Miedos y corporalidades:cultura y cuerpos en el contexto de la pandemia del COVID-19 en Chiapas
Fears and Corporealities: Culture and Bodies in the Context of the COVID-19 Pandemic in Chiapas
Doctor en Sociedades Multiculturales y Estudios Interculturales. Profesor de tiempo completo en la Facultad de Humanidades de la Universidad Autónoma de Chiapas. Líneas de investigación: juventudes, identidades, consumos culturales e interculturalidad. E-mail juan.zebadua@unach.mx
Doctora Teoría Sociológica, Cultura, Conocimiento y Comunicación.Profesora de tiempo completo en la Facultad de Humanidades de la Universidad Autónoma de Chiapas. Líneas de investigación: cuerpo y cultura; cuerpo, género y diversidad sexual. E-mail karlachaconr@unach.mx.
Recibido: 10/01/2023 • Aceptado: 29/06/2023 • Publicado: 27/09/2023
RESUMEN
Desde el contexto de la pandemia del virus COVID-19, que surgió a finales de 2019 y se extendió a nivel global con los confinamientos masivos a principios de 2020, el objetivo principal de este texto es analizar cómo las personas incorporaron el confinamiento y las medidas de seguridad sanitaria implementadas por países de todo el mundo en su vida cotidiana, con el propósito de mitigar la propagación del virus. Asimismo, se abordará cómo en su momento los temores se manifestaron en relación a un virus que ha transformado las sociedades como un fenómeno sin precedentes en este siglo. Para lograr este objetivo, se plantea una discusión sociocultural de carácter local en el estado de Chiapas. Esta discusión se basa en el análisis de contenido de diversas fuentes de prensa y medios de comunicación, así como en conversaciones informales con habitantes de las zonas donde se llevaron a cabo algunos eventos, en los cuales muchas personas propusieron respuestas comunales arraigadas en imaginarios y tradiciones culturales variadas para atenuar los temores surgidos durante la pandemia. Este fenómeno ha llevado a que las corporeidades, los cuerpos como receptores y encarnaciones, se presenten como espacios de tensiones que nos permiten comprender las estrategias culturales desarrolladas por los grupos sociales y culturales en respuesta a estas realidades.
Palabras clave:
Corporización del miedo, cuerpos precarios, resiliencia cultural, estigmatización, distanciamiento social, imaginarios en crisis, cuerpos en crisis.
ABSTRACT
In the context of the COVID-19 pandemic, which emerged in late 2019 and spread globally with mass lockdowns in early 2020, the primary objective of this text is to analyze how people incorporated confinement and health security measures implemented by countries around the world into their daily lives, with the purpose of mitigating the spread of the virus. It will also address how fears were expressed at the time in relation to a virus that has transformed societies as an unprecedented phenomenon in this century. To achieve this objective, a sociocultural discussion of local character in the state of Chiapas is proposed. This discussion is based on content analysis of various press and media sources, as well as informal conversations with inhabitants of the areas where some events took place. In these conversations, many people proposed communal responses rooted in varied cultural imaginaries and traditions to mitigate the fears that arose during the pandemic. This phenomenon has led to corporealities, bodies as receivers and embodiments, being presented as spaces of tension that allow us to understand the cultural strategies developed by social and cultural groups in response to these realities.
Keywords:
Embodiment of fear, Vulnerable bodies, Cultural resilience, Stigmatization, Social distancing, Imaginaries in crisis, Bodies in crisis.
Introducción1
Dentro de los diversos escenarios de la pandemia del COVID-19, destacan las manifestaciones de resiliencia colectiva que surgieron en medio del confinamiento global impuesto por la emergencia sanitaria. Una de estas manifestaciones se hizo evidente en las estrategias culturales que las personas desarrollaron para afrontar la crisis. Estas estrategias, en última instancia, contribuyeron a mantener viva la noción de comunidad y sociabilidad, que se vieron afectadas por las restricciones sociales que nos obligaron a evitar el contacto físico, la convivencia y la comunicación cara a cara; en otras palabras, el distanciamiento social impuesto.
En este texto, se propone analizar cómo las corporeidades emergen como una de las estrategias mencionadas, convirtiéndose así en iniciativas colectivas que toman forma física, y que ofrecen posibles respuestas a las tensiones culturales surgidas en momentos adversos. Para ilustrar este punto, se presenta el caso de un poblado en Chiapas donde surgió, en medio de la pandemia, la creencia en la existencia de un ser encarnado como un 'hombre lobo', similar a las historias de licántropos que han sido narradas en cuentos, películas y tradiciones populares. Este evento se convirtió en noticia internacional en pleno período de confinamiento. A raíz de esto, en diferentes regiones de Chiapas, surgieron diversos acontecimientos que reflejaban las respuestas comunitarias frente a una crisis de tal magnitud. Estas respuestas tomaron complejas formas, desde procesiones religiosas en busca de la protección de santos, ideando remedios caseros de toda índole, fabricando enemigos ficticios como responsables de la presencia y propagación del virus, menospreciando o haciendo caso omiso de las indicaciones del personal de salud, incitando a la desobediencia ante las restricciones sanitarias, particularmente la de ‘no salir de casa’, entre otras.
Los diferentes medios de comunicación enfocaron el impacto de los eventos en Chiapas desde diversas perspectivas, destacando la ignorancia, la marginación e incluso las situaciones de anomia2 que surgieron durante el confinamiento pandémico. Una lectura mediática se centró en la 'espectacularidad' con la que estos eventos se hicieron visibles. No obstante, se hizo evidente la urgencia de trascender este sesgo impuesto por los medios y ofrecer una explicación más exhaustiva.
El propósito fue proporcionar un enfoque analítico a las respuestas colectivas ante una crisis global cuya magnitud era difícil de comprender para la mayoría. Estas formas de respuesta se convirtieron en procesos catárticos para disipar dudas y buscar soluciones que las instituciones sociales no podían ofrecer, pero que sí estaban presentes en las culturas locales.
La propuesta de este texto es enfatizar el análisis desde dos campos culturales. Ante el impacto social de la pesadumbre pandémica, surgieron respuestas culturales:
Desde el ámbito del miedo, como un reflejo de la vulnerabilidad de la vida cotidiana y la desesperación colectiva por no comprender por qué se debía evitar el contacto interpersonal en cualquier forma.
Desde las corporeidades, como terrenos de resistencia cultural que permitieron explorar diferentes formas de expresar el sentido de comunidad en medio de contextos de crisis y zozobra social.
El contexto, la política y la pandemia
La alerta global causada por el COVID-19 nos ha llevado a replantearnos nuestra percepción del mundo en el que vivimos desde diversas perspectivas sociales. No comprendemos por completo todas las dimensiones que debemos considerar aún en este momento, frente a un fenómeno global que va más allá de lo estrictamente sanitario.
Las ciencias sociales desempeñan un papel importante en abordar estos desafíos y, al mismo tiempo, pueden proporcionar elementos analíticos necesarios para contribuir en la generación de nuevos rumbos y sentidos requeridos que nos permitan reimaginarnos como colectivo.
Actualmente, aunque la emergencia de la pandemia mundial ha sido declarada como concluida, seguimos siendo una sociedad agraviada por una emergencia de salud pública de alcance global y sin precedentes en nuestro tiempo. Por lo tanto, las formas en que construimos comunidad y funcionamos como ciudadanos pos-COVID-19, a tres años del confinamiento, deben ser contempladas con todas sus implicaciones.
Desde esta crisis, el sentido de comunidad se está reconfigurando. Las maneras de ser parte del todo social se ha diversificado, a tal grado de no tener claridad en lo que viene para nosotros en la pos-pandemia y cómo se pensarán nuestras sociedades futuras.
De todos los campos de estas transformaciones, resaltan las corporeidades, situadas ahora como referentes para observar estas nuevas rutas socio-emocionales. En los tiempos del COVID-19, los cuerpos se convirtieron en campos de disputa por donde se desarrollaron las acciones de los individuos y sobre los que también hubo respuestas a las maneras de estar en la pandemia. Los cuerpos hablan por sí solos, nos muestran los posibles lenguajes sobre cómo evolucionarán los nuevos contextos.
México es un país latinoamericano que a lo largo de su historia ha experimentado la adversidad, donde la fatalidad a menudo ha distinguido a los vencidos. En todo el continente, en mayor o menor medida, producto de la etapa de la conquista europea, esta característica es compartida por casi todos los países de la región. Desde ese episodio de la historia, nuestras naciones han sobrevivido situaciones límite que van desde tragedias naturales a cruentos enfrentamientos bélicos entre las incipientes naciones, y en prolongadas y dramáticas guerras civiles.
En el tema de los contagios, solo basta recordar las otras epidemias que han acontecido siglos atrás y que también han diezmado las poblaciones (Guerra, 1988; Betrán-Moya, 2006). De igual forma, con la llegada de los ‘conquistadores’, aparecieron elementos extraños que no existían en estas tierras, entre ellos, los nuevos virus y enfermedades, mismas que en poco tiempo diezmaron la población nativa de forma tal que, se ha dicho, la derrota bélica de la población prehispánica se debió también a la propagación de estos virus y potenció la superioridad europea por encima de las culturas originarias:
En efecto, cuando los españoles arribaron a México en 1518, la población aborigen ascendía a unos 25 millones de habitantes, diez años después había disminuido a 16,8 millones, para el año de 1568 a 3 millones y para el año de 1618 a sólo 1,6 millones. Los territorios andinos de Sudamérica albergaban de unos 6 a 8 millones de nativos en el periodo prehispánico, fundamentalmente concentrados en el Tahuantinsuyu o Imperio Inca, estimándose que al sur de Panamá la población prehispánica total alcanzaba algo menos de veinte millones de habitantes. Al norte de México, se estima que la población amerindia norteamericana alcanzaba también a unos veinte millones al inicio de la colonización, población que también decayó producto de las epidemias originadas desde el arribo de los colonizadores puritanos hacia 1560. Así, desde la llegada de Colón, los europeos y sus infecciones, unos 56 millones de aborígenes americanos –prácticamente 95% de la población precolombina– habrían sido exterminados por los agentes biológicos, la destrucción de sus culturas ancestrales y los abusos de la conquista (Diomedi, 2003:19).
La historia de México, como parte de estos procesos de gran amplitud ha sido, de igual manera, cruenta, si tomamos en cuenta los episodios de la conquista y su desarrollo como colonia y nación independiente siglos después.
México ha tenido que hacer frente a invasiones militares, así como a terremotos y huracanes, etc. En un símil histórico, así como en Estados Unidos prácticamente todas sus generaciones han tenido sus propias guerras, aquí todas han padecido crisis económicas (Zebadua, 2020) y, por tanto, sociales, sin excepción. Hay una impronta que permite exaltar las resiliencias transitadas. Las penalidades nacionales suceden todo el tiempo y el país, de alguna manera, sale “fortalecido”. O al menos eso es lo que piensa la población.
Por eso, algunas de las respuestas ante la pandemia han sido en este sentido, aún con toda su carga semántica contradictoria y, hasta cierto punto obtusa para el resto de la sociedad, las personas buscan un sentido que darles a sus vidas cuando se está rodeado de infortunios.
En este sentido, la aparición del COVID-19 puede considerarse como una más de las tragedias que el país debe afrontar; algo inesperado pero que debe tener una explicación, una base creativa y, sobre todo, una estructura cognitiva en cómo afrontarla y superarla.
Es en este nivel donde se plantean las corporalidades, propuestas como formas de resignificación y de sobrevivencia individual y colectiva. Para bien o para mal, corporizar el miedo implica una toma de postura ante lo infausto que representó una emergencia sanitaria de talla mundial; implica entender, en todas sus dimensiones, la necesidad de plantear estrategias comunales cuando se trata de dar respuestas puntuales a lo inevitable.
En Chiapas, fue muy común ver y escuchar a gente que dijo sobre la pandemia: “Si de todas formas nos vamos a morir de algo”, con esa mezcla, entre arrogancia o cargada de fatalidad, de asumir que “la vida no vale nada” pero que de todos modos hay que sobrellevarla. Sentir miedo forma parte de nuestra esencia y exponer a los cuerpos como coraza emocional también representa una estructura simbólica para posicionarnos ante dicha fatalidad, pero tal vez no la última ni la más severa, sino una más de las que vendrán.
Como es sabido, Chiapas posee una gran riqueza en recursos naturales y bellezas naturales; no obstante, ha experimentado huracanes, inundaciones, deslizamientos de tierra que han borrado poblados enteros, erupciones volcánicas, movimientos sísmicos, crisis y tensiones transfronterizas, entre otros desafíos. Todos estos acontecimientos han mantenido un constante sentimiento de vulnerabilidad, pero también de resiliencia, que se manifiesta de manera excepcional como una forma colectiva de superar las adversidades. La resiliencia parece ser un rasgo distintivo en la manera en que Chiapas enfrenta todas estas catástrofes.
Desde que la pandemia se posicionó en nuestra cotidianidad, tanto a niveles locales como mundiales, quien han tomado las decisiones para hacer frente a esta contingencia en materia de salud y políticas públicas obviamente es el Estado. No es un dato menor, porque en todo el mundo el virus nos tomó desprevenidos y, en muchas ocasiones, las medidas gubernamentales no han sido siempre acertadas. Esto trae como consecuencia que los sujetos políticos visibles, por quien debimos preguntar y cuestionar toda medida del confinamiento y del comportamiento social en la pandemia, sean precisamente los Estados y gobiernos.
Se ha observado en algunos contextos que, al no estar a la altura de las circunstancias ciudadanas, por haber dejado vacíos a la hora de enfrentar colectivamente la crisis sanitaria, estos se convierten en uno de los principales enemigos a desafiar.
Por otro lado, después de numerosos discursos políticos infructuosos y la incapacidad para controlar la pandemia a nivel social, junto con el aumento de casos mortales en todo el mundo, la ciencia se convirtió en un elemento crucial.
Durante la denominada “primera ola”, el conocimiento científico tomó un papel central y simbólicamente dejó atrás lo que no había funcionado para controlar la pandemia, enfocándose en lo que se convirtió en la primera iniciativa clave: el anuncio de una estrategia de vacunación que abarcaba todos los grupos prioritarios de edad y regiones geográficas.
El discurso propuesto tuvo como iniciativa dejar claro que, independientemente de la toma de decisiones gubernamentales, la ciencia fue el único camino posible a seguir en la lucha contra la pandemia, y a la vez se convirtió en una esperanza visible e inmediata en esta batalla, como es ahora la producción de conocimiento en torno a la vacuna (Sánchez-Castro y Pajuelo-Reyes, 2020).
Política y ciencia siempre han sido dos campos indisolubles en las acciones emprendidas en beneficio de las mayorías, empero no siempre coinciden en sus objetivos y, sobre todo, en las formas de llevarlos a cabo. Los centros médicos y biofarmacéuticos de todo el mundo lograron, en tiempo récord, desarrollar un antídoto en la lucha contra el COVID-19 para reducir la mortalidad a nivel global (Zebadúa-Carbonell, 2021).
Fueron y siguen siendo enormes los esfuerzos, realizados bajo una fuerte presión temporal, para ganarle terreno al virus. Claramente, en el ámbito político y, especialmente, en lo que respecta a la parte geoestratégica del nuevo orden que se está gestando en la pospandemia, han surgido nuevas luchas con el objetivo de acumular capital y garantizar o preservar la hegemonía durante la fase de lucha contra el COVID-19.
Angustiados, los ciudadanos vuelven sus ojos hacia la ciencia y los científicos –como antaño hacia la religión– implorando el descubrimiento de una vacuna salvadora cuyo proceso requerirá largos meses. Porque el sistema inmunitario humano necesita tiempo para producir anticuerpos, y algunos efectos secundarios peligrosos pueden tardar en manifestarse. [...] La gente busca también refugio y protección en el Estado que, tras la pandemia, podría regresar con fuerza en detrimento del mercado. En general, el miedo colectivo cuanto más traumático, más aviva el deseo de Estado, de autoridad, de orientación. En cambio, las organizaciones internacionales y multilaterales de todo tipo (ONU, Cruz Roja Internacional, G7, G20, FMI, OTAN, Banco Mundial, OMC, etc.) no han estado a la altura de la tragedia, por su silencio o por su incongruencia. El planeta descubre, estupefacto, que no hay comandante a bordo. [...] Desacreditada por su complicidad estructural con las multinacionales farmacéuticas, la propia Organización Mundial de la Salud (OMS) ha carecido de suficiente autoridad para asumir, como le correspondía, la conducción de la lucha global contra la nueva plaga (Ramonet, 2020:1).
Durante los primeros confinamientos forzosos, surgió lo que se esperaba con la noticia de la producción de vacunas contra la pandemia: el inicio de una carrera bioquímica a escala global. Esta competencia estuvo marcada por la urgencia de determinar qué país o países serían los primeros en producirlas y qué compañías farmacéuticas obtendrían la primicia para ser los principales proveedores de tan ansiado producto.
Por otro lado, en medio de todas estas consideraciones, se encontraban las naciones líderes en la producción, es decir, las naciones económicamente e industrialmente desarrolladas, como las pertenecientes al G7 y Rusia. Estos países priorizaron la vacunación de sus ciudadanos en primer lugar, excluyendo a otros.
Estos dos elementos, política y ciencia, modelaron la cara de la pandemia e influenciaron en los imaginarios de la gente con respecto a la disputa por la consolidación de los discursos que otorgaron seguridad, por encima de todas las demás cosas, a los ciudadanos. En algunas ocasiones, hay muchas cosas que han quedado sueltas y esto ha dado pie a que la gente también responda, a su manera, a los obstáculos que han significado los confinamientos y las “nuevas normalidades” surgidas desde marzo de 2020.
El uso de la cultura se propone como estrategia cuando la población necesita respuestas. En Chiapas, la población estaba acostumbrada a lidiar con desastres naturales como terremotos y a ayudar en las tareas de rescate. Sabían cómo enfrentar situaciones difíciles de primera mano. También estaban familiarizados con la amenaza de inundaciones y huracanes; sabían cómo tomar precauciones y anticiparlas a través de los medios de comunicación. Sin embargo, cuando se les pidió que renunciaran a su vida social, evitaran el contacto cercano y dejaran de hacer cosas que solían disfrutar, como ir a bares o eventos deportivos, la situación se volvió complicada.
Se les indicó que no podían asistir a velorios ni abrazar a quienes estaban de luto, tuvieron que dejar de hacer actividades cotidianas como ir de compras o participar en celebraciones religiosas. Todo esto fue necesario debido a la amenaza de un virus, una entidad microscópica que nunca habían visto, pero que se advertía podía dejar un saldo mortal, como finalmente ocurrió.
Enfrentar la tragedia de frente implicaba una perspectiva completamente diferente a la incertidumbre que se avecinaba con este virus. Si agregamos a esta situación el hecho de que, de manera literal, el mundo se sumía en un temor y una crisis generalizados, al punto de paralizar no solo las ciudades, sino también toda la actividad productiva, como nunca antes en la historia reciente, este tema trascendía mucho más allá de las fronteras, abarcando no solo las geográficas y culturales, sino también las fronteras y los límites corporales.
No tenemos un cuerpo, somos un cuerpo
El cuerpo es una construcción sociocultural. Toda nuestra cotidianeidad se teje desde el cuerpo y se experimenta en tanto realidad material y simbólica moldeada gracias a los códigos y referencias culturales compartidos en comunidad: “Nuestra vida diaria se encuentra dominada por los detalles de nuestra existencia corpórea, implicándonos en la labor constante de comer, lavar, acicalar, vestir y dormir”. El descuido de este régimen o gobierno del cuerpo propicia la decadencia prematura, la afección y el desorden (Turner, 1989:25).
El cuerpo en tanto entidad material y simbólica encarna una serie de valores asociadas a una ética, una creencia, una estética, una metafísica y una política que, en términos de Bourdieu, a partir de mandatos cotidianos y prácticos se somete a una arbitrariedad cultural, que irrumpe por medio de las relaciones de poder y de clases sociales, que condicionan a una hexis corporal, un habitus, a una disposición duradera, una manera de llevar el cuerpo que es leída como un producto sociocultural a partir de la división sexual del trabajo:
(La hexis) es la mitología política realizada, incorporada, vuelta disposición permanente, manera perdurable de estar, de hablar, de caminar, y, por ende, de sentir y de pensar. La oposición entre lo masculino y lo femenino se realiza en la manera de estar, de llevar el cuerpo, de comportarse bajo la forma de la oposición entre lo recto y lo curvo (o lo curvado), entra la firmeza, la rectitud, la franqueza (quien mira de frente y hace frente y quien lleva su mirada o sus golpes derecho al objetivo) y, del otro lado, la discreción, la reserva, la docilidad (Bourdieu, 2007:113).
El habitus) se aprende diferenciadamente por y desde el cuerpo y es la incorporación del sentido y la creencia de múltiples estructuraciones sociales, es constituido y constituyente, es la historia común, compartida y hecha cuerpo. El cuerpo se ordena y se orienta a través de disposiciones aprendidas socialmente.
Lo que se ha aprendido con el cuerpo no es algo que uno tiene, como un saber que se puede sostener ante sí, sino algo que uno es. Eso se ve con particular claridad en las sociedades sin escritura en las que el saber heredado no puede sobrevivir de otro modo que en el estado incorporado. Nunca separado del cuerpo que es su portador, no puede ser restituido sino al precio de una suerte de gimnasia destinada a evocarlo (Bourdieu, 2007:118).
Lo que Bourdieu refiere es el cuerpo como generador de significados intersubjetivos leídos desde el sentido práctico de la vida en común. Este orden, es el que se trastocó en la situación de pandemia mundial, generada por el COVID-19, en la que se impusieron restricciones físicas para evitar el contagio, ya que ha sacado a la luz la decadencia, la afección y el desorden corporal de lo que Turner (1989) expresaba como el descuido del cuerpo, descuido que ahora es más bien supresión del mismo en el contacto social, en una situación extraordinaria de confinamiento y prohibiciones de acercamiento social.
La vivencia de la supresión del cuerpo se vive y se experimenta de forma diferenciada en las variadas latitudes del planeta, debido a las desigualdades socioculturales y económicas presentes pero invisibles para algunos contextos, como el mexicano y, particularmente, en Chiapas. En los contextos urbanos y rurales, mestizos e indígenas, a tres años y seis meses de que la Organización Mundial de la Salud (OMS) declarara pandemia mundial en 2020, se ha disuelto el vínculo sociocorporal.
Rita Segato (2020) lo advierte claramente cuando señala como una equivocación pensar que la distancia física no es una distancia social porque si algo ha evidenciado la pandemia es la importancia de los cuerpos sobre cualquier virtualidad: “Algo interesantísimo que está ocurriendo con la cuarentena es que comenzamos a sentir la necesidad de la materialidad del cuerpo del otro, que no lo percibíamos como comunicación necesariamente” (Segato, 2000).
Es evidente que hay una necesidad de sentir el cuerpo del otro, de los otros, de las otras, a través de los códigos culturales compartidos a los que Turner alude; sin embargo, estos no sólo se experimentan verbalmente sino también de forma no verbal (Davis, 2010): el movimiento corporal, la postura, los gestos, el olfato, las expresiones faciales, las miradas, las sensaciones táctiles son comunicaciones que se han velado, porque se ha eliminado la importancia del cuerpo.
Le Breton (2018), más allá de Turner, apunta a que, si bien nuestra existencia es corporal, el cuerpo es la evidencia de la relación con el mundo porque del cuerpo nacen “y se propagan los significados que fundamentan la existencia individual y colectiva” (Le Breton, 2018:10). En el cuerpo como eje de relación con el mundo se construyen:
No solamente las actividades perceptivas, sino también la expresión de los sentimientos, las etiquetas de los hábitos de interacción, la gestualidad y la mímica, la puesta en escena de la apariencia, los sutiles juegos de la seducción, las técnicas del cuerpo, la puesta en forma física, la relación con el sufrimiento y con el dolor (Le Breton, 2018:9).
El contexto de pandemia que impuso restricciones físicas y sociales nos designó una multiplicidad de crisis que confluyeron en una crisis corporal: al romperse el vínculo social se suprimió al cuerpo y éste se reveló en tanto, eje del mundo. Esta crisis del cuerpo, de los cuerpos, una de las más significativas en relación con las crisis en los mercados financieros, educativos y políticos imperantes, representa el desprecio a la corporalidad como entidad central de la existencia, como eje del mundo (Le Breton, 2018).
El distanciamiento de los cuerpos evita los actos de copresencia y corporalidades en la vida cotidiana en los momentos imprescindibles del vínculo social en los que poníamos en marcha las puestas en escena de la apariencia, los juegos sociales, las etiquetas de los hábitos de interacción, los ritos y rituales: las fiestas, reuniones, celebraciones, sepelios, funerales, nacimientos y un largo etcétera.
Siguiendo la idea de Belting (2001), en cuanto a que toda representación humana es corporal, pues “el cuerpo es en sí mismo una imagen desde antes de ser imitado en imágenes” (2001:112), D´angelo (2010:243) alude a esta crisis corporal por la pandemia al señalar los efectos que producen las imágenes mediáticas del poder del cuerpo como lugar de producción de sentidos, sobre las imágenes de otros cuerpos en situaciones de sufrimiento, dolor y muerte por el COVID-19:
La percepción de imágenes de cuerpos dolientes provoca efectos en nuestro propio cuerpo (rostros sufrientes por alguna pérdida, cadáveres, cuerpos mutilados, ensangrentados, o la ausencia de cuerpos, la desaparición, la muerte representada simbólicamente por las ropas, el calzado, las siluetas, etc.). La emoción que sentimos, es pensamiento en movimiento, es acción. La multisensorialidad no sólo interviene en la percepción, sino también en nuestra reacción corporal ante las imágenes: nos estremecemos, tensionamos, enmudecemos, tal vez lloramos... Pero, aun así, los efectos corporales nunca dejan de ser imaginados: no sólo porque responden a imágenes sino porque corresponden a la capacidad de imaginar empáticamente un dolor que no se vivió jamás en el propio cuerpo, pero que es sólo imaginable en la medida en que se comparte un mundo de significados y de sentidos (D´Angelo, 2010:243).
En esta crisis corporal en la cuarentena, se experimentó y se experimenta una enorme carencia porque el cuerpo se ha eliminado. Segato lo enuncia de esta manera:
(Es) un error pensar que lo social es la palabra y la bidimensionalidad de la imagen sin darnos cuenta de que la proximidad corporal es una parte fundamental de lo social, en la vida y en la muerte, en la enfermedad y en la salud. Los rituales no son verbales, son rituales físicos dotados de materialidad. Toda la fisicalidad de la existencia se está mostrando ahora por su falta, su ausencia. Sentimos una gran carencia de esa materialidad que permanece sin inscripción, sin registro (Segato, 2020).
La proximidad corporal, imprescindible en la vida cotidiana, ha sido puesta ahora bajo sospecha: los cuerpos, otrora lugares del encuentro social, son llamados a ser fronterizos, a activar aduanas de asepsia y de temperatura corporal, a negarse al contacto y a desarrollar dispositivos emocionales (risa, tristeza, alegría) detrás de una mascarilla y a (re)significarlos. La puesta en escena de los cuerpos, para ser leídos a través de la apariencia, la gestualidad y etiquetas corporales que Erving Goffman (2006) establecía como vital en la sociedad, se ha diluido.
Goffman, al acentuar la teatralidad del cuerpo en la constitución de la sociedad y de la vida social, destaca al cuerpo como lugar de encuentro, en su dualidad de actuante y representado social; reclama la presencia física inmediata (del cuerpo) en la vida cotidiana para presentarse, porque la impresión (confianza, tacto, honestidad, ataque) será interpretada como: “una fuente de información acerca de hechos no manifiestos y como un medio a través del cual los receptores pueden orientar sus respuestas al informante sin tener que esperar que se hagan sentir todas las consecuencias de las acciones de este último” (2006:265). Esta inmediatez del cuerpo se vio reemplazada ahora en el contexto de pandemia por otras formas de presencia corporal: la que proporcionan los dispositivos móviles, lo que transformó las relaciones que se hacían en y desde el cuerpo, en co-presencia y en “co-corporalidad”.
Vivir es asumir el cuerpo, no como algo que se tiene, sino como algo que se es, nuestra existencia corporal es interdependiente, frágil, vulnerable a otros cuerpos. Nuestra existencia corporal (corporificada) se sustenta, como sabemos, a través de las relaciones sociales, del intercambio y reciprocidad de bienes materiales e inmateriales, Turner (1989) nombraba a este proceso de sociabilidad generado por prácticas corporales y puesto en marcha de manera individual y colectiva dentro de los hábitos cotidianos, como “corporificación social”.
Corporificación vivida como encarnación, apoderamiento y ensimismamiento. Esta corporificación individual y social, poderosa y subjetiva, tendría esta correspondencia social: (encarnación) mis necesidades están en tensión con el dominio económico de la producción; (apoderamiento) mis habilidades están situadas frente al mundo de la política (represivo y habilitador); y el ensimismamiento está coligado al mundo de la cultura y la ideología.
La idea que Turner expresa aquí evitaría la reducción microsocial de los cuerpos a sólo entes aislados ocupados por sus propias necesidades y deseos, y más bien centra su atención en la tensión de ese binominio (necesidad y deseo) de los cuerpos frente a instituciones del orden macro social y de cómo el cuerpo emerge en esa tensión. La pregunta que irrumpiría aquí es: ¿De qué manera el contexto social, cultural y político de la pandemia por el COVID-19 determina la forma de relacionarnos con mi cuerpo y con los cuerpos? ¿Cómo emerge el cuerpo pandémico de esas tensiones?
Con el miedo en el cuerpo
Si algo se ha corporizado en esta pandemia es el miedo. La experiencia colectiva del miedo en el cuerpo lleva a actuar a los cuerpos con desesperación y ansiedad colectivas ante un virus que no pueden ver, con el que no pueden luchar o del que no pueden esconder la fragilidad de sus propios cuerpos. “El miedo nos enseña qué es lo que nos está sucediendo. Hoy, una sociología que quiera comprender su sociedad tiene que dirigir su mirada a la sociedad del miedo” (Bude, 2017:12-13).
Si bien Bude (2017) refiere en su obra que el miedo es la relación que guardan todos los diagnósticos de la sociedad moderna, porque no conoce barreras sociales y recoge lo que la gente siente, lo que espera, su experiencia (en tanto fuente de evidencia empírica en la ciencia, como práctica vital personal), lo que le importa y lo que la lleva a la deseperación; en esta sociedad se desarrollan miedos por múltiples motivos (a perder el trabajo, al fracaso, a la pérdida, a la enfermedad, a las relaciones y un largo etcétera) que afectan los vectores del tiempo (presente-ahora, más tarde, en este momento-futuro inmediato y a largo plazo y al pasado -a su regreso-).
La comunicación en pandemia fue el miedo. Miedo a que el virus no sea verdadero, miedo a que sea verdadero, miedo a los cuerpos, miedo al contagio, a la enfermedad, a la hospitalización, a la soledad, al abandono. Miedo a la muerte. En la comunicación verbal en la vida cotidiana a partir del COVID-19 está el miedo como convivencia:
Para entenderse acerca de su situación de convivencia, la sociedad se comunica empleando conceptos de miedo: qué sigue adelante y quién se queda atrás, dónde hay puntos críticos y dónde se abren agujeros negros, qué es lo que innegablemente transcurre y qué es lo quizá todavía queda. Al utilizar los conceptos de miedo, la sociedad se toma el pulso a sí misma (Bude, 2017:11-12).
En este evento inusitado que nos impone el COVID-19 el miedo es la moneda de cambio, el miedo se corporiza en cada contexto cultural. En Chiapas, los cuerpos liberaron el miedo aunado a su relación con el dolor y el sufrimiendo (Le Breton, 2018) de formas poco convencionales porque el miedo pone en contradicción a los cuerpos. El miedo se expresa en cierta forma de valentía, que en estas latitudes es aún un estandarte, y para mitigarlo se pulsan a sí mismos, retomando las palabras de Bude, enfrentando, combatiendo al virus con machetes y palos para resistirlo (como se ha resistido al mal gobierno y a tantas otras plagas); transfigurando al virus microscópico en seres antropomórficos y haciéndolos salir de sus madriguera para, de una vez por todas y para siempre, sacarlos de sus vidas.
El miedo se relaciona con pócimas y recetas caseras que previenen, curan y fortalecen los cuerpos3 , tal como los ancestros y ancestras ya lo habían hecho; otras forma son: desafiarlo no acatando el confinamiento, automedicándose para prevenirlo o exorcizarlo de sus vidas, sacando a pasear a divinidades a las calles para una protección sobrenatural o bien explorar el martirio y sacrificio ante el ser sobrenatural “lo que Dios quiera”, “cuando Dios decida llevarme”.
A casi cuatro años del confinamiento, estos procesos emocionales ocurrieron silenciosamente y, como si estuvieran al acecho, siguen apareciendo en cualquier momento sin dejar de ser fuente de problematizaciones en torno a lo que se piensa que debiera ser la colectividad. Llama la atención las maneras en que esto sucede.
Desde la aparición de seres o fenómenos que podrían calificarse como fantásticos hasta las ampliamente reconocidas teorías de conspiración a nivel global, se han presentado manifestaciones de negación, tanto a nivel individual como colectivo, en relación con la percepción de que el virus fue creado intencionalmente y la minimización del riesgo de contagio. Estas manifestaciones se entrelazan con las luchas por la hegemonía mundial, simplificadas en conflictos que son visibles para la sociedad en general, donde todos parecemos ser considerados como “carne de cañón” y sujetos de experimentación bacteriológica. Esto se refleja en la apropiación del discurso pandémico desde una perspectiva geopolítica.
En otras palabras, en el contexto de la severa crisis económica y social que afecta al planeta debido a la emergencia del COVID-19, la pugna por el poder se enfoca en determinar quiénes obtuvieron ventajas durante el trance, lo que ha llevado a una desaceleración de la economía global y del consumo.
En este sentido, el campo de lo emocional ha sido un potente indicador de cómo manifestamos nuestros temores. La traducción de este lenguaje corporeizado nos muestra las diversas formas de encarar el miedo. Lo colectivo y comunitario puede observarse, y también negociarse, desde este campo.
A lo largo de las historias del confinamiento durante la pandemia, cuestionamos por qué la gente no cumplió con las indicaciones de quedarse en casa. Más allá de las explicaciones socioeconómicas, que son especialmente evidentes en un país como México, donde la economía depende en gran medida de la informalidad, estos comportamientos, que podrían parecer extraños y a la vez comunes, revelan acciones que, en retrospectiva, pueden parecer imprudentes. Sin embargo, en realidad, representaron procesos conductuales utilizados para enfrentar nuestros miedos y la manera en cómo enfrentamos esos miedos
Por eso, hay que corporizar el miedo, darle rostro, ponerle forma y esencia. Un virus no nos dice nada, pero sí que alguien se robe el líquido de las rodillas para venderlo a “los traficantes internacionales” que tienen sus bases en algún lugar remoto del mundo que no conocemos; ese “alguien” dio la orden de inocular a los ancianos y a la gente en los hospitales. Ese “alguien” es eso: una persona, un grupo, un cuerpo.
Por ejemplo, en el municipio de Ocozocoautla, al occidente de Chiapas, apareció en medio de la crisis pandémica, un “hombre lobo”. La gente comentaba que lo había visto y hasta tratado de atrapar. Se dice, hicieron redadas para darle caza, se juntaron personas con palos, machetes y cuchillos y no guardaron la debida distancia para evitar contagios. Esta primera lectura, ordinaria en torno a un temor inventado, logró materializar el COVID-19 en un ser que pudo “verse” y “palparse”. Es más fácil remitir los miedos de un virus invisible a un ser fantástico que en consenso todos saben de qué se trata. Con lo invisible no se puede pelear, pero con un licántropo, sí. Es decir, con un “cuerpo” materializado en imagen de nosotros mismos (Belting, 2007), una figura antropomorfa de la que sabe existe porque tiene la esencia de un ser vivo en forma humana y animal, ambas iconografías bastante conocidas por todos, aunque se trate de una leyenda.
Desde luego, eso es lo que menos importa: sea real o no, el “hombre lobo” permitió drenar el miedo de un peligro invisible y letal, el virus, a un humanoide terrorífico también con la capacidad de hacernos daño, pero al que se le puede hacer frente y, lo más importante, eliminarlo. Esta figura, está en semejanza con los miedos representados ante un microscópico virus potenciador de una pandemia mundial y ante el cual evidenció la muerte de muchos ante lo inexplicable, exponiendo la angustia e impotencia para pelear con algo que no se puede localizar ni ver.
En el lugar donde apareció el “hombre lobo” se organizaron grupos para “cazarlo”. Esta idea colectiva de salir en su búsqueda, no sólo implicó la defensa ante un personaje a todas luces malévolo y amenazante para la comunidad, también representó, una forma de enfrentarlo pese a transgredir toda la norma sanitaria que instaba a no salir de casa, porque implicaba peligro de alto contagio. Esta forma de organizarse para salvarse de una amenaza propone que, si existe una obligación para encerrarse en las casas y no saber exactamente por qué, salir organizados a “cazar” el mal es la forma corpórea de sentirse a salvo, pero también materializar el miedo en algo concreto y no desde una alerta sanitaria, donde el peligro es imperceptible.
Una segunda lectura resulta en observar la fuerza de la tradición para generar comunidad. A la par de la lucha contra el “hombre lobo”, fueron los mitos más fuertes que los discursos políticos y sanitarios del gobierno para condicionar, en este caso, el encierro. Una gran cantidad de habitantes del pueblo optó por no abandonar sus hogares debido al temor a un posible “ataque” por parte de ese ser. En este caso, la tradición demostró ser efectiva como imperativo tanto social como sanitario para que la población se refugiara en sus viviendas.
El temor a un mito generalizado se entiende más que el de las autoridades cuando “obligan” a no salir por miedo a algo que no se puede ver. El poder se ausenta desde la institucionalidad, pero se manifiesta evidentemente en la cultura popular. En este caso, no fue el gobierno ni la policía ni los medios, sino la cultura que en este caso sí supo organizar los miedos:
La búsqueda de certidumbres como remedio para los miedos que asaltan diariamente al individuo, entonces, no es algo ajeno a los dispositivos del Poder. El miedo no es un fantasma que ronda a las personas y externo a las relaciones en las cuales éstas se forman como sujetos. No es un fenómeno atinente exclusivamente a la psique individual, aunque por supuesto la atraviesa. El miedo se produce y se actualiza en el acontecimiento mismo del ejercicio del poder. Es en los escenarios en los cuales se construyen hegemonías y se destruyen sueños, en donde los imaginarios del común sentido son sometidos a la prueba de las fuerzas reales que desgarran el sujeto y ponen en evidencia que las certezas que le otorga su identidad de buen ciudadano (y que por tanto le deberían otorgar todas las garantías) no son para nada un camino unidireccional asegurado hacia un cada vez mayor bienestar, o una cada vez más amurallada seguridad (Useche-Aldana, 2008:3).
En otro ejemplo, en la ciudad de Carranza, en el centro de Chiapas, en una ocasión quemaron una camioneta con utensilios sanitarios y amagaron a los médicos que participaban en labores de limpieza del COVID-19. Después, apedrearon drones que sobrevolaban el pueblo y venían con el personal de Salud. El argumento fue que “estaban echando veneno para matar a la gente”.
El miedo funciona más si no sabemos qué es. En el imaginario de las personas de esa población surgió la interrogante de quién podía ser capaz de hacer daño a la gente. El gobierno, por supuesto, pero también otras fuerzas y otros poderes externos, quién sabe para qué fines obscuros. Aquí se vincula la tradición local con una nueva, aparecida en tiempos del COVID-19, la de los “centros de poder” más allá de nuestras geografías, invisibles, que nadie ha visto, pero que al fin y al cabo están diseñados y dirigidos por grupos y personas (trátese de los Illuminati, George Soros, etc.)
El sentido de supervivencia en comunidad se vuelve concluyente: “alguien” o “algo” trata de hacernos daño. Entonces, no se trata de un virus, sino de personas que inventaron eso con fines que no son los sanitarios, por consiguiente, la existencia de éste se limita a ser un invento para amedrentar a la gente, someterla a otros intereses que no se logran comprender del todo, pero que reemplazan toda posibilidad de razonarlo y darle forma y cuerpo al miedo4 .
Por otro lado, la corporización del miedo traspasó a todas las clases sociales. Fueron muy sonadas las convocatorias a ciertas fiestas de la clase media y alta en pleno auge de la pandemia. Se dijo que se organizaban para “inmunizar al rebaño”, en los términos más técnicos posibles. La idea, según testimonios de participantes, era el contagiarse colectivamente. La entrada a las fiestas era selectiva por sus elevados precios “todo incluido” (bebida, comida, música, baile, etc.).
Ello indica que no fue exactamente la supuesta y “tradicional” ignorancia de las clases bajas lo que predominó en estos episodios, sino que los miedos transversalizaron (y lo siguen haciendo) cualquier estrato social.
Esta especie de “inmolación” frente al temor ineludible de lo desconocido, y en particular, ante la ausencia de contacto social, incluso desde una clase social acomodada, nos revela la manera en que se enfrenta el miedo a lo desconocido. Esto ejemplifica cómo la cultura urbana adinerada afronta sus temores de manera similar. Es una extraña mezcla de rebeldía, estrechamente relacionada con la insensibilidad social, y un tipo de nihilismo que se adapta a las sensibilidades de las nuevas generaciones. Se asemeja a un sacrificio colectivo, en cierto modo similar al lider religioso David Koresh y la tragedia de Waco, Texas, en 19935 .
Esta construcción social del miedo dinamiza a los cuerpos en la pandemia ante la amenaza de muerte de un virus invisible a la vista humana pero capaz de (re)orientar toda la inercia cotidiana. La amenaza (que parece no ser temporal sino permanente) hace que los cuerpos (de acuerdo con sus creencias del mundo, su cosmovisión) rodeen, desplacen y/o combatan ese miedo de las formas mas inmediatas y posibles. Ello tiene origen cuando todas las probabilidades de contagio están abiertas y ninguna noticia sobre las nuevas olas y las recién estrenadas cepas del virus carecen de relevancia: “Uno cree que se está jugando su vida entera a cada momento… La angustia que provoca el miedo es una angustia a causa del sentido, de la que ningún Estado, ninguna sociedad lo puede salvar a uno” (Bude, 2017:20).
En nuestra sociedad, en el contexto de pandemia, el miedo surgió como una emoción constituyente de la vida cotidiana con respercusiones psicosociales por el aislamiento, ante la supresión de cuerpo en la esfera social. Estas repercusiones van desde la ansiedad hasta el suicidio, pasando por la depresión, la ira: “Señalan que hay indicadores de ansiedad, ira y agresión, trastornos de pánico, trastornos del sueño, desesperanza, fastidio, angustia que se manifiestan” (Ceberio, 2020:94).
El miedo en el cuerpo es una emoción que debilita y trastorna la orientación del sentido de la vida social y, por tanto, individual porque se difunde la soledad y el aislamiento como forma de vida transitoria (para eludir el contagio y/o la muerte), pero al evitar el contacto se asiste más tarde a la medicalización de la soledad.
Ceberio (2020), al hacer un recuento del panorama de las investigaciones recientes por los efectos del COVID-19, destaca el miedo en el cuerpo por el contagio del virus y advierte uno de los mayores efectos que éste produce: el desgaste del sistema inmunitario. El estrés que se produjo por el confinamiento hiperexige al cuerpo a adaptarse y readaptarse a la vida en reclusión y después de esta, lo que conlleva una presión de los sistemas emocional, cognitivo, nervioso y endocrino que desgasta al sistema inmunitario justo cuando debe ser fortalecido (2020: 96); una paradoja de la sociedad moderna que separa al cuerpo de la mente: ya no es posible pensar dicotomicamente, porque nuestra existencia es corporal, no tenemos un cuerpo, somos un cuerpo que es interdependiente, frágil y vulnerable a otros cuerpos.
El miedo, entonces, segmenta los cuerpos ante su propia fragilidad, porque actúa como un trastocador de sentido y, al ser el cuerpo la base del sentido de la acción social (García-Selgas, 1994), el miedo, como emoción primigenia, lo hace reaccionar y despierta sentimientos de angustia, tristeza, soledad, ira, irritabilidad, rabia, impotencia, incerditumbre, desasosiego, preocupación, pesimismo, decepción, desesperación y falta de esperanza como consecuencia del aislamiento y de la afectación de los vectores del tiempo, del ahora y del futuro inmediato. Estos sentimientos son el producto de las interacciones sociales mezcladas con el sistema de valores, creencias y funciones que da lugar a un sinnúmero de significados individuales y colectivos.
Tres son los amplificadores emocionales que, de acuerdo con Cerberio (2020), potencian el miedo: la incertidumbre, el confinamiento y la desinformación, alentados por las crisis previas en cada contexto y por las nuevas normalidades a la que los cuerpos se ajustarían: clases on line, home office, pérdida de empleos, dinámica familiar, filtros y distanciamiento social, atención sanitaria (aseguramiento de la atención ante la demanda y el coste de medicamentos ante su desabastecimiento), los cuidados y autocuidados de los cuerpos enfermos previamente y/o por el COVID-19 y las secuelas que trajo consigo.
¿Cómo gestionan los cuerpos el miedo y los sentimientos sin la copresencia y sin la co-corporalidad? La sociedad moderna, la sociedad del miedo, transita con cuerpos escindidos de sus mentes, propio del paradigma positivista y racionalista de la ciencia, que desprecia al cuerpo y privilegia la mente. Al menospreciar las emociones se reduce la complejidad de lo humano. Vivirse desde el cuerpo es tener una relación con el mundo, porque: “Aprendemos por el cuerpo. El orden social se inscribe en los cuerpos a través de esta confrontación permanente, más o menos dramática, pero que siempre otorga un lugar destacado a la afectividad y, más precisamente, a las transacciones afectivas con el entorno social.” (Bourdieu, 1999:186)
Porque el cuerpo es la evidencia de la relación con el mundo. Es una estructura experiencial vivida (García-Selgas, 1994), no es algo que se tiene, sino que se es. Al ser el cuerpo el eje de relación con el mundo, se ancla a la experiencia vivida en el mundo de la vida cotidiana y se adoptará respondiendo a la ‘nueva normalidad’, se (re)significarán sus experiencias individuales y colectivas de sentido, porque el miedo no se refiere “unicamente a una reacción de inhibición, sino también a una destreza cultural con la que se aprende a monitorear el entorno para identificar y manejar las representaciones culturales del peligro” (Salcedo, 2009:100).
A modo de cierre ¿El cuerpo comunidad?
Como ya se dijo, el miedo en el cuerpo por el contexto de pandemia ha roto, desde el inicio del confinamiento, nuestros vínculos sociales y afectivos. Los modelos y patrones socioemocionales se han modificado; el miedo desconoce barreras sociales, de edades, de etnias, de empleo, todas las estructuraciones sociales que nos atraviesan están afectadas. Tres son las conclusiones que emanan de estas reflexiones:
La primera, de acuerdo con la resignificación de los miedos a partir de las corporalidades, surge de nuestra necesaria necesidad de interdependencia corporal como una respuesta a esta ruptura del vínculo. Se advierte en el uso de redes sociales y de dispositivos electrónicos. Por ejemplo, para frenar el miedo a la incertidumbre se difundieron cadenas de oración y decretos al universo; se realizaron reuniones y fiestas virtuales, individuales y colectivas; se construyó una rumorología con toda clase de medicamentos “alternativos” que corrió de boca en boca a través de las redes sociales; se magnificaron las defunciones, en el marco de la constante amenaza del colapso de los centros de salud y hospitales; al mismo tiempo, se reforzaron muchos flujos de intercambio de musica, videos y series de entretenimiento, por ejemplo, entre otras cosas.
Contradictoriamente, también se programaron viajes, reencuentros, uniones, tanto en plena pandemia y posterior a ella. Los cuerpos se llaman, se atraen para consolar los miedos.
El uso exhaustivo de las tecnologías en el confinamiento suplió la carencia de la sociabilidad y los afectos perdidos. Aun cuando se presentó como prácticamente la única forma de estar en contacto y comunicación con el mundo exterior, su uso ha sido extendido en la pos-pandemia y es ahora una forma de intercambio social permanente, dentro del cual se transversalizan las emociones y se ponderan las otras acciones para seguir siendo comunidad. Una línea a seguir en los análisis de los cuerpos y los miedos, es la presunta modificación de los vectores que signaban las corporalidades para, quizá, pensar inmediatamente en un ciber-cuerpo desde el uso de las tecnologias de información. Uno donde no desaparecen los miedos, sino los oculta y encubre como estrategia de vínculo emocional desde el ciberespacio.
Otro punto concluyente se observa desde la estigmatización. No toda propuesta comunitaria está exenta de sus propias crisis. Cuando el virus ataca los cuerpos, la misma comunidad hace un ayuno de ellos y los estigmatiza. De acuerdo con Goffman (2003), en el intercambio social hay un atributo que se presenta de forma disruptiva en la escena entre los cuerpos, que emerge como un atributo descalificando a la persona, un estigma. En este caso, ese rasgo se evidenció en ser portador del virus. El estigma de “dar positivo”, involucró una esfera de exclusiones sociales que actuaron como ruptura en el intercambio social; se impuso por la fuerza y operó para que se obviaran los atributos restantes de los cuerpos.
Si bien el estigma de los cuerpos se manifiesta cuando hay distintas deformidades físicas, en los defectos del carácter, como la falta de confiabilidad, voluntad y deshonestidad, y los estigmas de la raza, la nación y la religión, Goffman (2003) deja ver que el cuerpo se erige como un portador de atributos que confirma su normalidad ante los demás o su estigmatización en la vida cotidiana, y al ser el cuerpo el eje de relación con el mundo, si alguien fue sospechoso o confirmador de haber portado el COVID-19, se le desacreditó socialmente, confirmando su anormalidad por el miedo al contagio, a las implicaciones de experimentar el viaje de la incertidumbre que representa padecerlo.
La complejidad del estigma está también en cuerpos que muestran un doble o múltiples estigmas antes y después de la aparición del COVID-19, nos referimos a los cuerpos periféricos, a los cuerpos que están y seguirán estando ahí, los cuerpos precarios para quienes la exclusión por el virus es una más de las discriminaciones (por edad, por oficio, por género, por orientación sexual): ser pobre, ser desempleado, ser empleada doméstica, ser mujer, ser joven, ser adulto mayor, ser niño, ser niña, estar en situación de orfandad o de calle, ser migrante y, ahora, estar contagiados de COVID-19.
El cuerpo enfermo necesita cuidados que la pandemia exigió fuesen en solitario para evitar el contagio. Si bien hemos destacado las múltiples crisis que encierra la pandemia por el virus, destacamos la crisis corporal como la mayor, porque tiene su origen en la abolición del cuerpo de la vida social, en la corporización del miedo que desemboca también en una crisis de cuidados del cuerpo: “La crisis de los cuidados, una de las más significativas en relación a lo que las políticas neoliberales imperantes representan, ya que muestra su desprecio al elemento central de la existencia: la corporalidad” (González-Celis y González-Llama 2020:40).
La relación del estigma y la crisis de los cuidados se identifica en las vidas precarias, en los cuerpos excluidos antes y después de la pandemia. En esos cuerpos, el miedo se ha naturalizado a tal grado que el confinamiento puso “en evidencia la precariedad a la que está sujeta la vida de algunos sectores de la población, profundizando las desigualdades y sacando a la luz la situación de las personas que se enmarcan en situaciones fuera del mercado regulado” (González-Celis y González-Llama 2020:45). Y no sólo eso, sino que, de acuerdo con los autores, ignorar a los cuerpos precarios, periféricos, es olvidar al cuerpo mismo:
Dar por hecho su existencia y no preguntarnos qué necesidades lo recorren, qué y quién hace posible dicha existencia, es decir, cómo se satisfacen esas necesidades, nos lleva a ignorar la corporalidad de las personas y todos los límites que la rodean. El cuerpo pasa a verse únicamente como un objeto, un recipiente en el que se guarda la fuerza de trabajo, un medio para la obtención de una mayor acumulación de capital. Ignorando la conexión cuerpo-mente, que conectan porque son uno, y tratando el cuerpo como si fuera algo que se tiene, pero no se siente, no se es. Ignorar el cuerpo es ignorar la dimensión material de la vida y, sobre todo, es ignorar que la vida no se sostiene sola, sino que detrás hay todo un entramado de cuidados impidiendo que se caiga y, por tanto, un gran número de personas –casi siempre mujeres, casi siempre migrantes si hablamos de cuidados remunerados–, a las que tampoco se ve, realizando esta actividad (González-Celis y González-Llama, 2020:52).
Por lo tanto, la emergencia sanitaria no solo puso de manifiesto las resiliencias mediante las cuales los colectivos garantizan su propia supervivencia, sino que también expuso y perpetuó las exclusiones más temidas en el todo social. Los cuerpos precarios, aquellos de las personas en situación de calle, marginadas y sin acceso a la higiene necesaria para enfrentar el COVID-19, y, por lo tanto, posibles transmisores del virus, quedaron relegados en el imaginario social al desprecio y la invisibilidad. Se convirtieron en cuerpos desechables, tanto debido a la falta de medidas institucionales efectivas para protegerlos, como por la influencia de las culturas locales y las tradicionales que estigmatizan a quienes no se ajustan a los acuerdos morales y convencionales de la sociedad.
La corporización del miedo por la pandemia del COVID-19 es mayormente y obligatoriamente aceptada para los cuerpos que viven en una ‘vieja normalidad’. Más allá de las crisis: sanitaria, económica, política; la crisis corporal de los cuerpos periféricos refleja un sistema social indolente, una campante desigualdad de sus vidas y una evidente exposición y riesgo con que transitan en esta sociedad del miedo.
En suma, la deshumanización de la pandemia afectó nuestras emociones, de la misma forma que resignificó nuestras corporalidades; entre el hartazgo y la angustiosa espera del ‘cuando esto termine’, y porque en el mundo nadie supo exactamente cuándo finalizó o se normalizó el problema de salud derivado del COVID-19, los cuerpos maniobraron deseos y sensibilidades, fueron válvulas de escape que proveyeron un sinnúmero de proyecciones.
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Financiación y conflicto de intereses:
Los autores de este Ensayo Académico basaron el desarrollo del texto en las discusiones que abordaron la línea de investigación: Cuerpo y Cultura, del proyecto ‘Frontera Sur, Cultura y Subjetividades’, que pertenece al cuerpo académico de Educación y Desarrollo Humano de la Facultad de Humanidades de la Universidad Autónoma de Chiapas. Los autores declaran a EntreDiversidades no tener conflictos de intereses al escribir y ceder para publicación este texto.
Nota del editor:
Este Ensayo Académico fue arbitrado por dos especialistas anónimos mediante el Sistema Doble Ciego (Peer-Review). Es la primera vez que se incluye en la Revista EntreDiversidades, la categoría arbitrada de Ensayos Académicos.
Cómo citar este texto:
Zebadúa-Carbonell, Juan P. y Chacón-Reynoso, Karla J. (2023). “Miedos y corporalidades: cultura y cuerpos en el contexto de la pandemia del COVID-19 en Chiapas”. EntreDiversidades, Revista de Ciencias Sociales y Humanidades, V20, e202304. DOI: https://doi.org/10.31644/ED.IEI.V20.2023.EA01
Notas
1 Este texto es resultado de las discusiones llevadas a cabo en la línea de investigación sobre Cuerpo y Cultura del proyecto ‘Frontera Sur, Cultura y Subjetividades’, perteneciente al Cuerpo Académico Educación y Desarrollo Humano de la Facultad de Humanidades de la Universidad Autónoma de Chiapas. Durante el período de pandemia y confinamiento, surgió la necesidad de abordar algunas interrogantes planteadas por colegas, familiares y amigos acerca de las acciones llevadas a cabo por personas en diversos municipios de Chiapas en esos tiempos difíciles, no solo representa un análisis socioantropológico de dichas manifestaciones, sino que también responde a la urgencia de explicar estos eventos desde una perspectiva cultural crítica, en el contexto de una coyuntura pertinente y emergente. Aunado a esto, emana de dos articulos de opinión periodística publicados durante la pandemia: Corporizar el miedo (3 junio, 2020) y La hora de la ciencia (24 febrero, 2021) ambos de Zebadúa-Carbonell, publicados en Chiapas Paralelo.
2 Según la RAE, “anomia” se define como la “falta de normas o de valores en una sociedad.” En un contexto sociológico, se refiere a la ausencia o debilitamiento de normas sociales o valores compartidos en una comunidad, lo que puede llevar a la desorientación, la desorganización social o la falta de ética en el comportamiento de los individuos.
3 Se tiene conocimiento que en diversas zonas ganaderas de Chiapas muchas familias introdujeron en sus dietas el medicamento Ivermectina, de uso y tratamiento veterinario, para prevenir el virus. Así también todo tipo de tradición herbolaria para elevar el sistema inmune o bien para atacar el virus y evitar asistir a los hospitales.
4 En los tiempos más difíciles de la pandemia en el país, causó revuelo la ley seca de alcohol. El cuadro social al respecto es más que evidente, en tanto cómo se ordenan los imaginarios de la gente. Las largas colas –sin sana distancia ni protección– para comprar cerveza en los pocos lugares donde hubo venta, pudo representar una protesta en toda forma. ¿Ignorancia? Más que eso. Tal vez una flagrante contestación por una afrenta a la cultura popular. La “canallada” de no dejarnos salir, estar dentro de casa sin poder siquiera beber una cerveza, tuvo repercusiones de escándalo mediático a niveles nacionales. La sensación era como quitarle el último deseo a la víctima mortal antes de subir al cadalso. Este suceso, todo un acontecimiento nacional, hizo que la gente hablara más de eso que la propia pandemia.
5 Los ‘Davidianos’ dirigidos por David Koresh, estaban atrincherados en el rancho Mount Carmel Center, el episodiofue el asedio policial estadounidense al complejo al que pertenecía el culto religioso.