Sirviendo a dos patronas: La vida de María Escandón con Rosario Castellanos y Trudi Blom

Serving Two Mistresses: María Escandon’s Life with Rosario Castellanos and Trudi Blom

Carter Wilson[1]
Traducción: [2] María Luisa Ávila[3]

Al saber que quería ser novelista, el antropólogo Karl Heider sugirió que me podría ser útil aprender las técnicas de observación de campo y recopilación de datos propias de su profesión. Esto fue lo que inicialmente me trajo a vivir a una comunidad maya a las afueras de la ciudad colonial de San Cristóbal en el verano de 1963. En San Cristóbal, uno de los lugares que con el paso del tiempo llegué a conocer bastante bien fue Na Bolom. La propiedad, enorme edificio que ocupa toda una cuadra con varios patios, capilla, amplios jardines y un bosquecito que se extiende por un cerro en la parte posterior, había sido comprada y remodelada como centro de investigación y casa de huéspedes por el arqueólogo danés Frans Blom y su esposa suiza Gertrudis Duby, conocida como “Trudi”, fotógrafa y reportera capaz de armar revuelo en nombre de las buenas causas. Fueron los Blom los que eligieron el nombre “Na Bolom”, que significa “Casa del Jaguar”.

En 1963, María Abarca Escandón ya trabajaba en la cocina de Na Bolom, una sala de techo alto cuyo tragaluz daba al cuarto la sensación de estar a gran profundidad bajo el agua. Una vez que aprendí las rutinas de la casa, se me permitía tocar en la gran puerta de madera de la cocina para hablar con miembros del personal, un privilegio del que no gozaban los huéspedes de pago de Na Bolom. Así es que debo de haber saludado a “Mari”, como se la conocía con su mandil azul de cuadros, una infinidad de veces. Pero no le presté mucha atención ya que en aquellas fechas mostraba sólo un interés incipiente en la escritora mexicana Rosario Castellanos y no tenía ni idea de que Mari había sido su sirvienta y cuidadora durante la mayor parte de la vida de Rosario.

Es decir, que fue por una especie de etnografía de urgencia que una fría mañana de febrero de 2009 yo estaba esperando en el patio principal de Na Bolom a que alguien de la oficina tocara la campana para llamar a Beti Mijangos, una amiga de los viejos tiempos que trabajó con Mari más de 30 años. Al notar que la campana no funcionaba, mandaron un muchacho a buscarla a su casa al fondo del jardín.

En Na Bolom ha cambiado casi todo. Frans Blom lleva muerto cuarenta y siete años. Trudi Blom, diecisiete, y Doña Mari casi tanto como Trudi. Hoy los huéspedes desayunan en el patio con un menú a la carta —“Huevos Frans Blom”— en lugar de sentarse en el comedor a la mesa señorial de Trudi. Hubo un tiempo en que por los altavoces del patio sonaba música disco por las tardes, pero eso ha terminado. A lo largo del corredor amarillo hay fotos tamaño póster —Frans en 1922 poco después de llegar a México, una Trudi joven de perfil con un gran sombrero negro y pechera blanca de volantes— supongo que para dar a aquellos que no sienten la presencia de los Blom alrededor alguna sensación de cómo debe haber sido en los días en que estos carismáticos personajes todavía acechaban el lugar.

Beti llega por fin, tan ligera a sus setenta años como era hace casi medio siglo, apreciativa, sonriente, hermosa. Vamos a una mesa junto a la pared y me ofrece de desayunar, pero nos limitamos a tomar café que nos trae un mesero deferente, vestido de chaleco negro igual que su corbata de moño.

Doña Mari, dice Beti, tenía ocho años cuando su madre se la “dio” a la madre de Rosario Castellanos —“dio” es la palabra que usa Rosario—. Mari se convirtió en la cargadora de Rosario, la mayor de los dos hijos de César y Adriana Castellanos, vecinos destacados de Comitán, una ciudad de camino hacia la frontera guatemalteca. En un ensayo escrito en 1970 en Tel Aviv, a donde había ido como embajadora de México en Israel, Rosario dice que no sabe si la tradición de la cargadora sobrevive en donde ella creció en Chiapas. En las casas de los acaudalados una cargadora era una compañera de la hija del patrón, de edad similar —Rosario tenía siete años cuando llegó Mari—, una “compañera de juegos” dice la escritora, pero también a veces una especie de juguete, un “simple objeto” en el que la amita podía descargar sus frustraciones.

Recuerdo haber visto cargadoras en la década de 1960, muchachitas andrajosas, descuidadas y flacuchas que, además de cargar los paquetes y pertenencias de sus “encargos”, ocasionalmente cargaban niñas mejor vestidas casi del mismo tamaño que ellas para ayudarlas a cruzar la calle lodosa, o se deslomaban al subirlas por las escaleras, escalón por escalón, a pesar de que era notorio que la privilegiada tenía piernas propias en perfecto funcionamiento. El hecho de que las cargadoras tuvieran que andar cargando “sus niños” es un detalle que Rosario no menciona.

La crítica e historiadora Cynthia Steele se hizo amiga de Mari a principios de los años noventa y escribió un brillante y amoroso retrato de ella que se publicó en español en la revista Inti en 1995. Cuando Cynthia le leyó a Mari lo que Rosario había escrito sobre ella, Mari rechazó por completo la idea de que ella hubiera sido cargadora. Le dijo que tenían casi la misma edad —Mari tenía dos años más que Rosario, según Cynthia— y además eran casi del mismo tamaño como para que ella la anduviera cargando. En su ensayo, Rosario tampoco menciona que hubiera golpiza alguna.

Mari le dijo a Beti que recién llegada a la casa de los Castellanos —sería en 1932— dormía en el suelo en un cuartito junto a la cocina. Además de sus deberes para con la amita, barría y picaba cosas para las cocineras y ellas la golpeaban con el palo de la escoba. La madre de Mari era una lavandera guatemalteca que vivía en el barrio de Comitán donde hacían las panelas.[4] Llegaba todos los meses y le daba a Mari un centavo. Más tarde Mari pasó a dormir en un mínimo nicho, un simple hueco bajo la escalera, en un catre pequeño de tablas, con sólo un petate para taparse. Y Rosario, su pequeño “encargo”, a veces también la golpeaba.

¿Era cierto? Es difícil saberlo ahora, siendo que ya no vive ninguno de los posibles testigos. E incluso en la época en que mi amiga Beti conoció a Mari, tenía razones de peso para el resentimiento, pues había habido un distanciamiento entre Rosario y ella. A cambio de años de dedicación a la familia Castellanos, primero en Comitán y luego en la Ciudad de México, a principios de los años sesenta Rosario liquidó a Mari y la mandó de regreso a Chiapas. Y aunque Mari apenas sabía leer, debe de haber sabido que la creciente reputación de su anterior patrona descansaba, en gran parte, en la defensa que Rosario hacía de la igualdad en general y cada vez más de la igualdad para las mujeres mexicanas.

El relato de Rosario de su relación —se llama “Herlinda se va”— es notable por su frialdad. Cynthia Steele le preguntó a Mari si Rosario era cariñosa, y Mari le dijo que como patrona no. Aunque era buena persona… En el recuento de Rosario de sus primeros años juntas, cuando por fin se dio cuenta de que Mari era una persona y no un objeto —no dice qué edad tenía cuando le llegó la “deslumbrante” revelación pero ambas muchachas estaban en la adolescencia—, Rosario se prometió pedirle perdón a Mari de manera inmediata y nunca más volver a aprovecharse de su estatus para humillar a una persona. Sin embargo, el pedir el perdón de Mari no mejoró las cosas. “Entre una Mari sorprendida y una Rosario indefensa no había contacto posible”, dice la escritora. Cada una se retiró al lugar que la sociedad les había destinado, Mari a la cocina de los Castellanos, Rosario a sus estudios. “Aunque estábamos cerca la una de la otra, llevábamos vidas paralelas…”.

Según lo que Mari le contó a Cynthia, nunca ocurrió la escena en la que Rosario pedía perdón. Invención de una escritora de ficción. Añade Mari: “Nunca se preocupaba por mí y eso que yo la quería mucho y a sus papás también. Nunca pensaba en mí. Y estuve con ella veinte años”. —De hecho fueron veinticinco.—

Hasta los cuarenta y nueve años, cuando era embajadora de México Rosario Castellanos prendió una lámpara defectuosa al salir de la regadera en su casa de Tel Aviv y se electrocutó, su vida había estado marcada por una serie de roces con la muerte. Como escritora se propuso desarmar las trampas ocultas que encontró en el camino y trazar meticulosamente mecanismos internos por el bien de sus lectores.

También sus personajes estaban alerta de los peligros: En “Tres nudos en la red”, una madre trata de interesar a su hija adolescente en el trabajo doméstico haciendo de éste un juego. La hija, al darse cuenta de que le habían puesto una trampa, contestó: “eso es trabajo de sirvientas”. Otro ejemplo: en una iglesia cerrada de Comitán la niña narradora de la novela Balún Canán está aterrorizada por una representación sangrienta de la Crucifixión y trata de escapar, pero se topa con las puertas cerradas. “Estoy cogida en la trampa”. “Nunca podré huir de aquí. Nunca. He caído en el pozo negro del Infierno”.

La primera gran trampa que Rosario tuvo que eludir en la vida fue la existencia que el destino le había preparado por el hecho de haber nacido mujer en la aristocracia terrateniente de Chiapas: una educación anodina, un matrimonio sin amor, sexo sin pasión, un bebé por año, dejar todos los asuntos en manos de un esposo insensible y tosco hasta llegar al punto en que la mujer no tendría noción de cuáles podrían ser sus propios deseos o necesidades. De su escape a la libertad de inventarse a sí misma cuando todavía era una niña, Rosario le da el crédito a Lázaro Cárdenas, presidente de México de 1934 a 1940, pues fue Cárdenas quien ordenó la redistribución de los latifundios, lo que a su vez lanzó a la deriva a gran parte de la clase social de la que venía Rosario.

Los Castellanos y otras familias chiapanecas desplazadas se reagruparon en la Ciudad de México, “el lugar preciso para disimular la derrota,” en palabras de Óscar Bonifaz, poeta comiteco compañero de Rosario. Los Castellanos se llevaron a Mari Escandón con ellos a la capital, aunque en el relato de Rosario “Tres Nudos” no aparece ningún personaje de sirvienta que les haga las comidas y les aligere los días solitarios y alienados de la madre, el padre y la hija adolescente de la historia de Rosario. Rosario fue a la prepa y luego a la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM), donde estudió Filosofía en lugar de Literatura porque, como les platicó a sus amigas gringas Janet Marren y Marcey Jacobson, sabía que tarde o temprano llegaría a la literatura por su propia cuenta.

Sus padres murieron el uno un mes después del otro, cuando Rosario estaba a punto de cumplir veintitrés años. Durante la enfermedad de su madre, Mari demostró ser más comprometida y abnegada como enfermera que Rosario, que se había sentido abandonada y descuidada en su infancia. Mari, en palabras de Rosario, “quería a mi madre con un cariño más profundo y filial”. De modo que cuando llegó el momento, Mari estuvo de acuerdo en cumplir el deseo que Adriana Figueroa de Castellanos expresó en su lecho de muerte, que ella, Mari, cuidara a Rosario por el resto de sus días.

La trampa que la madre puso a Rosario resultó ser sutil y en principio sonaba conveniente. Mari creó para Rosario en la ciudad de México una vida hogareña de rutinas tan cómodas e inalterables que, como dice Rosario, “no necesitaba ni siquiera pedir nada: todo estaba siempre listo. El baño en el momento preciso, la ropa lista para cada ocasión, las comidas a tiempo…”. A cambio, la joven poetisa aceptaba la disciplina de Mari, agradecía y se mantenía dentro de los “límites” que le habían marcado, el estudio, la recámara y la sala. De este modo, una persona de mentalidad al mismo tiempo más independiente y conflictuada que nadie “se ponía en manos de” Mari, como ella misma dice, “con total confianza y pasividad.”

Teniendo en cuenta sus contradicciones, este arreglo no podía durar. Y sin embargo duró. En 1951, a los veintiséis años, Rosario volvió a Chiapas para encargarse de la dirección de los programas culturales del estado. Pero contrajo tuberculosis y tuvo que volver a la capital en busca de tratamiento y descanso. Por más que la tuberculosis era contagiosa, Mari se negó a abandonar a su “encargo”. Mientras estaba en proceso de recuperación, leyó La Guerra y la Paz. Cinco años después, Alfonso Caso, director del INI, el recientemente creado Instituto Nacional Indigenista, le pidió que volviera a Chiapas a escribir obras y dirigir un teatro de títeres en el Centro Tzotzil-Tzeltal. Se llamaba Teatro Petul y era un teatro itinerante diseñado para promover salud y educación públicas y llevar mensajes “civilizadores” a los mayas de Los Altos.

Mari fue con ella y se ocupaba de la casa en San Cristóbal, mientras Rosario viajaba por las comunidades adquiriendo una extraordinaria especie de clarividencia, una revisión de su vida anterior que iluminó el periodo intensamente creativo que siguió. La resistencia de los indios a los intentos del INI de atraerlos al mundo “moderno” sorprendió a Rosario Castellanos menos que a sus compañeros. Después de todo, ella había embebido esa resistencia. Sus compañeros escritores y antropólogos podrían llamar la atención sobre la chocante servidumbre anacrónica de los indígenas, pero ninguno de ellos tenía el conocimiento de los actores del otro lado de la ecuación, los ladinos o blancos que basaban sus ingresos en la explotación de la mano de obra india. Rosario Castellanos podía enumerar dormida las complejidades del esnobismo ladino, las conocía como a sí misma por ser una de ellos.

Pasando de la poesía a la ficción, en seis años publicó tres libros situados en el sur de México, una región con mucho en común con el sur de Estados Unidos, como ella misma señaló en un ensayo, donde el factor vital dominante apunta a los malentendidos y la desconfianza entre dos razas. Estos trabajos incluyen su obra maestra, la novela Balún Canán, de 1957; un libro de cuentos, Ciudad Real, de 1960, y su otra novela, Oficio de tinieblas, de 1962, que traslada una rebelión maya del siglo diecinueve a la época de Cárdenas.

Elena Poniatowska, otra integrante del triunvirato de extraordinarias mujeres novelistas del siglo veinte en México, cree que más allá de la singular posición social de Rosario, había una razón personal que le permitía evitar tratar a los indígenas con excesivo sentimentalismo. A pesar de tener un gran talento para hacer amigos y mantenerlos, Rosario sufrió toda su vida de una soledad esencial, similar a la soledad del mellizo que sobrevive a su hermano fallecido.

La niña narradora de Balún Canán tiene un hermanito que muere de repente. En la vida real, los padres de Rosario dieron a entender que consideraban una “injusticia” haber perdido a su hijo y heredero mientras que ella, la hija, continuaba “vivita y coleando”, en palabras de Rosario. La narradora de Balún Canán describe a su maestra con su vestido negro “tan pequeña y tan sola como un santo dentro su nicho”. Cuando su hermano todavía vivía, los padres les dicen que llamen “tío” a un cantante itinerante aunque no tenía relación familiar con ellos “para que se sienta menos solo”. Elena Poniatowska relaciona el aislamiento personal de Rosario con el descuido nacional que se traduce en repudio hacia los indígenas. “Rosario se acerca a ellos no sólo por Comitán o Chiapas, su lugar de origen, sino porque reconoce en su abandono, su propia soledad”. Por “abandono”, Poniatowska quiere decir, entre otras cosas, la inveterada historia de México de dejar a los indígenas que se las arreglen por sí solos mientras el resto de la nación se encamina en busca de la modernidad.

Considerando mi ambición juvenil, es probable que haya sido mejor que no supiera nada de Rosario Castellanos cuando llegué a Chiapas por primera vez, seis años después de que ella hubiera vivido allí por última ocasión. Los antropólogos que me formaron no estaban en contra de la literatura, nos querían hacer creer que realizábamos investigaciones originales. Nos hicieron creer a los alumnos que con la excepción de Los peligros del alma, el relato sobre el municipio de Chenalhó de Calixta Guiteras-Holmes, el resto del reducido conjunto de obra etnográfica sobre los mayas era inferior a lo que el Proyecto Chiapas de Harvard iba a llevar a término. Como buenos ignorantes, y al mismo tiempo orgullosos de nosotros mismos —es decir, como buenos estudiantes de licenciatura de Harvard—, suscribimos esa opinión sin mayores reparos. Sabíamos que el teatro de títeres del INI había sido un experimento interesante, pero nos enseñaron a menospreciar los demás proyectos del Instituto. De acuerdo con nuestros estándares, su propósito era impuro —los antropólogos mexicanos querían cambiar las condiciones, no se limitaban a estudiarlas— y sus esfuerzos hasta el momento habían sido fallidos. Cuando me iba de México al final de aquel primer verano compré una copia de Ciudad Real de Rosario Castellanos, pero su vocabulario era tan rico y mi español tan mediocre que no pude acabar de leerlo.

En la década de 1920, Frans Blom y el escritor estadounidense Oliver Lafarge publicaron un estudio en tres volúmenes de asentamientos mayas antiguos y actuales de México y Guatemala con el nombre de Tribus y templos. Blom también trabajó en los principales descubrimientos olmecas, ayudando a excavar las misteriosas cabezas monstruosas de las ciénagas plagadas de insectos de Tabasco y Veracruz. Separado de su puesto en la Universidad de Tulane por mala conducta relacionada con la bebida, se encontraba sin rumbo en la selva lacandona del sureste de Chiapas cuando apareció Gertrudis Duby y se enamoraron.

Trudi era tan enorme y contradictoria como un personaje de Balzac. Los periódicos alemanes la habían apodado “Trudi la Roja” por sus manifestaciones contra Hitler en mítines en los años treinta. En su encarnación mexicana aparecía peinada y minuciosamente maquillada, con las cejas depiladas y pintadas en forma de arco, adornada con aretes y pulseras de plata recargados de piedras semi preciosas, a guisa de extraño árbol navideño precolombino. En todo lo que tenía que ver con su propia persona era monárquica, feudal en la forma que gobernaba Na Bolom y, para todo lo demás, una ardiente demócrata. Cuando un grupo de lacandones de la orilla del río Jataté moría de hambre, Trudi organizó una campaña internacional de apoyo y voló en una avioneta con los víveres donados para salvar a la comunidad. —La prensa mexicana la llamó la “Reina de la Selva”.— Trataba a los lacandones como si fueran sus entenados personales y se pavoneaba en su territorio vociferando a todo el mundo en alemán, francés, español o inglés en tono condescendiente. Sin embargo, Trudi también fue la primera fotógrafa que retrató a los mayas de una manera que les otorgaba toda su humanidad. Su personalidad era tan fuerte que su amigo, Jorge Bolívar, dijo que si se enteraba de que ella se había ahogado en un río, buscaría su cuerpo río arriba.

En teoría, los huéspedes de Na Bolom debían tener serios intereses científicos, pero de hecho cualquiera que tuviera dinero podía conseguir una de las aproximadamente quince habitaciones, todas con nombres de los pueblos indígenas de los alrededores y decoradas con textiles y utensilios encontrados en ellos. La profunda y frondosa tranquilidad de la casa proporcionada por un ejército de fieles jardineros, cocineras y doncellas, se veía perturbada con frecuencia por los escándalos de los dueños —Janet y Marcey, las artistas neoyorkinas amigas de los Blom, dieron en llamar la casa “Na Baloney[5]”—. Frans solía pasar el día tumbado en una silla en la biblioteca con dos de “sus” lacandones de pelo largo y túnica blanca agachados a sus pies, la misma imagen del déspota colonial de las novelas de Conrad. Tenía una camarilla de amigos borrachos que le hacían compañía y la parranda llegó a desmandarse tanto que Trudi acabó por prohibir el alcohol en la casa por completo.

Curiosamente, considerando sus muchos años de lealtad a Frans y Trudi, mi amiga Beti Mijangos asomó a sus vidas inicialmente causando problemas. Beti nació en 1932 en una de las pocas familias ladinas del lejano municipio cafetalero de Bachajón. Cuando era pequeña su madre los abandonó y su padre trajo a Beti y al resto de la prole a vivir a San Cristóbal. Para divertirse, Beti y sus amigas solían merodear por la sombreada calle y al llegar a la puerta de Na Bolom tocaban la campana para luego salir corriendo. Cuando por fin las atraparon. Don Pancho, como llamaban a Frans, las regañó alto y claro. Pero después Beti pasó a ser bien recibida en la casa, cuando tenía veintitantos años la contrataron de cocinera. Frans y Trudi la trataban más como hija que como empleada, algo parecido a una hija adoptiva, puesto que los Blom no tuvieron hijos propios por haberse casado siendo ya de mediana edad.

Trudi era la más posesiva. Un viajero canadiense llamado Bill Ballantyne estuvo bebiendo con Frans y luego lo llevaron a una fiesta en el pueblo tseltal de Tenejapa al que en aquellos días era mucho más difícil llegar desde San Cristóbal que ahora. Prendado de Beti, se propuso cortejarla, pero cuando Trudi se dio cuenta de lo que estaba pasando se las arregló para mantener a Beti alejada del joven Ballantyne durante el resto del viaje. Los que predijeron que Trudi se reservaría a Beti para ella y su vejez se sorprendieron cuando en 1964 Trudi consintió por fin la boda.

Trudi y Rosario Castellanos se hicieron amigas en la época en que Rosario dirigía el teatro de marionetas del INI. Rosario y Mari Escandón estaban de vuelta viviendo en la Ciudad de México cuando Beti fue allá acompañando a Trudi en un viaje. Se quedaron en casa de Rosario y Mari se ofreció a compartir la cama con Beti. A Trudi eso le pareció bien, pero se enojó porque pusieron a Beti a comer en la cocina, y le dijo a Rosario que en esas circunstancias ella y Beti no podían quedarse, agarró la maleta y salió hecha una furia.

Considerando la fama de Gertrudis Duby de Blom, una rabieta bastante común. Pero por lo que se refiere a Rosario Castellanos, el incidente es un recordatorio de que aunque los sucesos de la historia puedan cambiar nuestros destinos o de que podamos reinventarnos como un reproche a nuestros orígenes, en alguna parte de nosotros es inevitable retroceder a lo que fuimos. En este caso a la Rosario Castellanos educada hacía mucho tiempo en las costumbres de Comitán se le escapó un detalle. Confundida por el hecho de que en Na Bolom Beti estaba en la cocina, o quizá porque la modestia de Beti le puede dar una apariencia humilde, Rosario no supo reconocerla como perteneciente a su misma clase. O también puede ser que simplemente no se dio cuenta de que Beti se había convertido en una persona muy querida para Trudi.

En 1959 Beti fue a Estados Unidos a trabajar para la familia de Fred Whipple, astrónomo de Harvard que descubrió seis cometas. En Boston aprendió inglés aunque ahora dice que lo ha olvidado. Volvió a casa en 1961 o 1962 porque Frans Blom se había enfermado. Al regresar se encontró con que Mari estaba a cargo de la ajetreada cocina de Na Bolom.

¿Qué había pasado?

En lugar de evitarla en esta ocasión, la pasión había hecho a Rosario cómplice de caer en su propia trampa. Durante diez años había estado enamorada de Ricardo Guerra, profesor de Filosofía de la UNAM. Llegó a escribirle, “Nunca pensé que se pudiera necesitar tanto a nadie, como yo te necesito a ti”. La mirada de otros la hacía sentirse como “un insecto en el microscopio”, decía; sólo Guerra la hacía sentir como una persona en presencia de otra persona. —La forma de su obsesión indica que bien puede ser que en su mente Guerra llenaba el vacío dejado por la muerte de su hermanito. Balún Canán acaba con la niñita garabateando por todas partes el nombre de su hermano, escribiéndolo una y otra vez en el piso del patio, las paredes del corredor, en su cuaderno.—

En 1951, el hombre al que Rosario consideraba su único “Otro” posible se casó con otra mujer sin molestarse en comunicárselo. Ella siguió escribiéndole cartas simpáticas y observadoras pero también reveladoras y autodenigrantes, mientras que él se fue a vivir a Paris y luego a Heidelberg. A principios de 1958, el año de la publicación de Balún Canán, Rosario había vuelto de Chiapas a la Ciudad de México. Ricardo Guerra había regresado de Europa, estaba divorciado y se casaron, Rosario con treinta y tres años y vestida de blanco.

Para Mari debe de haber sido una sorpresa. Mientras, la relación se desarrollaba principalmente por correo y en la cabeza de Rosario —pues Guerra sólo contestaba sus cartas muy de vez en cuando—, Mari no se había dado cuenta de que estaba en presencia de un gran amor, aunque sólo de parte de Rosario. Pero una vez que se encontraron bajo el mismo techo los lamentables defectos del hombre en cuestión deben de haberse hecho patentes a la sirvienta muy pronto. Guerra era no sólo bebedor sino también mujeriego impenitente. El matrimonio resultó un infierno. —En el cuento Lección de cocina, la joven esposa piensa, “Gracias por haberme abierto la jaula de una rutina estéril para cerrarme la jaula de otra rutina...”.— Atrapada por completo, Rosario llegó a contemplar el suicidio. Sufrió dos abortos antes de poder finalmente tener un hijo, Gabriel, en 1961. Después vino la separación. Fue hasta 1967 que Rosario comprendió todo el alcance de la infidelidad de su esposo y decidió divorciarse de él. “Un acto de autoestima”, lo llama Elena Poniatowska. Sin embargo, incluso en ese momento, Rosario era capaz de escribirle a Guerra, “Es muy mi gusto y mi orgullo y mi alegría y mi seguridad de saber que mi cuerpo no conoce nada más que el placer que tú le has proporcionado”.

Su matrimonio, escribe Rosario, con el que pasó a estar “bajo la mano de un hombre”, como dicen en Chiapas, liberó a Mari Escandón de la obligación que había contraído junto al lecho de muerte de Adriana Figueroa. Y de alguna forma debe de haber resultado conveniente para Rosario que en 1958 Mari haya tenido que ir a Comitán para acompañar a su propia madre, Francisca Escandón, en sus últimos días. Parece ser que lo que pasó fue que la entrada de Guerra en la pacífica y organizada vida hogareña que Mari había creado alteró el equilibrio entre ama y sirvienta de manera permanente. Según cuenta Cynthia Steele, algunos pensaron que fue la actitud mandona de Mari lo que hizo que el nuevo esposo quisiera que se fuera. Beti Mijangos piensa que la presencia de Guerra volvió a Mari tremendamente celosa e intratable. También es muy posible que, desde su parapeto de vigilancia de sirvienta, Mari supiera más de los devaneos del nuevo patrón de lo que era aceptable para él o para Rosario en su terca ceguera hacia él. Sea como fuere, a la muerte de Francisca Escandón, Rosario le mandó a Mari el dinero que la tradición manda y Mari se quedó en Chiapas.

Al ver que no le alcanzaba para mantenerse, Mari fue primero a trabajar con una gringa y luego a Na Bolom.

Trudi Blom le echó en cara a Rosario que Mari no supiera escribir y apenas leer, decía que nunca se lo habría imaginado. ¡Después de vivir tantos años con una escritora! “Ahí me tienes”, dice Rosario, seguramente citando directamente a Trudi, “jugando a Quetzalcoatl, el gran dios blanco civilizador mientras que a mi lado hay quien camina en la ignorancia”. Avergonzada, Rosario prometió no volver a tener a un sirviente en la incultura de esa manera. No se dio cuenta sin embargo de que la misma Trudi, al tiempo que era muy eficaz para llamar la atención del mundo hacia desastres como la hambruna entre los lacandones o la destrucción de la selva por parte de los madereros, apenas movía un dedo para educar a ninguno de los que hacían funcionar Na Bolom.

¿Y si Rosario usó a Mari todos esos años y la dejó ir como sacrificio por el desavenido esposo? A pesar de lo prolífica que era, le costaba mucho trabajo ponerse a escribir. Le contaba a sus amigas neoyorkinas Janet y Marcey que solía tener que meterse en la cama y fingir estar enferma para poder lograr avanzar algo. ¿Qué tipo de carrera habría podido construirse, qué podría lograr como escritora, alguien que necesita sobre todo tiempo y tranquilidad, sin una Mari que fuera al mercado, chamuscara y desplumara los pollos, cambiara las sábanas? Es bien sabido que la mayoría de las proclamas por la liberación humana han surgido de aspirantes a liberadores que cuentan con mano de obra cautiva que les facilita la vida cotidiana.

Pero hay una complicación más en la historia de Mari Escandón y Rosario Castellanos, la cual Rosario también evitó mencionar por escrito. Ella y Mari eran parientes por consanguinidad, aunque lejana en el árbol genealógico. Cynthia Steele ha rastreado su parentesco: la abuela materna de Rosario, Carmen Abarca de Figueroa, era prima carnal de Trinidad Abarca, el padre de Mari. Pero el padre de Mari, que era albañil y contratista, tenía otra familia legítima, razón por la cual no reconoció a los tres hijos que tuvo con Francisca Escandón ni les dio su apellido. No obstante, parece que las mujeres de la familia Abarca se interesaron por el bienestar de por lo menos las dos niñas Escandón —había también un hermano—. La abuela de Rosario tomó a la hermana mayor de Mari, Carmen, de doncella y, como hemos visto, Adriana Figueroa de Abarca se quedó con Mari, que era su prima segunda aunque mucho más cercana en edad a la hija de Adriana. Aunque Mari era por lo tanto prima segunda de Rosario, en algunas familias por conveniencia la llamarían tía. En la mía a una persona así la llamaríamos “Prima Tal y Tal”, aunque los niños pronto nos daríamos cuenta de que una prima como Mari tenía menos importancia para nosotros que algunos de nuestros otros primos, e incluso podríamos sospechar que nuestro parentesco era del tipo que más tarde aprendí a llamar “ficticio”.

Rosario tenía trece años cuando sus padres levantaron amarras y se fueron de Comitán. Si su madre y su abuela se sintieron obligadas a ayudar a sus parientes ilegítimas menos afortunadas, su sentido del deber no llegaba tan lejos como la Ciudad de México o la tercera generación, especialmente teniendo en cuenta que Rosario se sentía cohibida y molesta por la impuesta relación con Mari.

En Balún Canán la madre de la niña va a visitar a una mujer paralítica. ¿Por qué hace eso su mamá?, le pregunta la niña a su nana indígena. “Para darle una alegría”, contesta la nana, “Se hizo cargo de ella como de su hermana menor”. Y luego, para ampliar la explicación, la niñera le cuenta una versión de los varios intentos chapuceros de los dioses mayas para crear un ser humano antes de que por fin les saliera bien. Aunque el cuento de la nana es como el del Popol Vuh, acaba con un tono más cristiano diciendo que los ricos deben proteger a los pobres por las bendiciones que los ricos han recibido, y que los pobres responderán en nombre de los ricos “ante la cara de la verdad”. La nana concluye: “Por eso dice nuestra ley que ningún rico puede entrar al cielo si un pobre no lo lleva de la mano”.

La nana dobla sus costuras y se para. Pero antes de que pueda dar un paso, la niña pregunta: “¿Quién es mi pobre, Nana?”. La Nana dice: “Todavía no lo sabes. Pero si miras con atención, cuando tengas más edad y mayor entendimiento, lo reconocerás”.

En algunos momentos de su vida, Mari Escandón debe haber añorado ser esa persona para Rosario. Pero al final Rosario no la eligió.

Cuando Beti Mijangos regresó de Estados Unidos a principios de los años 60, no se acomodó para nada bien al nuevo orden que encontró en Na Bolom, Mari Escandón mangoneaba a todos en la cocina. Recuerda que a don Pancho tampoco le gustaba la situación, sobre todo desde que había llegado a la conclusión de que Mari podía ser bruja. Incluso la intrépida Trudi vacilaba antes de ir a enfrentarse con la mujer. Así es que también despidieron a Mari de Na Bolom.

Su reputación como cocinera era tan buena que enseguida consiguió otro trabajo con la familia Muñoa junto al mercadito del barrio de San Francisco. Aunque la viuda Muñoa se iba todos los viernes y dejaba a los sirvientes encerrados en la casa todo el fin de semana. Un día, Mari se encontró a Janet Marren y Marcey Jacobson cuando volvía del mercado con una gallina colgando de un brazo y una canasta de verduras en el otro, y les contó cómo la trataban. Janet y Marcey decidieron que eso no podía ser, fueron de inmediato a interceder con Trudi y Mari volvió a su trabajo en Na Bolom.

La segunda vez Mari se las arregló para llevarse mejor con el resto del personal. Compartía con Beti sus secretos de cocina —platillos que según apunta Beti ya no se piden en Na Bolom ahora que se ha abandonado el menú de Trudi—. Cuando preparaba lo que en inglés llamamos “arroz español”, Mari doraba las alitas de pollo en aceite y luego sofreía el arroz ahí mismo. Preparaba un Pollo de Olla muy fácil en el que se doran las piezas ligeramente en un poquito de aceite vegetal antes de añadir tomates y cebollas, luego sal, pimienta y hojas de laurel desmenuzadas entre las palmas de las manos: se tapa y se cocina a fuego lento una media hora. La receta de Sopa de Pan del libro de Diana Kennedy, Recipes from the Regional Cooks of México (1978), es de Mari. Caldo de pollo con verduras rematado con rebanadas de pan blanco doradas en manteca, platillo de origen español pero elaborado en Chiapas con plátanos y papas fritas, huevos duros y aderezado con canela y clavo.

A los gringos les cuesta entender qué son los ates mexicanos, pastas de fruta gelatinosa servidas como postre en rebanaditas. Los de Na Bolom se hacían con dados de fruta del jardín, manzana, pera y durazno que Mari removía uno por uno durante varios días en ollas de cobre y luego se regalaban en navidades a los clientes y al personal. Mari también hacía la fina mermelada de ciruela de la casa de los árboles de Na Bolom.

Al parecer de Cynthia Steele, era una mujer atractiva bien conservada a sus casi setenta años, “menuda, regordeta, de nariz aquilina y una cabeza hermosa y grande de cabello chino, teñido ahora de color castaño, lo que la hacía parecer diez años más joven”. Tullida de una pierna y mal de una cadera, caminaba encorvada y siempre con aspecto adolorido, Mari se volvió más enérgica conforme iba envejeciendo. Les gritaba a los becarios jóvenes y tímidos y les amenazaba con la escoba. Había peleas que empezaban cuando Trudi se atrevía a meterse a la cocina a dar órdenes, que acaban para sorpresa de todos con la gran señora humillándose un poco y recurriendo a su considerable encanto para congraciarse con Mari. Si le caías bien, Mari podía ser toda amabilidad y venderte a escondidas una hogaza del consistente pan integral estilo alemán elaborado por ella. Sin embargo, había días en que si le pedían pan, incluso sus consentidos, los echaba de la cocina, “no se vende pan aquí”, y se ponía indignadísima como si jamás hubiera oído tal cosa.

La escritora Miriam Wolfe Laughlin, que ha hecho de San Cristóbal su hogar durante casi cincuenta años, recuerda estar en la cama con hepatitis cuando sus hijos todavía eran pequeños. Dos veces a la semana llegaba la comida para toda la familia —vegetariana, porque ninguno comía carne— cortesía de Na Bolom, pero gracias a la atención de Mari, no de Trudi.

Mari vivía entre la cocina y el cuartito llamado “Santa Marta”, afuera, junto al portón trasero. Llegó el momento en que Trudi le legó el cuarto para que Mari no tuviera que preocuparse por dónde pasaría su vejez. Llenó las paredes de imágenes de santos, recortes de revistas y algunas fotos de Rosario. Ahí estaba cuando le llevaron la noticia de que Rosario había muerto en un país lejano en un accidente de lo más raro. —Marcey Jacobson contó que los mexicanos todavía dicen, “Los Judíos mataron a Rosario Castellanos”.— Cuando el hijo de Rosario, Gabriel Guerra, se hizo mayor, solía ir a Na Bolom a visitar a Mari.

Le contó a Cynthia Steele que ella se sabía todas las manías de Rosario, “…cómo comía, cómo se vestía, yo le peinaba el cabello y todo”. Y ahora, como dice Cynthia, Mari peinaba, bañaba y planchaba para otra mujer famosa, Trudi.

En Chiapas se usa “don” y doña” no sólo para personas de alto estatus, sino también para empleados de mucho tiempo con derechos legítimos al afecto. Durante muchos años Na Bolom tuvo tres de ellos, Beti, Mari y doña América, una mujercita alegre, diminuta, de pelo blanco, también encorvada, que lavaba la ropa y las sábanas y las tendía en lazos que entrecruzaban el patio de atrás. El padre de América había sido el dueño de la casa antes de que la compraran los Blom, y América era un hallazgo de Trudi de la época en que estaba estudiando a las soldaderas, mujeres que seguían a los soldados de campamento en campamento en los días de la Revolución mexicana. Doña Beti recuerda a América como una vigilante, rondando la casa en las noches más oscuras con el rebozo tapándole la cara de la que apenas asomaban los ojillos vivarachos, con una vela en una mano y un cuchillo en la otra. La poeta Ámbar Past recuerda cómo, a pesar de lo diminuta que era, doña América se paraba en la cama y aullaba —para darte una idea de qué se siente ser un lobo en lo alto de una montaña.

Frans Blom murió en 1963. En épocas posteriores, estuviera Trudi presente o no, las rutinas de la casa se volvieron tan fijas que aunque fueron y vinieron gerentes, unos buenos, otros ladrones, las cosas seguían funcionando más o menos como siempre. Si la señora se encontraba en la residencia, a eso de las 7:30 am doña América tenía los treinta y tantos floreros de toda la casa alineados en el patio trasero y Trudi llegaba del jardín con sus botas y pantalones seguida por uno de los hombres de la casa con montones de flores recién cortadas. Se paseaba arriba y abajo como general haciendo inspección, mandaba quitar las flores muertas, sujetaba las que se estaban marchitando en los tallos más fuertes y añadía algunos cartuchos a los arreglos. Después de desayunar, pintaba o escribía o cepillaba a Pamir y Sammy, sus afganos caprichosos que mordisqueaban a los huéspedes —el pelo lo guardaba en una concha de armadillo para que las indígenas lo hilaran y le tejieran prendas de ropa—. Después solía dedicarse a dar de gritos por el gusto de dar gritos o para enseñar a los becarios europeos y estadounidenses cómo convertirse en las Trudis del futuro.

Luego, a la 1:30 pm, la campana llamaba a los huéspedes a la gran mesa del comedor. La comida era abundante y de primera calidad, una combinación de comida tradicional chiapaneca, ensaladas del jardín sin amebas y los panes y pasteles que Trudi había aprendido a hacer en su juventud. Mari y otras figuras en la sombra cubiertas con redecillas pasaban los platos por una ventanita en la pared. El alma suiza de Trudi no podía tolerar el desperdicio. Había un letrero que invitaba a los huéspedes a servirse lo que quisieran pero con la advertencia de que tenían que comer lo que tomaran. Se producían escenas de enorme humillación. Trudi desde la cabecera de la mesa amedrentaba a hombres y mujeres adultos para que se acabaran sus acelgas o el pedacito afrentoso de masa de pastel de piña que sobraba en el plato.

En verano, el insistente tamborileo hueco de la fresca lluvia vespertina al caer en las enormes hojas de la oreja de elefante de los patios interiores, el fuego prendido en la biblioteca, los preparativos de los anafres de carbón para quitar el frío de los cuartos de los huéspedes antes de acostarse, las jarras de peltre llenas de leche, café y chocolate calentándose para la cena sobre la llama azul del gas, alguna campana en la distancia, la casa cerrada a la noche desde temprano…

A Mari y a todos los que realizaban estos rituales que preservaban la unidad de Na Bolom les debía parecer que el tiempo se había detenido.

Pero desde luego que no. Conforme envejecía, Trudi se volvió más cascarrabias y con frecuencia andaba desorientada. A finales de los años 80, cuando fui a San Cristóbal, dudaba si ir a visitarla. —“¿Cómo está Trudi? ¿Creen que debería ir a verla?”. “Pues”, me decían, “si quieres que te grite en alemán…” . Así es que mejor no me acercaba.— Beti dice que a veces la encontraban enfrente de la casa, en la calle, sin saber dónde estaba. O le entraba de repente la necesidad de irse. En esos casos le empacaban una maletita, llamaban un taxi, y cuando llegaba todos salían a despedirla; entonces Beti y Trudi se iban, daban una vuelta por el Periférico y después llegaban a casa de Crystal, una señora alemana que les preparaba un té. Luego regresaban a casa y acostaban a Trudi, que se quedaba tranquila y satisfecha.

En Na Bolom señalaban las coincidencias de las fechas de las muertes entre los miembros de la casa. Frans Blom murió el 23 de junio de 1963. Trudi, treinta años y medio después, el 23 de diciembre de 1993, y a la misma hora, justo una semana antes de que el Ejército Zapatista saliera de la selva y ocupara San Cristóbal por unos días. Doña Mari esperó educadamente un lapso de trece días para morir después de Trudi, a la 1:30 de la madrugada. La antigua cargadora estaba a punto de cumplir setenta años. Cuando murió doña América al siguiente año, dice Beti que se encontraron varios animalitos y una rata grande porque había adquirido la costumbre de esconder comida en su cuarto, aunque tenía dieciséis gatos.

Y yo sigo recogiendo mis pedacitos que cada vez parecen menos migas biográficas caídas de la mesa y más partículas muy cargadas que irradian placer cuando caen en mis manos. Por ejemplo, cuando me enteré de que una mujer que conocía, doña Sara Esponda, había sido compañera de Rosario en la primaria.

Me costó trabajo localizar a Flor, hija de doña Sara. Flor tiene formación en antropología, conocía a Trudi Blom y puede incluso que viviera en Na Bolom algún tiempo. Hace diez años solía reunirme para comer los domingos con Flor y su madre a la sombra de los árboles en el rancho de mi amigo David Halperin en las afueras de Comitán. A sus setenta y cinco años, doña Sara se veía serena, menuda, de piel aceitunada. Tenía un cabello blanquísimo que se peinaba hacia atrás y lo sujetaba con peinetas. Se la consideraba depositaria reconocida de la llama de los platillos tradicionales de Comitán, y todas las semanas llegaba al rancho de David con el regalo de algún guiso misterioso y picante o verduras en vinagre o albóndigas fritas que, confesaba, le había llevado la mañana entera —o incluso todo el sábado— preparar.

Por fin localicé a Flor en la Ciudad de México, donde había ido a tomar un curso de electromagnetismo. Era un día de copiosa lluvia septembrina, como yo me iba la mañana siguiente, Flor accedió amablemente a viajar una hora en metro para venir a mi hotel de la colonia Roma y luego ir a cenar. Ella eligió la Casa Lamm, un sofocante recinto de cristal en el patio de una antigua mansión donde durante la semana llegan a desayunar señoras elegantes mientras los choferes esperan afuera con sus lentes de sol fumando y platicando junto a las limusinas y carros lujosos estacionados en doble fila. Mientras tomábamos un coctel, Flor me explicó cómo el cáncer y la lamentable muerte de doña Sara la habían hecho consciente de lo mucho que sufrimos también los sobrevivientes, y que ella, Flor, tiene el poder de sanar a otros. Por eso estaba tomando ese curso sobre los usos terapéuticos de los electromagnetos.

Éramos los únicos comensales. La sopa estaba calientita y rica, las quesadillas de huitlacoche, bien. La lluvia golpeaba la enorme pared acristalada. A la hora del café le conté a Flor en qué estaba trabajando. Mencioné que Mari Escandón no aparece en Balún Canán, pero que podría estar presente a modo de fantasma en una descripción de la escuela a la que va la narradora de la novela. Le leí la cita:

A mediodía llegan las criadas sonando el almidón de sus fustanes, olorosas de brillantina, trayendo las jícaras de posol. Todas bebemos, sentadas en fila en una banca del corredor, mientras las criadas hurgan entre los ladrillos, con el dedo gordo del pie.

Flor se sacudió los rizos como para negar algo y dijo: “Lo que pasó es que el gobierno de Cárdenas cerró todas las escuelas privadas, que naturalmente eran las de los religiosos. Y como don César, el padre de Rosario, no podía soportar la idea de que su hija fuera a una escuela pública con el tipo de personas que ahí se encuentran, contrató a una maestra para que diera clase a las niñas de buena familia en su casa. Mi madre iba ahí, con Rosario, por supuesto, y las otras. Así es que Mari no pudo haber sido una de las que llegaban con el posol, porque ya estaba allí, era de la casa, ¿no te das cuenta?”.

Sí, me doy cuenta. Mari chiquita y flaca, recién depositada en casa de los Castellanos, un laberinto mayor y más complicado que nada de lo que a sus ocho años ha conocido en la casa chica del señor contratista, primo de la señora de aquí. Con toda seguridad sosteniéndola, de un mes al siguiente, la esperanza de una visita de su madre la lavandera que desata un pañuelo y deposita un centavo todavía caliente en la palma extendida de Mari.

Notas

1 Profesor emérito de la Universidad de California, Santa Cruz. Novelista y escritor de guiones de cine documental antropológico. Correo electrónico: georgecarter@cruzio.com

Fecha de recepción: 04 02 16; Fecha de aceptación: 04 03 16.

2 Original en Southwest Review, 2011, Vol. 96, Iss. 3; pg. 414, 19 pgs., Dallas. Reproducido con el permiso del propietario de los derechos.

3 Maestra. Escuela de Lenguas de San Cristóbal, Unach. Temas de investigación: Didáctica de la enseñanza de lenguas, seguimiento de egresados.
Correo electrónico: jiales@hotmail.com

4 N. T.: La panela es conocida como piloncillo en otros lugares de México.

5 N. T.: Baloney se puede traducir en este contexto por “tonterías”.