La utopía humanista de gobierno
en subjetividades indígenas
contrahegemónicas
The Humanist Utopia of Government
in Counterhegemonic
Indigenous Subjectivities
Doctor en ciencia social con especialidad en sociología, está afiliado a la Coordinación de Humanidades, de la Universidad Nacional Autónoma de México, sus líneas de investigación son: utopía, ideología, religiosidades contemporáneas, Estado, democracia, ciudadanía, y derechos humanos. E-mail: guillemcn@gmail.com
Recibido: 08/11/2022 • aceptado: 09/12/2022 • publicado: 02/02/2023.
RESUMEN
Investigo la contienda utópica entre el realismo político y el humanismo de derechos humanos en el marco de la relación asimétrica entre los pueblos originarios y el Estado-Nación latinoamericano, centrándome en el caso mexicano. A nivel teórico, argumento que la utopía se vehicula a través de la subjetividad política reflexiva y que el humanismo contemporáneo de derechos puede rastrearse a Bartolomé de Las Casas. Entrevisto una muestra intencional de líderes indígenas comprometidos con la causa emancipadora para verificar si, y de qué manera, la utopía humanista de gobierno se manifiesta en su discurso. El análisis muestra una clara presencia de esta utopía y, en particular, la emergencia de una nueva concepción del Pacto Social, basado en los valores humanistas de igualdad, diversidad y diálogo entre pueblos.
Palabras clave:
pueblos indígenas, Estado-Nación, subjetividad política, interculturalidad, monoculturalidad, plurinacional, derechos humanos.
ABSTRACT
I research the utopian struggle between political realism and human rights humanism in the framework of the asymmetric relationship between indigenous peoples and the Latin American Nation-State, focusing on the Mexican case. At a theoretical level, I argue that utopia is conveyed through reflexive political subjectivity and that contemporary humanism of rights can be traced back to Bartolomé de Las Casas. I interviewed an intentional sample of indigenous leaders committed to the emancipatory cause to verify if, and in what way, the humanistic utopia of government is manifested in their discourse. The analysis shows a clear presence of this utopia and, in particular, the emergence of a new conception of the Social Pact, based on the humanist values of equality, diversity and dialogue between peoples.
Keywords:
indigenous peoples, Nation-state, political subjectivity, interculturality, monoculturality, plurinational, human rights
Introducción
El devenir humano se explica, en gran parte, por el deseo de las personas y los colectivos de ser mejores y vivir mejor, siendo mejor aquello que incrementa la realización del Bien. La comprensión y práctica de este valor absoluto, el Bien, configura una moral. Cuando se desarrolla una forma de vida que prioriza cierta moral –el deber-ser según el Bien–, estamos ante utopías y religiones.
La utopía humanista adquiere relevancia hoy por el evidente agotamiento de la utopía hegemónica, a la que puede llamarse realismo y que prioriza el poder sobre la persona (Cabrera, 2014). Grosso modo, los valores supremos de estas dos tradiciones utópicas rivales son la igualdad y el control, y de ahí derivan valores secundarios e implicaciones sociales. Partiendo de la primacía de la política, como espacio que coordina la convivencia social, aquí abordaré la utopía humanista de gobierno, su vertiente política. Para el humanismo la pregunta central es cómo gobernar con el Otro –persona, colectivo–, visto como sujeto igual, mientras que el realismo plantea cómo gobernar al Otro, como objeto de control.
El realismo moderno ha erigido al Estado-Nación como actor político dominante; sin embargo, otras naciones históricas, pueblos sin Estado, reivindican su capacidad de gobierno; por ello, la convivencia entre pueblos con y sin Estado constituye un problema candente de alcance global. En el s. XX el humanismo propició procesos de descolonización, pero continúa habiendo relaciones de colonización interna (González, 2006:185-205) por las que los Estados someten a los pueblos que en ellos subsisten.
Para quienes se adscriben a la utopía humanista esta situación resulta intolerable e incumbe encontrar alternativas para una convivencia política igualitaria entre todos los pueblos. Dado que las subjetividades políticas del modelo hegemónico estatal están orientadas a perpetuarlo, parece probable que la innovación política provenga de subjetividades no estatales. En América Latina y otros continentes, los pueblos indígenas u originarios exigen el advenimiento de nuevos arreglos políticos con el fin emanciparse del (neo)colonialismo. Así, este trabajo explora la mediación de la utopía humanista en la subjetividad política indígena en México, entendiendo que los pueblos indígenas de la región comparten problemáticas y aspiraciones políticas.
Se ha entrevistado a catorce informantes politizados, la mayoría personas indígenas, con el propósito de hallar convergencias en sus subjetividades políticas. El análisis pretende verificar si, y de qué manera, se refleja la utopía humanista de gobierno en su discurso, incluyendo qué alternativas se están construyendo, o se vislumbran, a la dominación del Estado sobre los pueblos originarios.
Utopía y subjetividad política
Como proceso social, la utopía articula tres momentos interrelacionados: crítica, deseo y transformación (Levitas, 2010). La crítica entraña un distanciamiento cognitivo-afectivo respecto a la realidad del presente, el ser, percibiéndose inadecuada respecto al deber-ser dictado por el Bien. La transformación supone un cambio radical que busca fusionar la realidad con el deber-ser. Y el deseo conecta la crítica con la transformación; la insatisfacción con la realidad genera el anhelo de cambio, y este se autorrefuerza en el curso de las acciones transformacionales. Contra Mannheim (2004), la utopía no es propiedad de los grupos oprimidos, ya que cualquier utopía hegemónica procura su completa y perfecta implantación a través de la operación complementaria de estos tres momentos.
El proceso utópico está mediado por personas y grupos, y su vehiculización se despliega en dos dimensiones en relación recursiva, la objetividad y la subjetividad, de acuerdo a cómo se construye la realidad (Berger y Luckmann, 2012). La objetividad abarca el mundo observable a través de los sentidos, particularmente la compleja red de comportamientos interactivos que sostiene la convivencia social. La subjetividad consiste en la elaboración continua de estructuras simbólico-afectivas que dan sentido a la realidad, y que las personas aprenden y (re)producen en sociedad (González, 2012).
La diferenciación de las sociedades modernas en distintos ámbitos sociales implica una división del trabajo de la subjetividad, como apuntan Berger y Luckman (2012) con su concepto de socialización secundaria. La subjetividad política se focaliza en lo público, lugar donde las personas y los colectivos dirimen sus diferencias y mediante determinados procedimientos acuerdan cómo gobernarse (Duque et al., 2016:132).
Entre los subtipos de subjetividad política (Duque et al., 2016) destaca la reflexividad, por vincularse a la utopía. El acto reflexivo entraña la orientación intencional del pensamiento a la actividad política como objeto de consideración, valoración y (re)significación cognitivo-afectiva. La reflexividad, además de facilitar el desarrollo de la subjetividad política, construye identidades políticas personales y colectivas, permite cuestionar el orden social existente y formular alternativas, y motiva y regula la acción política (Duque et al., 2016:137). De esta manera, la subjetividad política reflexiva vehicula la utopía en su vertiente subjetiva (Díaz et al., 2012:52-54); crítica, deseo y transformación operan recursivamente en las mentes de las y los utópicos, configurando una subjetividad comprometida con la realización práctica de la utopía.
Dos tradiciones utópicas
Las utopías compiten por subjetivarse y objetivarse a través de sus mediaciones sociales (Mannheim, 2004). Las rivalidades utópicas articulan afinidades, antagonismos y jerarquías variables, según los grupos y los tiempos. En esta contienda sobresalen dos grandes utopías, que han marcado las visiones y los proyectos políticos a lo largo de la historia, el humanismo y el realismo (Held, 2007:67; Velasco, 2008). Estas tradiciones utópicas pueden interpretarse como tipos ideales weberianos: cada colectivo participa en ellas parcialmente, aunque puede haber predominio de una u otra; asimismo, todo grupo está cruzado por diversas utopías y por otros procesos que pueden construirlas o desbaratarlas.
La utopía realista se fundamenta en el valor del control sobre la realidad; para realizarse, debe controlarla de la manera más eficiente y efectiva posible. El realismo emula la naturaleza material, física y biológica, aparentemente regida por leyes universales que controlan el cosmos y la vida. Su nombre proviene de esta asimilación naturalista de lo físico-biológico a lo humano: la lógica del realismo material debe gobernar el mundo social. En el realismo las personas son esencialmente animales y el orden social se instaura a través de la ‘ley natural’ del más fuerte –no necesariamente fortaleza física–. En consecuencia, el gobierno realista consiste en que una élite fuerte domine al resto de las personas, bajo la legitimidad del Bien del control social. De la utopía realista nacen el Estado-Nación moderno y la razón de Estado que lo anima. Maquiavelo (1469-1527) es su más famoso expositor.
La utopía humanista se asienta en el valor de la igualdad entre personas y colectivos. Para realizarse, considera el sentido de la igualdad; dada la singularidad de cada individuo y grupo, ha estimado que esta no debe eliminar la diversidad y a lo largo del tiempo ha ido ajustando los parámetros de igualdad. Este valor implica el cuidado del desarrollo humano –de ahí el nombre de la utopía– para que sea equitativo; se trata de armonizar la naturaleza humana tanto al interior de las personas y los colectivos como en sus relaciones sociales, lo cual requiere un diálogo continuo entre iguales diversos para lograr el bien común. Así, el humanismo es esencialmente intercultural1 y, por tanto, los arreglos sociales y políticos deben evolucionar desde la interculturalidad para estar al servicio de la igualdad. La utopía humanista origina el paradigma de derechos humanos, que además cuenta con un precursor ligado a la cuestión indígena, Bartolomé de Las Casas.
De Las Casas (1484-1566) experimenta de primera mano la conquista española del Nuevo Mundo. Tras observar el maltrato a los amerindios, se convierte a la causa de su dignidad y ‘derechos naturales’. Su pensamiento integra tres valores humanistas: igualdad entre nativos y españoles, pluralidad de formas de vida, e interculturalidad para fundamentar la convivencia. Contra el teólogo Ginés de Sepúlveda, protagoniza un debate público en el que defiende la humanidad y racionalidad de los “indios” (de Las Casas, 1965a). Esto implica una apreciación de la diversidad cultural de los pueblos; de Las Casas legitima la “razón práctica” indígena, aunque difiera de la normalidad europea (Zuchel y Krupecka, 2017). Asimismo, reflexiona sobre las relaciones interculturales; al principio, proyecta fundar comunidades agrarias en las que inmigrantes y originarios convivan armoniosamente (Cro, 1978:108-111). Al fracasar, debido a la razón conquistadora, inicia una interminable campaña de denuncia pública, exigiendo la restitución de bienes, tierras y dignidades a los pueblos (de Las Casas, 1822:312-314). De Las Casas traslada la interculturalidad a su propia vida y obra, en las que ejerce como mediador e intérprete de las culturas originarias ante los poderes eclesiástico e imperial. Incluso prefigura la noción de Estado plurinacional del s. XXI con su concepción de un Imperio español que englobe tanto jurisdicciones indígenas como territorio imperial (de Las Casas, 1965b).
Autonomías indígenas en América Latina
Desde de Las Casas hasta hoy se observa la pugna entre las utopías humanista y realista por definir y construir la realidad sociopolítica latinoamericana (Velasco, 2008). La irrupción y auge del paradigma normativo de derechos humanos, tras las guerras mundiales inspiradas por el realismo, constituye un parteaguas en esta contienda; no en vano han sido considerados “la última utopía” (Moyn, 2010). Suponen una actualización contemporánea del derecho natural de corte cristiano del s. XVI (Soriano, 2013:10) y establecen un piso común para el diálogo intercultural, especialmente luego de incorporar derechos de segunda y tercera generación, que desbordan el esquema individualista occidental. El derecho colectivo, base para los pueblos y su convivencia, es la libre determinación o autodeterminación, documentado inicialmente en el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos de 1966. En América Latina este derecho ha facilitado la configuración de un nodo de encuentro intercultural acerca de las “autonomías indígenas”, con participación de los pueblos originarios, ya que “la libre determinación se fundamenta en los preceptos de libertad e igualdad que pueden encontrarse enraizados, a lo largo del tiempo y el espacio, en diferentes tradiciones culturales en todo el mundo” (Anaya, citado en Aparicio y Morell, 2021:26).
Se disciernen dos puntos de vista en la comprensión y práctica de estas autonomías (Pascual, 2019). Por un lado, una concepción estatista, en línea con el realismo, que privilegia arreglos jurídicos por parte del Estado para estructurar los espacios autonómicos, entendiendo que la autonomía indígena está limitada por la razón de Estado (Soriano, 2013). Por otro lado, una visión nativa, propia del humanismo, que favorece el protagonismo de los pueblos en la definición y práctica de su autonomía, sin necesitar el reconocimiento legal del Estado; y que enfatiza la interculturalidad y rechaza la desigualdad que ha caracterizado la interlocución entre estos pueblos y el Estado. Partiendo de la igualdad entre pueblos, el autonomismo indígena desestima la imposición del modelo político-económico dominante –Estado-Nación, democracia liberal-representativa, capitalismo neoliberal– y plantea alternativas para profundizar en su emancipación, exigiendo que el Estado cambie consecuentemente (Dinerstein, 2013:150-151)2 .
Estas perspectivas heredan el conflicto fundamental que atraviesa la geopolítica contemporánea: la incompatibilidad entre el realismo de Estado y el cabal cumplimiento de los derechos humanos, los cuales necesariamente relativizan el Estado en favor de las personas y los pueblos (Aparicio y Morell, 2021:32; Pascual, 2019:63-64). Por ello, la respuesta del Estado latinoamericano a las autonomías indígenas ha sido ambivalente y conservadora, oscilando entre la represión y el reconocimiento limitado, sin renunciar a su dominación política (Dinerstein, 2013:28). En todo caso, la vitalidad del autonomismo indígena no se fundamenta en su reconocimiento jurídico estatal, sino en la conformación de subjetividades políticas que priorizan la construcción de autonomías de hecho, no de derecho (Aparicio y Morell, 2021:46-47). De este modo, Dinerstein (2013:33) aboga por “reposicionar el eje del debate sobre la autonomía: desde ‘movimientos versus Estado’, hacia ‘subjetividades conformistas versus no conformistas’”3 .
Método
Recogiendo la invitación de Dinerstein, el presente estudio contribuye al conocimiento sobre las subjetividades no conformistas en torno a las autonomías indígenas en el México contemporáneo, de parte de personas indígenas involucradas en procesos autonómicos. El estudio empírico de las subjetividades políticas originarias con énfasis en la exposición de testimonios incluye trabajos sobre la construcción subjetiva a raíz de la movilización político-institucional, asociativa o contestataria (Mesén, 2018); y aquellos que se enfocan en la reflexividad, ya sea suscitando las representaciones indígenas sobre asuntos clave (Santana, 2015), o indagando formas de autorrepresentación a través de medios de comunicación, con fines expresivos y de proyección de realidades alternativas (Villagrán, 2016).
De acuerdo con la consideración de que la subjetividad política de corte reflexivo facilita el cuestionamiento del statu quo y la generación de alternativas, por tanto, la mediación utópica, he dialogado con informantes pertenecientes a pueblos originarios sobre cómo conciben las autonomías indígenas, así como el autogobierno y el derecho de libre determinación, tanto hacia dentro de los pueblos como hacia fuera, en el marco del Estado-Nación mexicano. Asimismo, les he interpelado acerca de la relación actual entre pueblos y Estado, y la que desean a futuro. De esta manera, pretendo verificar si y de qué manera se refleja la utopía humanista de gobierno en su discurso.
Empleo la entrevista cualitativa semiestructurada como técnica de recolección de datos, que en sí misma constituye un nodo de encuentro intercultural de derechos, dada mi formación y adscripción europea occidental. La muestra intencional se ha seleccionado conforme a dos criterios: contar con una trayectoria política comprometida con la causa de la emancipación indígena desde una perspectiva de derechos; y ostentar algún cargo o función de representación política o intelectual de una comunidad originaria o de los pueblos en general, es decir, haber desarrollado una subjetividad política con una visión global de la problemática indígena y capaz de contemplar alternativas al orden hegemónico. Con base en estas pautas, entrevisté a catorce personas4 . Las entrevistas fueron grabadas y luego transcritas. Se ha realizado un análisis del discurso de las y los entrevistados desde un enfoque hermenéutico, con el propósito de hallar puntos en común en las subjetividades políticas reflejadas en las trascripciones. Por congruencia con el enfoque intercultural, en la exposición de los resultados se privilegia la voz de estas personas.
Subjetividades políticas contrahegemónicas
Sobre las autonomías indígenas
Aparte del apego a la familia, las personas se vinculan a un grupo mayor, al que se ha denominado pueblo. Las respuestas de las y los informantes transmiten este lazo sentimental con sus respectivos pueblos; por ejemplo, Jimena5 , que ahora estudia en el extranjero, afirma que “siempre lo llevo presente […] pues nunca he dejado de estar vinculada a mi territorio y mi pueblo”. Esta vinculación establece identidades individuales –soy de este pueblo– y una colectiva –somos este pueblo–, que se retroalimentan, conformando subjetividades características de cada pueblo. El discurso sobre las autonomías indígenas parte de esta apreciación del pueblo originario como sujeto colectivo diferenciado que procura ser protagonista de su historia.
Las personas entrevistadas identifican tres dimensiones que articulan su comprensión de pueblo: territorio, convivencia y cosmovisión. El territorio, como espacio físico-natural, típicamente rural, constituye la base material que sustenta la existencia de los pueblos y, concretamente, de las distintas “comunidades” –asentamientos humanos estables– en las que el pueblo imaginado (Anderson, 1993) se encarna.
En el territorio se despliegan prácticas sociales que (re)producen la vida colectiva. Por un lado, el sentimiento de estar-juntos en clave familiar; se considera que el pueblo o la comunidad es una familia extensa: “para mí esta cuestión comunitaria es vivir en conjunto, es el apoyo mutuo; porque en realidad esto es lo que sucede cuando vives con tus hermanos con tus hermanas; es el apoyo mutuo, de que sabemos que estamos todos juntos de alguna manera” (Ivet). Esta vida en común se experimenta a través de la lengua propia, como indica Valentín: “yo asocio mucho [el pueblo] con esta parte de la identidad cultural, particularmente el uso de la lengua”. Valentín señala un tercer elemento, “la forma de ser” o ethos de cada pueblo, también descrito como su “personalidad” y “espíritu”, que implica “una idea de a dónde quiere llegar” (Natalia). Así, el modo de ser entraña una voluntad colectiva que toma decisiones sobre cómo convivir y desarrollarse; en otras palabras, el pueblo se autodetermina. Ignacio sintetiza estos cuatro elementos: “cuando yo me refiero a mi pueblo, me refiero a la gente, me refiero a la cultura, a la vida que tenemos allá, a nuestras actividades, a todas las normas también, que nos permitan convivir como seres humanos en esa localidad”.
Contraparte simbólica del territorio, la cosmovisión estructura la apreciación y realización de la vida comunitaria. “La forma de mirar la vida” (Alberto) comprende, en primer lugar, “lugares simbólicos” (Valentín), lo cual incluye espacios naturales de carácter sagrado, pero en general abarca toda la “Madre Tierra”: “sentimos que somos parte de la tierra, de nuestra Madre Tierra y nos consideramos parte del río, parte de la montaña, parte del árbol; es nuestra cosmología” (Samuel). Socialmente, la cosmovisión se vehicula en prácticas culturales que regulan las conductas y marcan los ciclos vitales: “nuestras fiestas, comidas, costumbres y tradiciones para mí son pueblo también” (Gema). A esta valorización de la tradición la mentalidad indígena le suma una concepción de comunión intergeneracional en la que “los ancestros”, ya muertos, y “las abuelas”, en vida, fungen como guías espirituales de los pueblos y las comunidades. Lucía lo expresa así: “sin la espiritualidad no estamos orientadas, porque nos guían las ancestras y los ancestros, nos guía la colectividad, y eso forma parte de la espiritualidad”.
Estas percepciones esbozan algunas líneas maestras del ser pueblo indígena, aunque estas personas reconocen que “hay muchos pueblos originarios en todo el país” (José) y, entre pueblos, “distintas miradas, distintas formas [de ser]” (Natalia). Dicho esto, a raíz de la conformación del movimiento indígena en México, se han establecido lazos de solidaridad entre pueblos frente al Estado-Nación mexicano, con lo que la comprensión de este término también integra un posicionamiento político reivindicativo. De entrada, el significado de pueblo debe aprenderse, señalan Alberto e Ignacio, porque este ha sido y continúa siendo sistemáticamente ninguneado, en particular a través de la educación pública, que pretende imponer un México monocultural, “mestizo”. Las personas indígenas deben, en consecuencia, concientizarse de su identidad originaria con el fin de desarrollar “raíces fuertes” (Alberto), capaces de mantener el apego al pueblo con independencia de si se nace o se reside en la comunidad de origen (Alberto, Jimena, Ivet).
Asimismo, la construcción de las autonomías indígenas implica revertir la situación de colonialismo interno al que históricamente han sido sometidas las poblaciones originarias. Esto supone movilizarse y negociar con el Estado, lo cual instituye un nodo de encuentro intercultural en el que las partes deben adoptar un lenguaje común para entenderse, formular demandas y lograr acuerdos. Precisamente, el reciente paradigma de los derechos humanos ha proporcionado la cosmovisión y el lenguaje de derechos como moral y marco jurídico universales que pueden fundamentar y facilitar el intercambio intercultural. En este diálogo las nociones de libre determinación, autonomía y autogobierno juegan un papel central, ya que, como atributos del pueblo, estructuran sus anhelos políticos. “La libre determinación es un concepto que no es de los pueblos, […] pero […] ha sido adoptado por el marco jurídico y las comunidades han accedido a utilizar el mismo lenguaje para poderse entender entre estos dos mundos” (Luis, promotor de ALDEA).
Para las y los informantes la autodeterminación es “el derecho a decidir” (Valentín) o “la libertad de decidir” (Jimena) sobre la forma y desarrollo de la propia vida colectiva. Esta facultad está supeditada al legado comunitario, pero no a las leyes mexicanas: “[la autodeterminación] es una libertad condicionada por nuestros usos y costumbres, obviamente, [pero] no condicionada por las leyes y normas de la Constitución mexicana” (Samuel). El Estado discrepa; Denisse, la funcionaria del Gobierno de la Ciudad de México, remarca que “es su libertad en todos los ámbitos que marca justo la ley de derechos [indígenas]”. Estas dos posturas reflejan la disputa actual entre la exigencia indígena de que se respete su libre determinación –autonomía– y el conservadurismo estatal, que insiste en la supremacía de leyes que no han sido elaboradas por los pueblos originarios y que, por tanto, pretenden regirlos ‘desde fuera’ –heteronomía–. Por ello, las subjetividades indígenas no conformistas viven la autodeterminación como un proceso de rebelión justificada ante la dominación del Estado y una aspiración a que las subjetividades y el orden político se reconfiguren para garantizar este derecho: “[la autodeterminación] es el máximo sueño al que aspiramos las comunidades y los pueblos indígenas; […] significa […] decidir sobre todo lo que tiene que ver con nuestro ser, […] porque, si construimos nosotros mismos esa reflexión sobre lo que significa ser indígena, debemos dejar de estar dependiendo de los conceptos del Estado que nos están determinando” (Lucía).
Los ámbitos de autodeterminación identificados incluyen el territorio, la cultura y el gobierno. “Cuidar nuestro territorio como lo queramos cuidar”, asevera Alberto. Para Jimena la libre determinación “significa […] seguirte reconociendo como pueblo con toda esa carga histórica […] que implica ser parte de un pueblo”. Y, sobre todo, se trata de una potestad política de “autogobierno”, con mecanismos políticos propios, ajenos a la democracia liberal-representativa y que han tenido continuidad durante siglos, como la “asamblea” y el “consejo de ancianos”. En relación con la primera figura, Gema opina que “una cabeza siempre estará limitada; en cambio, cuando hay pensamientos en colectivo siempre saldrá de ahí más información y una mejor decisión para todos, porque se va a buscar el bien común”. Otras personas también concuerdan en que la autodeterminación supone un medio para alcanzar el fin del bien común o del “buen vivir” (Natalia, Lucía) conforme a la cosmovisión de cada pueblo. Si autodeterminación significa derecho/libertad de decidir colectivamente sobre el pueblo, autonomía es la práctica/ejercicio de tal voluntad, aunque varios informantes no realizan este matiz y los entienden como sinónimos.
Al igual que la libre determinación, la autonomía posibilita el buen vivir (Valentín) y el bien común (Óscar, José). Entraña dos dimensiones, autogobierno y autosuficiencia. En cuanto al autogobierno, se destaca la asamblea como órgano supremo para tomar decisiones vinculantes sobre organización, territorio, cultura y economía. Esta establece el “sistema normativo interno”, es decir, la constitución política –oral o escrita– que regla la comunidad: “a través de esta asamblea se genera el sistema normativo interno por el cual se rige” (Óscar). Igualmente, determina las políticas comunitarias: “cuando decimos aquí en una asamblea ‘vamos a trabajar el tema del bosque’, lo hacemos en el marco de la autonomía, pensando que ese trabajo en el bosque reditúe o sirva en beneficio de toda la comunidad” (José). Pero, más allá de esta concepción estrictamente política, algunas personas entrevistadas apuntan un sentido amplio de autogobierno, para significar la autorregulación armoniosa de personas y comunidades respecto a sí mismas, la naturaleza y la historia, en línea con la cosmovisión indígena, como expone Samuel: “tenemos que imitar a la naturaleza; el río sabe por dónde irse y el pescado sabe qué es lo que tiene que hacer él solo; entonces también nosotros debemos aprender de ellos y vivir de acuerdo a las normas naturales, y esto es autogobernarse”.
En segundo lugar, la autonomía ha adquirido una connotación de autosuficiencia, que atiende a dos razones. Por un lado, las formas de vida originarias tradicionales han estado ligadas a una economía agraria de subsistencia, ajena al comercio intensivo y la urbanización; otra vez Samuel: “no sembramos ni producimos, ni forzamos a nuestra Madre Tierra a que siga dando de más para ir y vender; […] [con] eso nada más vamos a destruir nuestro ecosistema, nuestra tierra”. Por otro lado, la tensa relación con el Estado ha propiciado una inclinación al aislamiento; dice José: “generamos nuestros propios recursos y es un poco también lo que nos ha dado cierta autonomía ante el municipio, de no depender tanto”. Como veremos, las políticas públicas estatales generan dinámicas de dependencia que desapoderan a los colectivos indígenas. En consecuencia, los pueblos no solo construyen su autonomía ‘hacia dentro’; deben también materializarla en el marco del Estado, transformando esa relación histórica de dependencia hacia una de igualdad. “Muchos [pueblos] están buscando la autonomía” porque “quieren liberarse” del yugo estatal (María); “pareciera que hay una continuación de aquella invasión [del s. XVI]” (Gema). En contraste con esta mirada liberadora, el Estado insiste en su perspectiva paternalista: “todavía estamos en pañales para poder hablar de autogobierno, de autonomía; tenemos que decirles que tienen una ley de derechos [indígenas], que hay una Constitución en la Ciudad de México” (Denisse, funcionaria).
Sobre la relación con el Estado-Nación
Para contextualizar las subjetividades políticas en torno a la relación actual de los pueblos con el Estado-Nación partimos del grado de identificación de estas y estos informantes con la mexicanidad y de su imaginario acerca de lo estatal. La mayoría se adscriben primeramente a su pueblo y, secundariamente, al pueblo mexicano, en lo que podría denominarse, en términos occidentales, una doble ciudadanía, jerarquizada. No obstante, un tercio no se sienten mexicanos; por ejemplo, Gema comenta que “yo nací en un lugar, mis papeles oficiales dicen que soy mexicana, porque nací en un territorio que fue invadido, al cual se le llamó México”. Incluso quienes sí se sienten mexicanos experimentan una identificación conflictiva, en tanto que aprecian la opresión histórica del Estado sobre los pueblos originarios. La mexicanidad se vive como algo “impuesto” (Gema), ya sea por la educación pública (Alberto, Ignacio, Óscar, José) o el aparato político, jurídico y administrativo (Alberto, Samuel), que sujeta y frecuentemente contraviene las autonomías indígenas. Según Jimena, “te someten a asumir esa mexicanidad para poder apelar a ciertos derechos fundamentales, derechos humanos, etcétera.”
Para estas personas el Estado representa una organización sociopolítica artificial, que en general subyuga a los pueblos. A diferencia de estos, constituye una institución “joven” (Gema), “de derecho” (Samuel), que se presenta como un “monolito” (Jimena) “único e indivisible” (Óscar). Únicamente un informante despliega un discurso empático sobre el Estado, caracterizándolo como “nuestra casa” (Ignacio), aunque enfatiza la importancia de que en ella se valore la diversidad cultural. Para las y los demás, la mención de “Estado” evoca el engaño y la manipulación sistemática de los pueblos indígenas para fines políticos y económicos, lo cual implica la supresión de sus autonomías, a las que el Estado percibe como amenaza para la identidad e integridad mexicanas. Lucía sintetiza este diagnóstico de asimetría y asimilacionismo señalando sus dimensiones objetiva y subjetiva: “en México es una cuestión de racismo estructural y de colonialismo, que ha producido […] problemas estructurales muy fuertes y que también se relaciona con la identidad, ese desarraigo de muchas niñas, niños y jóvenes con su identidad como indígenas, [que] es producto de falta de políticas interculturales”.
La mayoría de informantes resumen esta relación con la palabra desigualdad, añadiendo otros calificativos desfavorables, como hace Jimena: “ha sido una relación desigual, asimétrica, colonial, […] que mantiene a los pueblos Indígenas como tutelados”. Perciben, pues, que el Estado-Nación se cree superior a los pueblos originarios, los cuales serían colectivos retrasados respecto a la cultura y la modernidad mexicanas, o sea, “esa imagen en la que se nos ha envuelto desde hace más de cinco siglos, de que lo indígena es algo inferior, algo que carece de conocimiento, que es superstición, que es estar atado a la pobreza y a la necesidad” (Natalia). De este supuesto derivan la discriminación social, que “es nuestro pan de cada día” (Ignacio), y la tutela política: “el Estado siempre ha tenido un enfoque paternalista hacia pueblos indígenas, […] en ese enfoque de que al indígena hay que cuidar, que hay que ayudar, […] así que tenemos leyes donde se nos niega ser sujetos de derecho” (Lucía). Todavía peor, el Estado ha intentado asimilarlos, causando su progresiva desaparición, mediante políticas integracionistas, llamadas “indigenistas” (García, 2021:109-118). Vale la pena citar a José en extenso:
En los años treinta [del s. XX] y por políticas de alfabetización del mismo Estado fueron quitando la lengua a nuestros abuelos; y los abuelos lo recuerdan, lo tienen muy presente, cómo es que venían los maestros a través de maltrato físico y psicológico a arrancarles, quitarles la lengua, la forma de ser. Ahí está el Estado. No ha sido una buena relación; todos nos han querido hacer mexicanos, [diciéndonos] que somos una sola cultura y [que eso] está bien, pero no es así el asunto, hay diferencias […] y no ha habido gobiernos que nos hayan protegido […].
En los últimos treinta años hemos padecido gobiernos sustentados en esta figura de mantener el Estado; […] también [ha habido] la parte de la confrontación entre los pueblos y el Estado, y cómo al final vamos obteniendo algunos derechos que nos han sido dados, digamos por las buenas; si no, a veces ha habido necesidad de conquistarlos6 .
Otros informantes concuerdan: por omisión de cuidado o comisión de opresión el Estado ha generado y continúa generando las condiciones para que los pueblos originarios desaparezcan (María, Gema, Alberto, Ignacio). En la omisión el Estado se ausenta de sus obligaciones y muestra negligencia ante las necesidades básicas y los derechos de los pueblos, hasta aliándose con el crimen organizado. Este abandono, típicamente aderezado con corrupción e impunidad, conduce a las comunidades a organizarse para proveer por sus necesidades y derechos; por ejemplo, comenta Jimena, “vemos los pueblos con autodefensas para buscar su propia seguridad ante paramilitares, incluso ante el mismo ejército, que ha sido partícipe de la violación de los derechos humanos en algunos casos”.
Esta desidia estatal se complementa con dinámicas de opresión activa que pueden clasificarse, para fines analíticos, en dominaciones epistémica-cultural, jurídica, político-administrativa y político-económica.
La dominación epistémica-cultural consiste en la asimilación simbólica de las culturas indígenas a la cultura mexicana occidentalizada. Entraña la desvalorización de las lenguas indígenas, de las taxonomías y las formas de comprensión y pensamiento originarias, y de los valores y las conductas que sostienen las cosmovisiones ancestrales, resultando en un desmembramiento epistémico, y en la dilución de las identidades indígenas y su folclorización y despolitización. Ignacio lo atestigua en relación con su pueblo: “la ideología maya ha sido absorbida por la ideología del país”. Un claro ejemplo es poner requisitos para que una persona o un colectivo sea reconocido como indígena por el Estado; Gema sufre esta discriminación epistémica-jurídica: “por parte del oficialismo no se nos considera, a esta zona conurbada de la Ciudad de México, como pueblos indígenas; entonces nos hemos ido adaptando a llamarnos entre nosotros ‘originarios’”. Este testimonio refleja no solo la dominación objetiva, de la exclusión institucional que representa ese no reconocimiento, sino también la dominación subjetiva, de haber asumido otro término para nombrarse.
Ahora bien, este tipo de sometimiento no se manifiesta necesariamente de manera abierta y grosera; a menudo opera inadvertidamente a través de vectores de la hegemonía cultural, como la educación pública, los medios de comunicación, el entorno urbano o los programas estatales para aliviar la pobreza. Alberto, por ejemplo, critica la educación pública monocultural: “en el sistema educativo se rompe este vínculo de la niñez y la tierra, de la niñez y los abuelos y las abuelas, de la niñez y los saberes propios de las comunidades; la escuela pública ha sido un instrumento muy fuerte de despojo de la memoria histórica”.
Mediante la dominación jurídica el Estado subordina la voluntad de los pueblos a leyes que les afectan, pero que han sido elaboradas sin su participación o bajo premisas que los pueblos no comparten, por ejemplo, la reforma del artículo 27 constitucional en 1992, que legaliza la venta de tierras indígenas: “con la modificación del 27 [se] abre ahí la desintegración de los ejidos y [las] comunidades” (José). A decir de Jimena, “la Constitución mexicana sobrepone un modelo de una única Nación que no necesariamente responde a las necesidades de los pueblos, a los derechos de los pueblos”. El escaso reconocimiento jurídico de las autonomías indígenas a nivel federal y de los estados engendra vacíos y ambigüedades legales que obstaculizan el desarrollo autonómico en favor de un programa monocultural y neoliberal. Óscar pone voz a los mandarines del Estado: “la Constitución me dice [que puedo construir una carretera] y tú [pueblo indígena] no me puedes prohibir[lo]”. Con todo, algunos pueblos y comunidades se resisten, para “no dejar que el mal gobierno nos diga lo que por ley y según corresponda tiene que pasar” (María).
El dominio político-administrativo fluye por los cauces partidista y gubernamental. Los partidos políticos interfieren en la elección y el desempeño de autoridades indígenas, ya sea cooptándolas con “dádivas” (Gema) o colocando dirigentes con agendas no emancipadoras. Asimismo, cooptan a personas indígenas que entran al juego electoral para representar a sus pueblos, pero que terminan adoptando la lógica partidista del poder por el poder: “una vez estando en el poder, también copian todo este aparato, de ser un político corrupto” (Ivet). Y los partidos “dividen” (Samuel) a las comunidades a través de promesas electorales y la canalización de programas de asistencia social. Pueden, además, “manipular” (Ignacio) las asambleas para respaldar políticas y proyectos que contrarían los intereses comunitarios.
De igual modo, las instituciones gubernamentales de los tres niveles se entrometen en el autogobierno indígena; por ejemplo, el Instituto Nacional de los Pueblos Indígenas (INPI) del gobierno federal instituye y parlamenta con supuestos órganos de representación indígena que no cuentan con el aval de las comunidades. Lo explica Gema: “encontramos figuras como Gran Administrador de la Nación Nahua en el Valle de México, [que] es un cargo inventado por el INPI y que pretende dejar fuera […] a las verdaderas autoridades tradicionales”. Por otro lado, los gobiernos emplean los programas sociales para fines clientelares, generando división y dependencia (Jimena, Samuel, Alberto, Lucía).
Finalmente, la dominación político-económica implica el patrocinio estatal político, jurídico, administrativo y económico de (mega)proyectos económicos en territorio indígena, que típicamente responden a intereses de grandes empresas y élites político-económicas, y que no atienden a las necesidades y los deseos de los pueblos, violentando así su autonomía. Alberto ilustra la repulsa a estos proyectos: “continuamos viviendo un incremento de los despojos hacia los pueblos, despojos territoriales, invasión de proyectos extractivos que tienen que ver con minería, con infraestructura, con agroindustria”. Ignacio resalta un notorio megaproyecto gubernamental: “si tuviéramos autonomía, López Obrador no podría estar construyendo quizás su tren”7 .
Sobre las autonomías indígenas a futuro
Para las personas entrevistadas los caminos de las autonomías indígenas se desdoblan en dos grandes bloques, ‘hacia dentro’, entre pueblos, y ‘hacia fuera’, al Estado-Nación. En ambas direcciones se atisban horizontes utópicos en los que se alcanzan transformaciones anheladas, y se contemplan algunosmedios para lograrlas. En contraste con los planteamientos sobre las identidades, las autonomías y la relación actual con el Estado, se evidencia más heterogeneidad en este pensamiento propositivo, que desde luego integra una faceta especulativa.
Entre los horizontes propios destacan el fortalecimiento de las autonomías, la fidelidad a las tradiciones originarias y la riqueza de la diversidad de los pueblos. Las personas que participan en el CNI manifiestan claramente que “tenemos como horizonte político la autonomía” (Gema), que “ahí está realmente nuestra lucha, la de fortalecer esos procesos autónomos” (Alberto). Esta autonomía se fundamenta en la comunalidad, es decir, la priorización de la vida colectiva y el bien común sobre las individualidades: “no hay otra propuesta para nuestra comunidad que no sea lo comunal” (José). Este colectivismo no procura el cosmopolitismo, sino que persigue la autosuficiencia: “nuestro mundo ideal sería dentro de la comunidad; […] viviremos en cantones y todos trabajando para todos, no todos para uno” (Samuel). En lenguaje occidental, se apuesta por un mundo desglobalizado y de decrecimiento.
Este imaginario implica cierta nostalgia por formas de vida prehispánicas cuya idealización y recuperación energizan el trabajo utópico contemporáneo: “muchos [pueblos] están buscando la autonomía, que es una autonomía que existió desde hace muchos años, en donde […] se gobernaban por ellos mismos” (María). La historia colonial hasta el presente puede leerse como una desfiguración de la vida originaria; por ello, se debe regresar al origen, para recuperar la pureza y la autenticidad perdidas: “o volvemos a tomar en cuenta el origen […] o estamos condenados a desaparecer” (Gema); “todas las prácticas de adulteración que existen en el agua, en el alimento […] nos están separando más de nuestras raíces, [y] nos estamos perjudicando y destruyendo nosotros mismos” (Samuel). En consecuencia, sigue Samuel, “tenemos que alejarnos de las modas y de los modismos y de las importaciones y de estereotipos; sí, tenemos que recuperar esa idea original de vivir en armonía con todos”.
Esta convivencia armoniosa reconoce y celebra la diversidad de los pueblos en el marco de rasgos culturales comunes, enraizados en esas formas de vida prehispánicas, y en la oposición a la mentalidad occidental. El zapatismo y el CNI han instaurado espacios simbólicos y asamblearios, respectivamente, que abrazan esta pluralidad e interculturalidad, como indica Natalia: “el espíritu del zapatismo invita a que cada quien vaya generando de acuerdo a sus realidades, a sus contextos, a su autonomía y libre determinación”. De esta manera, los pueblos son conscientes de que no deben caer en el error estatal de la falsa monoculturalidad.
Estas pautas de largo recorrido –autonomía, origen-alidad y diversidad– se nutren de prácticas cotidianas –“día a día vamos construyendo”, apunta José– que configuran los caminos autonómicos y retroalimentan las esperanzas sobre el futuro: “no puedo pedir un cambio muy grande sin haber cambiado aquí abajo” (Ignacio). Gema emplea la metáfora botánica: “tenemos que sembrar esa semilla de resistencia, de lucha, esa semilla de autonomía, de libre determinación, de existencia como pueblos que somos y de no olvidar quiénes somos y de dónde venimos”. Este labrar el campo de la autonomía supone una recuperación de prácticas ancestrales y el transmitirlas a las nuevas generaciones: “ahorita es una de las propuestas que tenemos, de volver a rescatar esa cultura, ese vestuario, […] ese idioma” (Samuel); “lo ideal sería que las generaciones que vienen pudieran entender esa esencia de la cultura de los pueblos, toda su raíz, teniendo como base esta vida comunal” (José). Estas personas informantes son conscientes de que la construcción de las autonomías conlleva lidiar con limitaciones, desacuerdos, tensiones y contradicciones adentro de los pueblos, precisamente por la diversidad cultural existente, pero también por la introyección de las dinámicas de dominación estatal, que moldean las subjetividades indígenas para que ellas mismas se opongan a su propia emancipación –la falsa conciencia marxiana–; y porque, en general, todo grupo social entraña discordias. Deben afrontarse estas dificultades: “no hay procesos perfectos, donde todos vayamos caminando de la mano, felices y convencidos de que hacia ese punto todos vamos a llegar igual, y creo que esa parte también tenemos que tenerla clara, porque luego viene la decepción de [que] no vale la pena seguir” (Natalia). Por ello, la “reflexión interna” (Natalia) y el “trabajo al interior de las comunidades” son fundamentales para avanzar en la autodeterminación. En este sentido, plataformas como el CNI, la CONAMI y ALDEA laboran para empoderar a pueblos y comunidades en clave intercultural –entre pueblos y ante el Estado–, educándolos acerca de sus derechos; por ejemplo: “como CNI también vemos muy importante comenzar a poner este tema de la autonomía y de la libre determinación en las asambleas comunitarias; creamos hace un año una campaña […] que en español le pusimos ‘por una vida digna’; […] es una campaña de […] compartición de los derechos de los pueblos” (Alberto).
Esta asunción del nodo intercultural de derechos conlleva, asimismo, una autocrítica sobre algunas carencias de los pueblos respecto a la dignidad humana, como la violación de los derechos de las mujeres: “la venta de niñas en [el estado de] Guerrero; […] no podemos permitir que por hablar de usos y costumbres se vulnere la vida y la dignidad de las niñas y de las mujeres” (Ivet).
Más allá del trabajo comunitario con este pueblo o aquella comunidad, las y los entrevistados subrayan la necesidad de articular y vigorizar el movimiento indígena de alcance estatal, porque entienden que los cambios sustantivos en la relación pueblos-Estado requieren la interlocución de un sujeto colectivo poderoso, capaz de empujar y conseguir la satisfacción de las demandas de autonomía, particularmente porque creen –acertadamente– que el Estado no va a renunciar voluntariamente a su dominación: “tenemos que hacer […] lucha articulada […] para poder hablar de un diálogo o una relación horizontal con el Estado” (Lucía).
Ahora bien, estos testimonios sugieren una dualidad en la actitud que este meta-actor debe tomar respecto al Estado, oscilando entre el “desconocimiento” propugnado por el zapatismo y el CNI, y el diálogo cauteloso que apoyan ALDEA y la CONAMI: “creo que una de las diferencias base entre el zapatismo y ALDEA es que desde ALDEA se reconoce la existencia de un Estado-Nación y se reconoce que tenemos que vivir en convivencia con él” (Luis), mientras que, según Gema, participante del CNI, “nosotros tenemos el derecho ancestral de desconocerlos, de desconocer sus leyes a modo de desconocer sus estructuras, sus cargos y sus decisiones”. ¿Interpelar o resistir? Estas posturas reflejan el clásico debate entre reforma y revolución, puesto en juego en estos momentos en relación con una propuesta de reforma constitucional en materia de derechos indígenas8 : “pensamos que [la propuesta] es buena, positiva, que puede ayudar, pues irá ampliando el camino, pero que no va a ser así como varita mágica” (Natalia); versus “[la propuesta supone] la cooptación de pueblos y comunidades que, ansiosos por hacer valer su autonomía, ignoran que es una trampa y pierden tiempo muy preciado” (Gema) y, en general, “pensamos como CNI que este sistema que estamos viviendo, este sistema capitalista colonial […] va a colapsar, porque no es un sistema sostenible” (Alberto).
El segundo bloque intersubjetivo sobre el desarrollo de las autonomías a futuro atañe a la relación con el Estado. Por supuesto, las miradas reformista y revolucionaria condicionan positiva y negativamente esta posible interlocución, pero incluso desde la posición de “desconocimiento” las y los informantes imaginan escenarios alternativos mucho más favorables al actual en lo que respecta a la actitud y las prácticas estatales respecto a los pueblos originarios. El presupuesto fundamental de esta nueva relación que debería haber entre pueblos y Estado-Nación es el “respeto” (María, José, Alberto, Óscar, Ignacio, Natalia, Ivet), que significa que el Estado reconozca y no viole los derechos de los pueblos según el derecho internacional: “lo que se exige es el respeto a los derechos, respeto al derecho a la libre determinación y, para comenzar, el respeto a las leyes y normas nacionales e internacionales” (Alberto).
Además de este respeto instituyente e institucional, algunas personas informantes apuestan por establecer un espacio de “diálogo” (Jimena, Óscar, Lucía, Natalia) con el Estado que permita exponer demandas, negociarlas y alcanzar acuerdos, o sea, un nodo de encuentro intercultural bajo el presupuesto de la igualdad entre pueblos: “la interculturalidad […] habla de cómo las distintas culturas podemos estar en un diálogo, pero ahí implicaría entrar a ese diálogo [con el Estado] en un plano horizontal, donde podamos también poner en la mesa las relaciones de poder que existen entre las distintas culturas” (Natalia). Por tanto, esta interlocución intercultural necesariamente comporta una reestructuración de las formas lingüísticas y de otras prácticas sociopolíticas, legalizadas o no, que actualmente canalizan la simbolización y materialización de esas “relaciones de poder” con el fin de desarticular las asimetrías existentes. Supone, asimismo, valorizar la diversidad cultural en todos los sentidos –a nivel jurídico, político, administrativo y propiamente cultural– (Jimena, José, Samuel, Valentín, Óscar, Ignacio), desechando la tradicional y perniciosa concepción del Estado-Nación monocultural; en efecto, debería hablarse de un Estado-Naciones o, en la terminología latinoamericana contemporánea, del Estado plurinacional. Ello presupone que el pueblo mexicano y los pueblos indígenas tienen un proyecto en común, como expresa Óscar: “hablar precisamente de Estados plurinacionales implica eso, sentarnos a dialogar y decir ‘queremos proyectar esto’; ‘tú, como miembro de la región sureste, ¿cómo nos organizamos para proyectar esto para que nuestro fin, que es México, pueda salir [lograrse]?’”.
A partir de la voluntad sincera y sostenida de establecer este marco de diálogo intercultural basado en el respeto, la igualdad y la diversidad es que podría construirse una relación que, por un lado, consolidase y mantuviese el mismo marco y, por otro lado, abordase estrategias y proyectos compartidos. Entre las hipotéticas estrategias, se mencionan dos: asegurar el cuidado de la naturaleza y transformar el sistema político-administrativo.
Debido a las luchas por la preservación de sus territorios y dada a la crisis climática por la sobreexplotación del planeta, los pueblos originarios se ven como guardianes de la naturaleza y de la sensibilidad humana de vivir armoniosamente con ella. Al parecer de Jimena, “las regiones más biodiversas del país son las regiones donde están los pueblos indígenas y donde hay territorios comunales; […] hay una apuesta por seguir gestionando de la mejor forma el agua, la biodiversidad y esto a la larga beneficiará a la sociedad en su conjunto”. Con mayor contundencia, Gema declara: “hemos demostrado en los hechos que somos los que mejor hemos cuidado este planeta y a nuestros pueblos”. Esta autoconfianza se extiende a la valoración del potencial de las prácticas indígenas ancestrales para abordar crisis generadas por el paradigma occidental, como indica Alberto: “hay que voltear la mirada a las prácticas de los pueblos originarios, porque muchas de las soluciones a los problemas globales que enfrenta hoy la humanidad pueden estar allá”. De esta manera, la cosmovisión originaria se erige como alternativa rival al ethos colonial(ista), aunque no descarta una cooperación intercultural por el bien común de la humanidad, siempre y cuando se modifique el sentido de la noción de progreso: “se señala mucho que los pueblos indígenas nos oponemos al desarrollo, pero la cuestión es que si se resguardan los territorios es un bienestar de la humanidad para la humanidad, no es un bienestar solamente para ciertos pueblos” (Lucía).
La segunda visión acerca del despliegue de una relación igualitaria entre pueblos originarios y pueblo mexicano concierne la transformación del Estado-Nación actual hacia un ente político incluyente de los pueblos –los cuales no contemplan la secesión a día de hoy–, es decir, capaz no de tolerar, sino de verdaderamente abrazar la diversidad social, política y cultural, y de canalizarla institucionalmente sin articular desigualdades: “romper con esta relación de dominación es atrevernos a ir más allá y dejar de considerar a los pueblos como minorías étnicas, como pueblos originarios dentro de un marco estatal nacional” (Jimena). Se trata de fundamentar la convivencia humana en los pueblos, concretamente en una relación igualitaria entre pueblos. Estos, desde una posición de libre determinación y reconocimiento mutuo, deciden integrar una confederación de pueblos, porque esta les resulta más ventajosa que la independencia política: “déjame a mí, como pueblo […] desarrollarme dentro de lo mío; [eso] no significa que no te pueda apoyar; […] vamos sentándonos y viendo cómo proyectamos eso [de cooperar]” (Óscar).
Discusión
El último medio siglo ha sido testigo de una lucha utópica entre humanismo y realismo en clave política, como refleja el testimonio de estas y estos líderes indígenas. La utopía realista de gobierno, amparada por el entramado institucional que conforma el Estado-Nación liberal-capitalista, enfrenta a la defensiva los embates del humanismo con base en los derechos humanos, irónicamente impulsado por una asociación de Estados-Nación, las Naciones Unidas. Estos derechos configuran nodos de encuentro intercultural en múltiples niveles –moral, institucional, geográfico, etc.– y, en particular, permiten que pueblos con y sin Estado puedan dialogar e intentar resolver sus conflictos.
En América Latina los movimientos indígenas emergen en parte por la asunción del paradigma de derechos y su utilización estratégica, táctica y cotidiana para reivindicar y construir autonomías. Esto supone el desarrollo de subjetividades políticas contrahegemónicas, contra el realismo estatal, capaces de sostener y abanderar la causa emancipadora (Mesén, 2018; Mususú, 2013; Ramos et al., 2013). La presente investigación se suma a estos estudios y apunta que tales subjetividades integran a sus competencias interculturales las nociones de libre determinación, autonomía y autogobierno como ejes conceptuales de sus identidades y reclamos ante el Estado (sección: sobre las autonomías indígenas), hallazgo replicado en otras voces indígenas (Espinoza, 2018; Luna, 2018; Marcos, 2019:149).
De manera crucial, las y los informantes enfatizan al unísono la desvinculación de la autonomía indígena respecto a la voluntad del Estado-Nación, plasmada en sus leyes; la autonomía no puede, por principio, estar sujeta a una heteronomía estatal. Este posicionamiento político genera una contradicción irresoluble para el modelo realista de gobierno, afianzado en los supuestos de monoculturalidad y dominación sobre los pueblos originarios (De Sousa Santos, 2009:202). La crítica de estas personas al Estado-Nación da continuidad contemporánea a aquella de de Las Casas a los conquistadores, el poder político de facto de su época: en ambos casos se censura que el opresor no cumpla con los derechos, que no valore la diversidad cultural y que use la coerción para someter a los pueblos.
Efectivamente, la situación de los derechos indígenas en América Latina ha sido resumida como “reconocimiento sin implementación” (Martínez, 2015). En ese ilusionismo político tan característico del realismo maquiaveliano marcado por la razón de Estado, el Estado-Nación simula creerse el humanismo de derechos con tal de sortear las exigencias morales y políticas de públicos socializados en esta utopía. Aparentar para apaciguar y así dar continuidad al statu quo asimétrico entre pueblos y Estado. En el reciente Informe de la Relatora Especial sobre los derechos de los pueblos indígenas sobre su visita a México (Naciones Unidas, 2018:16) se alerta de “la considerable brecha existente entre la realidad jurídica, política e institucional y los compromisos internacionales asumidos por el país”, brecha que, además, “sigue creciendo”. Este panorama realista se desdobla en los diversos modos de opresión denunciados por las y los entrevistados (sección: sobre la relación con el Estado-Nación) y documentados en otros estudios (Goschenhofer et al., 2008; Osorio et al., 2020; Santana, 2015:191-194). Ahora bien, la subyugación incentiva la autoorganización de los pueblos y las comunidades con el fin de combatirla y desarrollarse autonómicamente.
Si el discurso de estas personas insinúa la utopía humanista en su apelación a los derechos humanos y en su crítica a la desigualdad pueblos versus Estado-Nación, esta queda patente en las consideraciones sobre el futuro deseado (sección: sobre las autonomías indígenas a futuro). Se advierte el anhelo por la consolidación de un nodo intercultural de derechos entre las dos partes que, a su vez, conduzca a la reconfiguración del Estado en uno plurinacional, fundamentado en los valores humanistas.
Las y los informantes demandan “respeto” y “diálogo” en aras de la autonomía originaria; ello presupone, como indican, la articulación de un movimiento indígena inclusivo y coordinado, capaz de parlamentar –y, si es preciso, presionar vía movilización–. En este sentido, el citado Informe de la Relatora prescribe “crear las condiciones para un diálogo sostenido e incluyente con los pueblos indígenas […] y crear una nueva relación entre los pueblos indígenas y el Estado basada en la igualdad, el respeto y la no discriminación” (Naciones Unidas, 2018:16). Este “diálogo sostenido”, sin embargo, ya fue traicionado en una ocasión por el Estado mexicano, con la aprobación en 2001 de una reforma constitucional en materia indígena que desoyó los Acuerdos de San Andrés de 1996 en línea con la razón de Estado (Gómez, 2013). Desafortunadamente, la actual propuesta de iniciativa de reforma constitucional no cuenta con el apoyo de la mayoría de comunidades indígenas, con el CNI al margen; y otra vez está sujeta, si se tramita, a las vicisitudes del juego partidista, por lo que de nuevo estamos ante un diálogo condicionado y dispar.
A la espera de que se concrete este espacio dialógico horizontal, las personas entrevistadas proyectan una transformación del Estado-Nación, el cual presumiblemente se iría metamorfoseando mediante el mismo diálogo. Si bien los casos de Bolivia y Ecuador pueden considerarse ejemplos de avanzada en este aspecto, debe enfatizarse que el Estado plurinacional que postulan estas y estos líderes indígenas no deriva de un nuevo texto constitucional, ni tampoco depende de los vaivenes de la política electorera; se trata, más bien, de trasmutar las subjetividades políticas, hoy mayoritariamente ajenas a la interculturalidad y sujetas al realismo, para que puedan vehicular una comprensión verdaderamente humanista de la sociedad, la política y las relaciones entre pueblos. En palabras de una informante:
Hemos comentado con otras compañeras, compañeros sobre Bartolomé de Las Casas y la discusión que tuvo con [Ginés de] Sepúlveda sobre la necesidad de reconocer al indio con alma. Yo creo que seguimos atrapados en esa misma concepción actualmente. Creo que habría que subvertir todo eso y solamente así podemos pensar un mundo sin colonizados, más allá de estas formas coloniales que siguen permeando en todas las dimensiones del Estado, y quizá en ese momento, imaginemos algo más emancipador (Jimena).
Según Sánchez (2010:286), “lo clave es que la nueva organización estatal plurinacional, pluriétnica e intercultural se configure a partir de los principios de diversidad, autodeterminación e igualdad”; empero estos principios deben estar arraigados en las subjetividades individuales y colectivas o, de otra forma, la pretensión de plurinacionalismo quedará en otro ejercicio de simulación.
En suma, el humanismo de gobierno planteado subvierte esa hipostasiación –llamada Estado-Nación– del deseo (de un) colectivo de controlar a otros (colectivos). Superar esta tiranía política implica dejar de gobernar al Otro para gobernar con Él de manera mutuamente consentida; significa establecer una confederación o asamblea de naciones con un proyecto común, algo que recuerda al confederalismo democrático practicado en el Kurdistán (Öcalan, 2019); supone, en consecuencia, aceptar que son los pueblos, y no los Estados, quienes fundamentan la convivencia humana y los arreglos políticos. En esta visión construccionista del Pacto Social, basada en los pueblos, los Estados se relativizan, siendo el resultado de pactos entre pueblos; pactos voluntarios que, por tanto, pueden hacerse, rehacerse y deshacerse9 . Finalmente, todos los pueblos se autodeterminarán.
Por último, además de la interculturalidad y la plurinacionalidad, las subjetividades analizadas proponen la extensión del humanismo jurisdiccional en clave mexicana a uno planetario, para el beneficio de la humanidad. Los pueblos indígenas representarían un reservorio de diversidad cultural y prácticas respetuosas con el medio ambiente y las personas, o sea, un modelo civilizatorio humanista que rivaliza y aspira a reemplazar la mentalidad moderna afincada en el realismo (López, 2016). La inserción de los movimientos indígenas latinoamericanos en el altermundismo muestra que, en efecto, esta lucha utópica posee envergadura global.
Conclusiones
Se verifica la hipótesis de que la utopía humanista de gobierno se manifiesta en el discurso de estas personas originarias politizadas, tanto en la crítica al realismo operante en la situación actual de los pueblos indígenas en México como en el deseo de emancipación y en la proyección utópica hacia una sociedad intercultural, de acuerdo con el humanismo lascasiano. Esta sociedad ideal –eu-topia–, que pretende desplazar al realismo, encarna la trinidad moral humanista –igualdad, diálogo, diversidad– y articula un nuevo Pacto Social, como convenio voluntario, dialógico y revisable entre pueblos iguales.
Debe reconocerse que la modernidad de cuño europeo ha generado ciertos avances para la humanidad, principalmente a nivel científico y tecnológico; sin embargo, como señala Rousseau (2021), a cambio ha sacrificado la convivencia humana en el altar del realismo político, fomentando la desigualdad entre personas y pueblos. El retorno del humanismo en forma de derechos humanos abre la puerta al desmantelamiento del enfoque realista, particularmente en relación con grupos históricamente vulnerados, como los pueblos originarios. El futuro se ‘escribe’ desde el presente, a partir de la creatividad humana y las aspiraciones políticas de personas como las que han dado testimonio en esta indagación; se ‘escribe’ mediante la formación de subjetividades políticas alternativas, que condenan la opresión realista e imaginan otro mundo. Politólogos contemporáneos dan cuenta del “ahuecamiento” de la democracia liberal-representativa, motor del Estado-Nación (Mair, 2013); esta deslegitimación simbólica, lejos de desanimar, puede interpretarse esperanzadoramente como una ruta para acelerar la implosión del decadente orden sociopolítico de corte realista, y para incentivar la producción de nuevas formas de organización política, mucho más emancipadoras y humanas. Este estudio contribuye modestamente a este gran proyecto de transición epocal, visibilizando subjetividades políticas emergentes.
Con todo, se trata de una indagación exploratoria y limitada. Aunque la crítica a la subyugación indígena al Estado-Nación ha sido investigada extensivamente, debe profundizarse en el análisis de su articulación con los imaginarios emancipadores. Cuestiones a examinar incluyen: ¿Qué papel juega la imaginación utópica en la construcción de un movimiento indígena capaz de interpelar al Estado? ¿Cómo se lidia con la tensión entre el deseo utópico y la realidad distópica? ¿Cómo embona el humanismo de gobierno indígena con otras utopías, aparte del realismo? Por otro lado, la selección de una muestra intencional restringe la representatividad de los resultados, aunque aquí se hayan verificado algunos hallazgos previos. Otros estudios podrían escrutar las subjetividades de personas miembro de grupos politizados, pero no pertenecientes a los liderazgos, o podrían incorporar testimonios de indígenas convencidos del realismo.
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Notas
1 La interculturalidad “trata de impulsar activamente procesos de intercambio que, por medio de mediaciones sociales, políticas y comunicativas, permitan construir espacios de encuentro, diálogo y asociación entre seres y saberes, sentidos y prácticas distintas” (Walsh, 2005:6-7).
2 El derecho de libre determinación se aplica por primera vez a los pueblos indígenas en el Convenio núm. 169 sobre pueblos indígenas y tribales en países independientes de 1989, de parte de la Organización Internacional del Trabajo, en cuyos artículos 3 y 4 se especifica la libre determinación, aunque limitada a “cuestiones relacionadas con sus asuntos internos y locales”. A su vez, el Convenio deriva en la Declaración de las Naciones Unidas sobre los derechos de los pueblos indígenas de 2007, que reitera ambos artículos, con el mismo redactado. Así, Naciones Unidas se inscribe, de momento, en la concepción estatista, que subordina la autodeterminación de los pueblos al Estado, como “asuntos internos y locales” en el marco de la estatalidad.
3 En México se vive la misma contradicción que en otros Estados latinoamericanos, entre un discurso estatal de derechos indígenas y políticas públicas neoliberales contrarias al desarrollo de su autonomía. El tema de la autonomía ha sido igualmente pensado como prerrogativa estatal y como derecho anterior al Estado mexicano que legitima las autonomías de hecho, por ejemplo, los Caracoles zapatistas.
4 La muestra incluye seis mujeres y seis hombres de siete pueblos indígenas (tres nahuas, dos mayas, dos otomís, dos zapotecos, uno mixteco, uno tepehuano y uno zoque) y dos personas no indígenas. Seis personas participan en el Congreso Nacional Indígena (CNI), tres pertenecen a la Coordinadora Nacional de Mujeres Indígenas (CONAMI), tres se desempeñan en la academia y, de las dos personas no indígenas, una es funcionaria de medio nivel en el Gobierno de la Ciudad de México y se encarga de asuntos indígenas, y la otra trabaja en una asociación civil que facilita la iniciativa indígena Alianza por la Libre Determinación y la Autonomía (ALDEA).
5 Los nombres han sido cambiados para garantizar la anonimidad. Las entrevistas fueron realizadas entre abril y mayo de 2022. Para evitar repetitividad y facilitar la lectura no se incluye la fecha de entrevista en cada uno de los numerosos testimonios que aparecen en esta sección.
6 Como contrapunto, la funcionaria gubernamental presenta un discurso triunfalista y políticamente interesado: los pueblos “abrazan una razón de izquierda” y apoyan el proyecto político del presidente López Obrador; a diferencia de gobiernos anteriores, ahora se respeta su libertad de expresión; los pueblos “son muy nobles y buenos”, además de patriotas, y en relación con México están “superintegrados y superidentificados”.
7 El mal llamado “Tren Maya” es un proyecto ferroviario turístico en construcción en la península de Yucatán, impulsado por el presidente mexicano, sin la anuencia de los pueblos mayas.
8 Representantes de la Tribu Yaqui entregaron la Propuesta de iniciativa de reforma constitucional sobre derechos de los pueblos indígenas y afroamericano al presidente López Obrador el 28 de septiembre de 2021. A día de hoy, enero de 2023, no ha sido considerada formalmente por el Congreso.
9 Ver Compte (2021) para un análisis de la pugna actual entre el Estado español y el pueblo catalán en torno al derecho de autodeterminación, que arriba a esta misma conclusión de construir el Pacto Social a partir del diálogo intercultural entre pueblos.