecimiento de giros negros, así como redes de prostitución y trata de personas, por citar solo algunos. A los recursos que tiene el crimen organizado para influir en una comunidad se les conoce como “capital criminal”, categoría que abordaremos con más detalle en el apartado siguiente.

Capital criminal

La capacidad del crimen de influir en el nivel de las redes comunitarias en pueblos o ciudades es lo que podemos definir como capital criminal. Nos referimos a los flujos de información, fortalecimiento de capacidades técnicas y redes de apoyo social que facilitan el desarrollo de actividades ilícitas. Evidentemente, un capital criminal alto es sintomático de una enfermedad social más grave, como es la escasa capacidad del Estado para vigilar y, en su caso, castigar la comisión de un delito, lo que deriva en una percepción baja del riesgo existente por parte de los integrantes de una organización delictiva.

De acuerdo a la elección racional, bajo o nulo riesgo de captura y castigo, en otras palabras, impunidad, es el mejor escenario posible para los criminales y el peor para cualquier sociedad que aspire a llevar una vida civilizada. La presencia desatada de cualquier organización delictiva en una comunidad conduce a su degradación y en tanto eso sucede, le sirve como defensa.

Desafortunadamente, para efectos de esta investigación, México y varios países de América Latina dan evidencia de esta situación. Es posible sugerir que el cierre de establecimientos comerciales —restaurantes, bares y discotecas, como de hecho ha ocurrido durante la pandemia— afectó negativamente las oportunidades naturales para la venta de drogas ilegales y otros actos ilícitos relacionados. De hecho, las cifras registradas de delitos contra el patrimonio apoyan esta observación. En enero de 2020 se contabilizaron 61 787 delitos en esa categoría, mientras que en septiembre del mismo año la cifra registrada fue de 50 165, esto es una reducción del 19% (SSPC, 2020). No obstante, no todos los delitos han seguido este patrón de comportamiento, especialmente los homicidios. De hecho, de acuerdo a información del Sistema Nacional de Seguridad Pública, marzo de 2020, en plena pandemia, fue el mes más violento en la historia reciente de México. Se registraron 3 998 homicidios en el país, la cifra más alta en lo que va de la administración del presidente López Obrador. El promedio diario de homicidios durante marzo fue de 129, es decir, un homicidio cada 11 minutos. Representa además un incremento del 7% en relación con marzo de 2019, y del 20% en relación con diciembre de 2018, en el primer mes de la actual administración.

La situación en el mes siguiente, abril, no mejoró de manera importante. Según el reporte oficial, el 19 de abril se registraron 105 muertes intencionales, cantidad que fue superada al día siguiente, lunes 20, que acumuló 114, la más alta desde que se llevan registros (Espino, 2020). La segunda mitad del año tampoco muestra cifras alentadoras. El promedio de homicidios mensuales contabilizados en México entre junio y septiembre se situó en 3 562. De hecho, el número de homicidios contabilizados en agosto de 2020 (3 777) fue superior a los registrados por el Sistema Nacional de Seguridad Pública en enero del mismo año (3 580), justo un mes antes de la declaratoria oficial de la pandemia (SSPC, 2020).

La espiral de violencia arriba descrita, aunada a las actividades de altruismo dirigido por parte del crimen organizado, detonó una respuesta distinguible del Gobierno Federal. La primera y más aparente fue un comentario que realizó el Presidente de México durante una de sus “conferencias mañaneras”. El 20 de abril de 2020, López Obrador criticó a los miembros del crimen organizado por la entrega de despensas y destacó: “Eso no ayuda, ayuda el que dejen sus baladronadas, ayuda el que le tengan amor al prójimo, ayuda el que no le hagan daño a nadie, ayuda que no se sigan enfrentando y sacrificando” (Arista, 2020). Más adelante, 21 días después de estas declaraciones, el 11 de mayo de 2020, la Presidencia de la República emitió un decreto por el cual se dispone que las Fuerzas Armadas deberán participar de manera extraordinaria, regulada, fiscalizada, subordinada y complementaria con la Guardia Nacional en las funciones de seguridad pública hasta el año 2024 (DOF, 2020). Esta facultad deriva de la Reforma Constitucional de 2019, que dio origen a la creación de la Guardia Nacional y que en un artículo transitorio definió esta potestad para el Presidente. La decisión presidencial fue calificada por analistas especializados y organismos defensores de los Derechos Humanos, como el ingreso formal de las Fuerzas Armadas en tareas de seguridad pública (Carrasco y Meza, 2020).

El uso de las palabras es importante en el decreto, porque fiscalización y subordinación transmiten la idea que su trabajo se encontrará supeditado a la autoridad y dirección civil, en este caso al liderazgo de la Guardia Nacional (Cossío, 2020). Sin embargo, la distancia de esa directriz a lo que ocurre en la realidad es abismal. El personal de la Guardia Nacional proviene en un 80% de cesiones de personal que hicieron la Marina y el Ejército, por lo que, para efectos prácticos, siguen siendo militares, ya que es en esas dependencias donde cobran su salario. El reclutamiento del personal adscrito a la Guardia Nacional corre por cuenta del Ejército, lo que para todo fin práctico la convierte en una filial de la institución castrense y no en su superior.

Por otro lado, la Guardia Nacional es dirigida por un general del Ejército en activo, que recibe órdenes directas del Secretario de la Defensa. No es entonces sensato esperar que esa agencia, de reciente creación, carente de buena imagen o desempeño, se sitúe por encima de la cúpula militar del país, lo que sería incluso contrario a la historia y doctrina de las fuerzas armadas mexicanas que, tradicionalmente, han sido reticentes a recibir órdenes o indicaciones de cualquier funcionario distinto al Presidente de la República (López, 2013).

Es posible sugerir que el decreto arriba mencionado es un reconocimiento tácito de que la política aplicada por la actual administración, conocida popularmente como de “abrazos y no balazos” (Forbes, 2020) —o cualquiera que esta haya sido—, no logró los objetivos planteados; no redujo los homicidios ni la violencia asociada a la operación del crimen organizado, sino que, por el contrario, la exacerbó.

En realidad, no hay claridad sobre cuál de estos argumentos, o si acaso alguno de ellos, sirve para explicar la decisión del Presidente de México de militarizar la seguridad pública; lo que sí es posible inferir es que el aumento del capital criminal, particularmente de las organizaciones dedicadas al narcotráfico, es indicativo de la debilidad institucional que enfrentan las agencias encargadas de brindar seguridad y del creciente poder que ganan los grupos criminales en diversas ciudades del país para imponer las reglas de juego.

Es también claro que el fortalecimiento del capital criminal ha permitido a los delincuentes involucrarse en actividades cada vez más complejas (robo de hidrocarburos, asalto a trenes, intervención de barcos en el Golfo de México, entre otras) (Nájar, 2018) o ganar influencia en otros espacios, ya sea a costa de la autoridad formal/legal o en detrimento de otras organizaciones criminales. Esta característica indica que el apoyo por parte de la población a cualquier actividad criminal eventualmente termina depredando a la propia comunidad. La dinámica que imponen estas organizaciones para disminuir el riesgo en sus operaciones, las conduce irremediablemente a buscar, utilizando cualquier medio a su alcance, el control total de los territorios en los que operan.2

Conclusiones

El capital criminal es una categoría que resulta útil para enmarcar las acciones de altruismo dirigido que durante la crisis sanitaria provocada por el Covid–19 ha realizado el crimen organizado en varias regiones y ciudades de México. Dichas acciones no son particularmente diferentes a las que bandas delincuenciales realizan en otras partes del mundo, lo que implica, en última instancia, que la maximización de la utilidad, como unidad de análisis, es una categoríaadecuada para comprender y analizar el desarrollo y desempeño de las organizaciones criminales.

La lógica detrás de estas acciones de apoyo social sugiere la intención de estos grupos por ganar legitimidad, fortalecer sus lazos con la comunidad para comprometer/obligar su cooperación y, con ello, disminuir los umbrales de riesgo que inexorablemente acompañan la realización de actividades ilegales. La conducta observada por estas organizaciones y sus acciones frente a la pandemia para fortalecer su posición de mercado y la presencia en las comunidades es consecuente con una estrategia definida para maximizar sus rentas y disminuir los riesgos.

También, resulta evidente que la apuesta de las organizaciones criminales es que el apoyo social que se deriva de estas expresiones altruistas amalgame una forma de gobernabilidad criminal que le imprima legitimidad social a sus acciones (Loughran, et al., 2013), en el sentido de construir una columna de poder público que, al ser paralelo al Estado, termina por socavar a la autoridad constituida. Esta alianza que se construye entre la comunidad y la organización criminal no solo les brinda seguridad ante los posibles embates de sus competidores y de la autoridad, sino que alimenta una construcción, un retrato social, donde el líder criminal y sus asociados se proyectan como personas exitosas y, en última instancia, benefactores preocupados por el bienestar de las comunidades donde operan.

En ese sentido, las teorías de elección racional son un buen punto de partida para explicar lo que podría considerarse un “poder suave”3 que ejerce el crimen organizado para favorecer o brindar apoyo de emergencia a las personas que residen en las localidades donde operan. Es también un indicador de la debilidad del Estado y de los espacios cada vez más grandes que los delincuentes reclaman bajo su control a costa de las libertades, la democracia y el Estado de Derecho.

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Notas

* Dr. en Gobierno, profesor–investigador del Colegio de Veracruz, Xalapa, Veracruz, México. Correo–e: jalgmex@gmail.com. ORCiD: https://orcid.org/0000–0002–1174–3470

** Dr. en Análisis Económico, Teoría Económica e Historia Económica, investigador del Instituto de Investigaciones Jurídicas, Colegio de Veracruz, Xalapa, Veracruz, México. Correo–e: mlascurain@uv.mx. ORCiD: https://orcid.org/0000–0002–7912–6807

Fecha de recepción: 06/08/2020. Fecha de aceptación: 10/12/2020. Fecha de publicación: 30/01/2021.

1 Al momento de escribir este artículo, la información disponible en medios y revistas especializadas en la materia, como la británica The Lancet, indica que existen varias vacunas que se encuentran en las etapas finales de prueba. No obstante, se desconoce aún la fecha exacta en la que las vacunas podrían estar disponibles.

2 Por ejemplo, es conocido que en varias localidades de Michoacán como la Chinicuila, antes de la creación de las llamadas “autodefensas” en 2013, era el grupo criminal conocido como los “Caballeros Templarios” quienes se encargaban de dirimir conflictos de orden doméstico o “controlar el consumo de metanfetaminas entre los jóvenes” (Álvarez, 2020).

3 El poder suave es un concepto utilizado en el campo de las Relaciones Internacionales y describe la forma en que un actor político, como por ejemplo un Estado, ejerce influencia en las acciones de otros actores, a través de medios culturales e ideológicos, que no incluyan la fuerza o el poder militar. El concepto fue acuñado por Joseph Nye (Nye, 1990).