Resumen: En este artículo se hace una revisión de la propuesta de Ley General del Ejercicio Profesional sujeto a Colegiación y Certificación Obligatorias, y se argumenta que la probable promulgación de dicha ley constituye un motivo oportuno para la reflexión sobre algunos problemas de la antropología sociocultural como profesión en México y la importancia del trabajo colegiado para enfrentar esos problemas.
Palabras clave: Ley, colegiación, certificación, colegios de profesionistas, antropología sociocultural, regulación ética.
Abstract: This article reviews the proposed General Law of Professional Practice subject to Compulsory Association and Certification. It argues that its likely enactment is a timely reason to reflect on some of the problems of sociocultural anthropology as a profession in Mexico, and of the importance of collegiated work to deal with these problems.
Keywords: Law, licensing, certification, professional associations, cultural anthropology, ethics regulation.
Introducción
Este artículo es producto de la discusión colectiva iniciada por el grupo de trabajo denominado “Antropólogos por un mercado laboral digno y justo”, el cual comenzó sus reuniones tras la realización de la mesa “La situación de la práctica profesional de la antropología frente a la flexibilización laboral” presentada en el III Congreso Mexicano de Antropología Social y Etnología, llevado a cabo en la Ciudad de México de 23 a 26 de septiembre de 2014; y de la publicación y difusión de la carta “La práctica profesional de la antropología frente a la flexibilización laboral”, dirigida al Colegio de Etnólogos y Antropólogos Sociales, A. C. (CEAS).[2]
El grupo, conformado por jóvenes antropólogos que, además de compartir una orientación marxista, tienen como preocupación común la condición de precariedad de las nuevas generaciones de antropólogos, se ha propuesto como objetivos de trabajo: 1) construir junto con la Asamblea de Socios del CEAS y el gremio de antropólogos en México “una estrategia intergeneracional que permita hacer frente a la flexibilización laboral que mantiene en situación de riesgo y vulnerabilidad a la mayor parte de los profesionales jóvenes”; 2) “elaborar una propuesta de tabulador que permita al CEAS hacer efectivas sus atribuciones en torno al ejercicio de la profesión y que constituya un instrumento que permita otorgar capacidad de negociación a los profesionales”; y 3) revisar la propuesta de “Ley General del Ejercicio Profesional Sujeto a Colegiación y Certificación Obligatorias”, con el fin de evaluar el impacto que tendría dicha ley sobre el ejercicio profesional de la antropología en México y elaborar una propuesta por parte del gremio que responda a los intereses, necesidades y realidad de los antropólogos sociales, etnólogos y etnohistoriadores de México.
A partir de mi experiencia en el Colegio de Antropólogos de Yucatán, A. C., en este artículo abordaré el tercer objetivo antes mencionado. Mi argumento es simple: la inminente aprobación de la “Ley General del Ejercicio Profesional Sujeto a Colegiación y Certificación Obligatorias” —de aquí en adelante: “Ley General”— constituye un motivo oportuno para analizar algunas de las problemáticas de la antropología sociocultural[3] como profesión en México y del trabajo colegiado como una forma de enfrentar dichos problemas. Teniendo en cuenta la “tremenda capacidad de predicción de las ciencias sociales”, como expresara con su particular ironía Roberto Varela (2005: 52), en este trabajo no puedo anticipar el impacto que tendría dicha ley en la disciplina —en caso de ser aprobada y de que los legisladores consideren que la antropología deba ser una profesión sometida a colegiación y certificación—. Si bien no es posible predecir el futuro, sí podemos identificar ciertas problemáticas de la antropología sociocultural como profesión que deben ser discutidas en el contexto de dicha ley. De este modo, en la primera parte del artículo presento una breve descripción de la Ley General, así como algunas críticas de las que ha sido objeto. En la segunda parte expongo una serie de problemas de la antropología sociocultural como profesión en México. Por último, destaco un par de perspectivas desde las cuales los colegios pueden contribuir a la solución de los problemas de la antropología y la sociedad mexicana.
La Ley General del Ejercicio Profesional Sujeto a Colegiación y Certificación Obligatorias
El 18 de febrero de 2014 fueron presentadas en el Senado de la República la “Iniciativa con Proyecto de Decreto por el que se expide la Ley General del Ejercicio Profesional Sujeto a Colegiación y Certificación Obligatorias” —de ahora en adelante: “Iniciativa”—, así como la propuesta de su ley reglamentaria —“Ley General”—, las cuales tienen como objeto la regulación de las actividades profesionales en el país, incluyendo, además de la colegiación y certificación obligatorias, el establecimiento de un código de ética para cada colegio de profesionistas.
En su exposición de motivos, la Iniciativa presenta una serie de “problemas relacionados con el ejercicio de las profesiones”, entre ellos, “la disparidad académica de los estudios superiores”, debido al incremento de instituciones de educación superior “de cuestionable calidad académica”, que se traduce en la heterogeneidad de la preparación de los nuevos profesionistas en el país y en que “el mero título profesional no siempre es suficiente para contar con condiciones de ejercicio profesional dignas, adecuadas”. También plantea la “necesidad de certificación de conocimientos”, debido a que toda profesión es dinámica y se requiere que los profesionistas estén actualizados. Del mismo modo, acusa la “necesidad de control en el desempeño ético” de los profesionistas, así como la “falta de participación activa de los profesionistas en actividades del Estado”, sobre todo en actividades de “trascendencia social”, como en la elaboración y análisis de iniciativas de ley, la participación en foros, en mecanismos gubernamentales dedicados a la resolución de problemáticas sociales y en la elaboración de planes y programas de gobierno. Por último, diagnostica la “necesidad de mayor representatividad de las profesiones y sus miembros para promover mejores condiciones de ejercicio profesional”. Así, de acuerdo con la exposición de motivos, los principales problemas son la falta de regulación del ejercicio profesional, su actualización y su control ético.
¿Por qué deberían regularse las profesiones a través de una colegiación y certificación obligatorias?, ¿cuál es la importancia de la colegiación y de la certificación? De acuerdo con la Iniciativa, los fines de los colegios profesionales deben ser: 1) la ordenación del ejercicio de la profesión; 2) la representación de la profesión; 3) la defensa de los derechos e intereses profesionales de los colegiados; 4) la actualización profesional continua de los colegiados; y 5) el control deontológico y la aplicación del régimen disciplinario en protección de la sociedad. Revisemos ahora en qué consiste la reforma constitucional y la ley propuestas.
El proyecto de reforma constitucional pretende la modificación del artículo 5, al cual se adiciona un tercer párrafo que establece que “el Congreso de la Unión determinará los casos en que, para el ejercicio profesional, se requiera de colegiación, certificación periódica o cualquier otra condición especial, así como las modalidades y términos de cumplimiento de dichos requisitos” [cursivas propias]. Será también el Congreso de la Unión el que establezca “cuáles actividades profesionales requerirán colegiación, certificación o cualquier otra condición especial para su ejercicio”, de lo que se sigue que no necesariamente todas las profesiones estarán sometidas a colegiación y certificación obligatorias. De acuerdo con la Iniciativa, son los congresos locales quienes deberán llevar a cabo la regulación en la materia. Del mismo modo, se adiciona un cuarto párrafo en el que se especifica que “los colegios de profesionistas serán entidades privadas de interés público que coadyuvarán en las funciones de mejoramiento y vigilancia del ejercicio profesional”.
La Iniciativa también plantea una modificación al artículo 28, en el que se establece que los colegios profesionistas “no sean considerados monopolios en razón de las funciones exclusivas que habrán de realizar y con ello se vulnere la prohibición constitucional sobre el tema”; así como al artículo 73, de “otorgar la facultad al Congreso de la Unión para expedir las leyes a que se refieren los párrafos tercero y cuarto del artículo 5”.
En la Iniciativa se precisa que “sólo [serán reguladas] algunas ‘actividades’ dentro de una ‘Profesión’, pero no necesariamente la ‘profesión’ entera”, y que “lo serán aquellas que guarden relación con la vida, la salud, la seguridad, la libertad y el patrimonio de las personas” [cursivas de R. Ll.]. Cabe la pregunta: la antropología sociocultural, que a lo largo de su historia ha tratado todos los aspectos antes mencionados —vida, salud, seguridad, patrimonio—, ¿es una profesión que debe ser sujeta a colegiación y certificación obligatorias? La Iniciativa no menciona la antropología entre las profesiones a ser reguladas, por lo que resulta pertinente otra interrogante: ¿qué nos dice esta omisión sobre la visión que tiene el Estado de nuestra disciplina?
De acuerdo con la Ley, se creará “un nuevo órgano administrativo, denominado Comisión Interinstitucional de Colegiación y Certificación Profesionales, al que atribuye la función de crear y mantener actualizado el Catálogo General de Actividades Profesionales sujetas a colegiación y certificación obligatorias”, así como el “Sistema Nacional de Profesiones”, el cual sería integrado por “aquellas personas físicas y morales, públicas o particulares, vinculadas con el ejercicio de las actividades profesionales sujetas a colegiación y certificación profesionales”.
En el artículo 11 se establece que la Ley reinstaura “en México la figura de cuerpos intermedios a los que los profesionistas estén obligados a incorporarse y que, junto con el Estado, sean corresponsables de velar por la armonía social, en lo que al ejercicio liberal de ciertas actividades se refiere”.[4]
En lo que concierne a la certificación, la Ley aclara que la educación continua es sólo uno de los elementos a ser considerados. Un aspecto fundamental en el documento son los “Entes Certificadores”, los cuales “tendrán la forma de Asociaciones Civiles, siendo sus asociados personas físicas o morales de naturaleza privada”, y se indica que “se pretende evitar con esto un ánimo de lucro en las actividades de certificación de profesionistas, puesto que la finalidad de interés público que estos persiguen, es incompatible con actividad mercantil alguna”.
La Ley cuenta con seis títulos. El primero es el de “Disposiciones Generales. Capítulo único. Ámbito de aplicación y objeto de la ley”, en su artículo 3 define que “Es objeto de la Ley establecer y regular la colegiación y certificación obligatorias para el control de quienes ejerzan las Actividades Profesionales, a fin de garantizar que los servicios respectivos sean otorgados bajo estándares de calidad y en consonancia con las normas éticas aplicables en beneficio de los usuarios”. Las áreas profesionales que se mencionan, en el artículo 5, son medicina y ciencias de la salud en general, derecho, ingeniería, arquitectura y contaduría. Como señalé arriba, la antropología sociocultural no es referida.
El título segundo, “De las autoridades competentes y de las instituciones vinculadas a la colegiación y certificación obligatorias” define, en su artículo 15, que será la Comisión Interinstitucional[5] la que “identificará las actividades profesionales sujetas a Colegiación Obligatoria y Certificación Profesional y mantendrá actualizado el Catálogo General de Actividades Profesionales, en términos del artículo 5 de esta Ley”.
En el título tercero, “De la colegiación obligatoria”, se establece en el artículo 30 que es obligación de los colegios de profesionistas “contar con su respectivo código de ética profesional al momento de solicitar su registro como Colegio de Profesionistas”, el cual debe recoger “todos aquellos aspectos que constituyan los principios y valores éticos reconocidos nacional e internacionalmente como los propios de la Actividad Profesional correspondiente. Dicho código deberá atender los problemas específicos del Ejercicio Profesional en México y hacer frente a aquellas cuestiones consideradas como prácticas a corregir”.
El título cuarto es “De la Certificación Profesional”, en donde se establece que la certificación profesional “tendrá una vigencia máxima de cinco años, al término de los cuales [el colegio] deberá someterse a un nuevo proceso y cumplir con los requisitos y evaluaciones establecidas por el Ente Certificador que corresponda”.
El quinto título versa sobre “Responsabilidades y sanciones”. Entre las infracciones ante el “indebido” ejercicio de las actividades profesionales se encuentran desde las multas y amonestaciones hasta la suspensión temporal e inhabilitación del ejercicio, así como la cancelación definitiva de las autorizaciones para operar como Colegio de Profesionistas o como Ente Certificador. El título sexto es sobre los “Medios de impugnación” a dichas sanciones.
En los transitorios se establece que “La Comisión Interinstitucional se pondrá en funcionamiento dentro de los tres meses siguientes a la entrada en vigor de la presente ley” y que “El primer Catálogo General de Actividades Profesionales deberá quedar emitido por la Comisión Interinstitucional dentro del plazo de un año contado a partir de la vigencia de esta ley”.
Antes de presentar elementos de discusión para la antropología sociocultural en relación con la Ley General, quiero destacar algunas de las respuestas favorables y de rechazo a ella. Entre las primeras encontramos la del Instituto Mexicano de Contadores Públicos (IMCP). El vicepresidente de docencia del IMCP, Eduardo Ávalos Lira (2014) sostiene que los profesionistas certificados por dicho instituto tienen mayores oportunidades en el mercado laboral y que la colegiación y certificación obligatorias responden a la necesidad de que los profesionistas del país desarrollen sus funciones dentro de los estándares de calidad que demanda actualmente la sociedad.
En contraparte, la Asociación Nacional de Universidades e Instituciones de Educación Superior ha emitido una postura de franco rechazo a la iniciativa y argumenta que la propuesta de colegiación obligatoria contraviene el derecho de la libertad de asociación y viola la autonomía universitaria, pues “los títulos expedidos por las instituciones de educación superior avalan las capacidades, habilidades y destrezas de los egresados para el ejercicio profesional” (Rodríguez Gómez, 2014). Por parte de los colegios de profesionistas, el Colegio de Arquitectos de la Zona Metropolitana de Mérida, Yucatán, se ha manifestado en contra de la iniciativa por considerarla anticonstitucional y contravenir preceptos fundamentales de libertad en materia de derechos humanos. La arquitecta María Elena Torres Pérez, profesora de la Unidad de Posgrado e Investigación de la Facultad de Arquitectura de la Universidad Autónoma de Yucatán, ha advertido que “esa propuesta descalifica de forma moral a todas las escuelas de licenciatura” (en Tetzpa, 2014).
Desde una posición más moderada, el ministro de la Suprema Corte de Justicia de la Nación, José Ramón Cossío Díaz (2014), ha escrito que si bien en el seminario “Colegiación y certificación profesionales”, celebrado en El Colegio Nacional en agosto de 2014, la mayoría de legisladores, académicos y representantes de profesiones que participaron aceptaron la colegiación, “hay temores en cuanto a pulverizar la representación gremial, la independencia de los colegios, la formación de grupos de poder y las limitantes al ejercicio libre de la profesión, no tanto como filosofía, sino por el modo en que las propuestas están construidas”, por lo que invita a una discusión sostenida de la Ley.
Por último, en una reunión que participé entre colegios de profesionistas y legisladores que impulsan la Ley General, las principales preocupaciones expresadas fueron: 1) el posible surgimiento de nuevos cotos de poder por parte de los colegios —ya que, para ejercer la profesión, habría que ser integrante de uno de ellos— y los entes certificadores, que podría devenir en una suerte de nuevo corporativismo útil para el poder; así como 2) el probable negocio en que podría convertirse la certificación periódica.
Con estos problemas en mente, a continuación presento una serie de elementos a discutir sobre la antropología sociocultural como profesión en México.
Perspectivas para la antropología sociocultural mexicana como profesión
Cualquier análisis sobre la antropología sociocultural ante la Ley General debe considerar a la primera como una profesión y, en tanto tal, como un proceso de producción cultural (Krotz, 1987), es decir, no es sólo un conjunto de teorías, métodos, técnicas y temáticas —como aparece enseñada la antropología en manuales, diccionarios o historias de la disciplina—, sino también un colectivo de actores que llevan a cabo prácticas en condiciones socioculturales determinadas. Sin embargo, existen varias limitaciones para hacer un análisis de la antropología como profesión. Revisemos algunas de ellas.
La primera es que, si bien existe una larga tradición meta-antropológica en México, esto es, de análisis antropológico de la propia antropología, lo cierto es que buena parte de dicha tradición se ha dedicado principalmente a la historia de la antropología como conjunto de paradigmas, teorías, métodos, técnicas y temas en el contexto político del Estado nación mexicano (ver Comas, 1976; García Mora, 1987-1988; Hewitt, 1988; Krotz, 2008; Lameiras, 1979; Medina, 1996; Vázquez, 2014).
Por otra parte, los estudios antropológicos sobre la antropología mexicana, como los que se realizaron en el marco del proyecto “Antropología de la antropología: diagnóstico y perspectivas de la antropología en México”, se han centrado en las instituciones académicas, es decir, de docencia e investigación (Krotz y de Teresa, 2012; ver también Vázquez, 2003). Una de las excepciones en esta tradición meta-antropológica es la tesis de doctorado de Julio César Olivé (1981), La antropología mexicana, publicada como libro por el Colegio Mexicano de Antropólogos, A. C. —colegio impulsado desde el INAH por el propio Olivé—. Al final de dicha obra, Olivé advierte el peligro de la dispersión y pérdida de la base unitaria de la antropología mexicana y propone la “organización colegiada de los antropólogos” como una forma de atender dicho problema (Olivé, 1981: 263); del mismo modo, ofrece como anexo un anteproyecto de reforma a los artículos 1º y 2º de la Ley de Profesiones con el objetivo de “resolver el problema de la profesionalización y protección a las nuevas carreras entre las que se incluye la antropología” (Olivé, 1981: 265). Otra excepción, sobre la cual volveré más adelante, es el trabajo de Teresa Rojas (1987), que menciona los “círculos invisibles” en la antropología en México.
De este modo, aún faltan estudios antropológicos sobre el ámbito profesional de la disciplina, comenzando por un diagnóstico del campo laboral en el que se desempeñan los antropólogos en México, así como un análisis crítico de los colegios de profesionistas y otras organizaciones colectivas del gremio en el país.[6]
No obstante las limitaciones anteriores, con base en los estudios mencionados y a partir de observaciones propias sobre el ámbito profesional de la antropología en México, podemos destacar algunos aspectos para el análisis y la discusión. El primero de ellos es que la antropología como profesión tuvo sus orígenes en el ámbito museístico en el siglo XIX (ver el documentado estudio de Rutsch, 2007). Después de la Revolución mexicana, la antropología se convirtió en una profesión de Estado, en una ciencia “para el desempeño del buen gobierno”, según el célebre dictum de Manuel Gamio (1992: 15).
De este modo, durante la primera mitad del siglo XX, la antropología como profesión estuvo estrechamente ligada al Estado, principalmente en el ámbito indigenista, a través del Instituto Nacional Indigenista —creado en 1948 y desde 2003 reemplazado por la Comisión Nacional para el Desarrollo de los Pueblos Indígenas, CDI— y en el del patrimonio cultural, a través del Instituto Nacional de Antropología e Historia —creado en 1939—. Fue en este ámbito profesional que la antropología en México conformó su identidad disciplinaria: vinculada con el Estado y con el nacionalismo; con una vocación aplicada, de solución de los “grandes problemas nacionales”, y con un foco en la problemática indigenista y mesoamericana. A pesar de esta larga historia, en términos formales la antropología fue reconocida como profesión hasta 1970, cuando se reformó la Ley General de Profesiones con el fin de regular la práctica de las profesiones no consideradas previamente por la ley (Rojas, 1987).
Una de las principales transformaciones de la antropología como profesión en México es lo que Luis Vázquez León (2002) y Juan Luis Sariego (2007) han caracterizado como proceso de “academización”, que no solamente alude a la expansión de instituciones académicas de carácter antropológico, sino también al hecho de que el ámbito académico se ha convertido en el más valorado y prestigioso. Este proceso de academización tuvo lugar en las décadas de los setenta y ochenta del siglo XX, pero muy pronto se vio limitado debido a que el ámbito académico podía emplear cada vez menos a los egresados de las instituciones formadoras de antropólogos —a la fecha, existen 22 programas de licenciatura en antropología social o etnología en 18 entidades del país (van’t Hooft, 2014)—. Desde entonces, la antropología ha pasado por un proceso de “postacademización” (Vázquez, 2002, 2006), en el cual, como profesión, se vincula de modo creciente con el mercado, con organizaciones no gubernamentales y de la sociedad civil —desde donde han surgido diversas formas de activismo antropológico, como la investigación de co-labor (ver Leyva y Speed, 2008)—, con consultorías, así como en otros ámbitos de la iniciativa privada.
En este orden de ideas, la antropología como profesión en México es sumamente heterogénea, tiene presencia en el ámbito público, en el académico y también en el privado. Veamos un botón de muestra de dicha diversidad. En un artículo publicado en 2007, Guadalupe Escamilla, Fernando Salmerón y Laura Valladares enlistan una serie de campos de trabajo de los antropólogos en la actualidad: en la CDI, la Secretaría de Educación Pública —SEP, particularmente en la Dirección General de Educación Indígena y el Consejo Nacional para el Fomento Educativo—, en el Consejo Nacional para la Cultura y las Artes, la Secretaría de Salud, la Secretaría de Desarrollo Social, la Secretaría de la Reforma Agraria; en empresas paraestatales como la Comisión Federal de Electricidad; en la Comisión Nacional de los Derechos Humanos; en la realización de peritajes antropológicos, culturales y lingüísticos; en la Procuraduría General de la República —particularmente en su Unidad especializada para la atención de asuntos indígenas—, así como en muy diversas organizaciones no gubernamentales, de la sociedad civil y empresas privadas.
Valgan algunos comentarios sobre estos tres “tipos ideales” de antropología en México, “de Estado”, “académica” y “postacadémica”. El primero es sobre la relación entre estos ámbitos. Más que preguntarnos si son campos opuestos o contradictorios, me parece que el verdadero problema es la falta de canales de comunicación entre dichos ámbitos. Y, desde luego, cada una de estas esferas presenta problemáticas internas.
La “antropología de Estado” se enfrenta al problema de la relación misma de la disciplina con el propio Estado. No se trata del hecho de que no haya antropólogos trabajando en instituciones del Estado, los hay, sino de que la profesión ha perdido la imagen y relevancia que antes tenía para el Estado mexicano. Ya desde la década de los ochenta, Guillermo Bonfil (1995) llamó la atención sobre el “problema conyugal” entre la antropología social y el Estado en México. En su reciente historia sobre la antropología sociocultural mexicana, Luis Vázquez (2014: 266) caracteriza a Arturo Warman —quien nos legó obras imprescindibles como …y venimos a contradecir y La historia de un bastardo: maíz y capitalismo (Warman, 1976, 1988)— como el “brillante ocaso de la antropología gubernamental”. Acaso una ilustración de este “brillante ocaso” sea una observación común entre los colegas relativa a la sustitución de los antropólogos por abogados, agrónomos, biólogos y otros profesionistas en la CDI, otrora uno de los ámbitos profesionales por excelencia de la antropología.[7] De modo similar, Claudio Lomnitz (2014) ha advertido que al Estado neoliberal mexicano parecen resultarle más útiles otras disciplinas como la economía, la ciencia política y la sociométrica.
Podemos preguntarnos: ¿el “problema conyugal” —por continuar con la expresión de Bonfil— entre la antropología y el Estado se debe únicamente a que al Estado neoliberal mexicano le resultan más útiles otras disciplinas?, ¿no acaso también incide un cambio en los valores disciplinarios, como ha advertido Vázquez (2002), que privilegia otros ámbitos laborales?, ¿cuáles son las consecuencias de este “problema conyugal”? A propósito, me parece igualmente ilustrativo que en una convocatoria reciente emitida por el gobierno del estado de Yucatán para contratar a un intermediario entre el Estado y comunidades no se enlistara entre las disciplinas participantes a la antropología —y sí a la sociología, la psicología, trabajo social, entre otras—; cuando le comenté esta situación a una colega profesora-investigadora, me respondió: “es que a los nuevos antropólogos ya no les gusta hacer trabajo de campo”, refiriéndose al trabajo de campo en zonas rurales, tarea que sí cumplen biólogos, agrónomos, sociólogos rurales, entre otros profesionistas.
En cuanto al ámbito académico, es frecuente escuchar entre los colegas una distinción, como si fueran mundos separados, entre una “antropología académica” y “otra antropología”, nombrada de distintas maneras: “no académica”, “extra-académica”, “aplicada”, “profesional”, entre otras expresiones (ver Sariego, 2005). En este artículo parto del supuesto de que el académico es uno más de los ámbitos profesionales de la antropología, por lo que las reflexiones sobre la antropología como profesión no pueden excluir el campo académico. En este orden de ideas, el problema en este campo no es sólo el de la falta de capacidad de dar empleo a nuevos antropólogos, sino también los procesos de burocratización debido a los mecanismos de evaluación y de acreditación de instituciones, programas de estudio y profesores e investigadores (ver Krotz, 2011).
Este proceso de burocratización plantea una situación un tanto contradictoria: por un lado, exige a los investigadores buscar fuentes de financiamiento fuera de la academia —tanto en el sector público como en el privado—,[8] pero al mismo tiempo se convierte en una excusa común la falta de tiempo para participar en actividades fuera del ámbito académico.
Por último, aún nos falta conocer mucho sobre la diversidad de prácticas profesionales que tienen lugar en el sumamente heterogéneo ámbito “post-académico”, que van desde el trabajo en organizaciones no gubernamentales y de la sociedad civil hasta las consultorías y las empresas —como aquellas denominadas “agencias de inteligencia de mercado”, analizadas por Rebeca Orozco en este número—. Por lo pronto, ante el problema conyugal de la antropología y el Estado, y el limitado acceso al campo académico, el ámbito post-académico se está convirtiendo en el más atractivo o en la única opción para nuevas generaciones de antropólogos, por lo que resulta urgente conocer con rigor este espacio.
Algo que parecen compartir estos tres ámbitos —la antropología de Estado, la académica y la post-académica— es una crisis de “relevancia” y de “identidad pública”, que no tiene que ver necesariamente con la calidad de los trabajos que los antropólogos están realizando en sus diferentes espacios, sino con la capacidad para darlos a conocer y vincularse con la sociedad (Ahmed y Shore, 1995; Shore, 2007; Lomnitz, 2014). ¿Está participando la antropología como profesión, es decir, como actor colectivo y organizado, en las grandes discusiones nacionales? Para el caso de la antropología sociocultural mexicana, ¿tiene razón la exposición de motivos de la Ley General cuando acusa la “falta de participación activa de los profesionistas” en actividades de “trascendencia social” como la elaboración y análisis de iniciativas de ley, la participación en foros y en la resolución de problemáticas sociales?
Podríamos argumentar que si la antropología sociocultural mexicana le era útil al Estado durante buena parte del siglo XX es porque, en esencia, se trataba de una “antropología para la construcción de la nación” (Stocking, 1982) o, mejor dicho, para la construcción del Estado nación. Ya ha sido documentado cómo la antropología jugó un papel clave en la construcción de la idea de nación y del Estado en México a partir de sus formulaciones teóricas y metodológicas sobre el indigenismo y el mesoamericanismo, así como en sus aportaciones prácticas a las políticas agrarias y educativas. En otro trabajo (Llanes, 2014) he documentado con más detalle cómo, en décadas recientes, la antropología sociocultural en México ha dejado de ser una “antropología para la construcción de la nación” y cómo algunos movimientos teórico-políticos contemporáneos, como la emergencia de las antropologías indígenas, la investigación de co-labor y el “giro ontológico”, plantean nuevos retos epistemológicos y éticos a la disciplina en nuestro país. Si la antropología sociocultural mexicana ya no es una disciplina o una profesión para la construcción del Estado nación, ¿qué utilidad puede tener en la actualidad?
Ciertamente, como muchas otras profesiones, la antropología mexicana está haciendo frente a lo que el antropólogo francés Marc Abèlés (2008) ha llamado una “política de la supervivencia”, caracterizada por un profundo sentido de incertidumbre o de riesgo, el cual, en el ámbito profesional y laboral, se traduce en flexibilidad, inseguridad y precariedad. Este proceso de flexibilización y precarización laboral tiene lugar en un contexto de enorme desigualdad socioeconómica en el país sostenido por diversas formas de explotación, misma que se expresa no sólo en términos de regiones del país, sino también al interior de las propias instituciones académicas.[9] No extraña entonces que Luis Vázquez (2007) hable de una comunidad antropológica altamente estratificada. Como señala la carta citada al inicio de este artículo, suscrita por más de sesenta estudiantes, profesores e investigadores, existe cierto malestar ante la notable disparidad salarial entre los directivos de las instituciones académicas, los profesores investigadores —donde también encontramos jerarquizaciones a partir de becas y estímulos como los entregados por el Sistema Nacional de Investigadores—, el personal administrativo y manual, así como con los becarios y ayudantes de investigación.[10]
La flexibilidad laboral y la desigualdad están acompañadas de un tercer grave problema para el ejercicio profesional de la antropología: la violencia en varias regiones y estados del país, acompañada de procesos de securitización legales y paralegales, los cuales representan graves amenazas para los derechos humanos, como ha quedado de manifiesto en las recientes ejecuciones de veintidós jóvenes en Tlatlaya, Estado de México, y en los asesinatos y desapariciones forzadas de los estudiantes normalistas de Ayotzinapa, en Guerrero.[11] Como ya se ha advertido en diversas ocasiones (por ejemplo, Novelo y Villa, 2011), la violencia y los problemas de (in)seguridad vulneran uno de los ámbitos profesionales más importantes de la antropología: el trabajo de campo.
Ante este escenario de limitaciones de los procesos de academización y postacademización de la antropología; de los problemas de comunicación entre los sectores estatal, académico y postacadémico; de crisis de relevancia y de imagen pública de la disciplina; de la “política de la supervivencia” y sus condiciones de flexibilidad, inseguridad y precariedad laboral; de marcada desigualdad y de violencia e inseguridad, resulta urgente la organización colectiva, particularmente colegiada, de los antropólogos en México.
Llama la atención que, a pesar de que se trata de una disciplina especializada en el tema de la “organización social”, la antropología en México cuente con muy pocos colegios de profesionistas.[12] Hace más de veinte años, Andrés Medina (1995) observó que cada una de las “tradiciones” de antropología en el país, la “etnológica” y la “socioantropológica”, cuenta con su propio colegio y forma de organización. La primera tradición, o “familia antropológica”, como la caracteriza Rojas (1987), surgió durante la presidencia de Lázaro Cárdenas y se ha organizado en torno a la Sociedad Mexicana de Antropología (SMA), fundada en 1937 por Alfonso Caso —a la postre una de las mayores autoridades de la disciplina en el país—, que publicó por muchos años la hoy desaparecida Revista Mexicana de Estudios Antropológicos y que continúa organizando su bianual Mesa Redonda; así como la Asociación Mexicana de Antropólogos Profesionales, A. C., constituida en 1955 y que cambió su nombre en 1976 a Colegio Mexicano de Antropólogos, A.
C. Estas organizaciones se han caracterizado por seguir cultivando la antropología integral, es decir, aquella que cubre los “cuatro campos”: etnología, arqueología, lingüística, antropología física; más el quinto campo muy peculiar de la tradición mexicana: la etnohistoria.
La segunda tradición, que tuvo su origen en la crítica realizada a la tradición anterior por parte de Ángel Palerm, Guillermo Bonfil, entre otros, en la década de los sesenta (ver Vázquez 2002), se ha agremiado bajo el cobijo del Colegio de Etnólogos y Antropólogos Sociales, A. C., creado en 1974 bajo los impulsos de Palerm desde el Centro de Investigaciones Superiores del INAH y de Gonzalo Aguirre Beltrán desde la SEP (Rojas, 1987).
Esta segunda tradición y organización está notablemente más enfocada hacia la antropología sociocultural y hacia el ámbito académico. Como observa Rojas (1987: 4), “la pertenencia a uno u otro de los Colegios y a las instituciones enumeradas, tiende a reforzar, real y simbólicamente, la identidad del antropólogo, que se mueve así en alguno de los dos círculos invisibles”.
Además de estos colegios, sólo sé de la existencia de la Asociación Mexicana de Antropología Biológica, A. C. —fundada en 1983—, del Colegio de Antropólogos de Yucatán, A. C. —creado en 1994— y del recientemente constituido, en 2013, Colegio de Ciencias Antropológicas del Estado de Guerrero.[13] También cabe destacar la conformación en el año 2000 de la Red Mexicana de Instituciones de Formación de Antropólogos.[14]
Como mencioné anteriormente, carecemos de estudios sobre el comportamiento real de los colegios y asociaciones de antropología en México, pero sí podemos destacar la organización de congresos —como la ya citada Mesa Redonda de la SMA y el más reciente Congreso Mexicano de Antropología Social y Etnología del CEAS, y otras instituciones académicas vinculadas con la tradición socioantropológica, ambos realizados de manera bianual—, seminarios, foros, publicaciones, declaraciones,[15] entre otros.[16] Bien valdría la pena entonces que, ante la Ley General, los antropólogos mexicanos analicemos seriamente el proceso de colegiación de la profesión. Por ejemplo, en caso de que la colegiación se vuelva obligatoria para la antropología, deberíamos discutir sobre mecanismos democráticos en los colegios, de forma tal que no se conviertan en una corporación de control, como ha sucedido con muchos sindicatos en el país. Del mismo modo, pueden servir como punto de partida las reflexiones del historiador de El Colegio de México Ariel Rodríguez Kuri (2010) en torno a los cuerpos intermedios —entre los que entran los colegios de profesionistas— como una respuesta a los procesos de individualización y desorganización social.
La importancia estratégica de los cuerpos intermedios —escribe Rodríguez Kuri— es doble; de un lado dan sustento cotidiano a la democracia, al facilitar la interlocución política o, lo que es lo mismo, al hacer visibles y copartícipes de un mismo vocabulario a los actores de la política democrática. De otra suerte, son objetivo y vehículo de la reforma social.
Por otra parte, con respecto al proceso de certificación, debemos vigilar que éste no se vuelva simplemente un negocio de los entes certificadores. Asimismo, uno de los aspectos centrales de la certificación, la “actualización”, implica varios problemas de continuidad y discontinuidad disciplinaria: ¿existen elementos en la antropología
—epistemológicos, teóricos, metodológicos, temáticos, técnicos— que deban permanecer a pesar de los cambios en el mercado laboral?,
¿cómo definir los elementos de “actualización”? Desde luego, ninguna selección es neutral y, en tanto que la antropología sociocultural mexicana es una disciplina diversa en posiciones epistemológicas, teóricas y metodológicas, difícilmente habrá consenso sobre qué elementos merecen conservarse en los programas de estudio y cuáles deben ser actualizados. Ni siquiera existe consenso sobre cuál es el objeto de estudio de la antropología —si es la “cultura”, la “diversidad”, la “especie humana”, etc.— o, incluso, si existe o debe existir algún objeto que defina a la disciplina.
Con lo anterior, podemos considerar que, como toda ciencia social, la antropología es una disciplina en “crisis permanente” en tanto que las sociedades, culturas o prácticas socioculturales que estudia están en permanente cambio y transformación (Krotz, 1995). Sin embargo, también se pueden aducir elementos con mayor continuidad, como la “perspectiva antropológica” de concebir el universo de la especie humana como un multiverso sociocultural (Krotz, 2004); el contraste de las normas ideales con las prácticas reales, las cuales sólo se pueden conocer a partir del trabajo etnográfico (Malinowski, 1973; Wolf, 2001); la captación del “punto de vista” del “nativo” o del “otro” (Geertz, 1994); los procesos de “extrañamiento” o de “desfamiliarización” de lo “familiar” (Comaroff y Comaroff, 2012), por mencionar tan solo algunos elementos.
Considero que, contra cierta tendencia que se aprecia en la academia, la actualización no puede consistir sólo en impartir cursos sobre las tendencias teóricas, metodológicas y temáticas más recientes en la disciplina o en las ciencias sociales y las humanidades. En cambio, desde los colegios de profesionistas se pueden crear canales de comunicación con el sector profesional de la disciplina que no labora en la academia y, siguiendo una de las tradiciones de la antropología, indagar qué es lo que necesita, qué le gustaría aprender y qué se podría trabajar en temas de actualización.
El último aspecto que deseo abordar es el de la ética profesional. No pretendo formular una suerte de propuesta de código de ética ni analizar las que se han hecho al respecto.[17] Me interesa destacar dos aspectos, ambos advertidos por Luis Vázquez (2006, 2015). El primero es que las asociaciones de antropólogos en otros países —como en Estados Unidos y Brasil— formularon sus códigos de ética en contextos de crisis, cosa que no sucedió en México. Si bien es cierto que, como observan Escamilla y Valladares (2005) y Vázquez (2006), contamos con una suerte de código consuetudinario o una serie de normas y valores implícitos —como el respeto a la cultura de los “otros”, la tolerancia, el compromiso social, la crítica, la libertad de cátedra y de investigación, entre otros—, no podemos olvidar uno de los postulados antropológicos fundamentales arriba mencionado: las contradicciones entre las normas ideales y las prácticas reales de los actores (Wolf, 2001). En otras palabras, que defendamos ciertas normas éticas no significa que actuemos de acuerdo con ellas.
Del mismo modo, cabría preguntarnos seriamente si, incluso en el ámbito de las normas ideales, el valor de la crítica no ha sido opacado por el relativismo epistemológico y moral (ver Díaz, 2009; Oseguera, 2010). Si bien la crítica siempre resultó difícil de formular en el ámbito de la antropología de Estado,[18] resulta preocupante que su valor esté menguando en la academia y en entornos post-académicos, espacios presuntamente menos autoritarios y con menos control por parte del propio Estado. Tal es el caso del trabajo de antropólogos con organizaciones de la sociedad civil, movimientos sociales y el mercado que aceptan sin cuestionamientos las prácticas de los sujetos con quienes colaboran, sin importar que éstas resulten autoritarias o poco democráticas.
Así, el segundo aspecto que quiero desatacar es que algunos de los conflictos internos de la “comunidad antropológica” en el país no han podido ser resueltos por la comunidad misma, sino que requirieron la intervención de actores externos —el Jurídico de la UNAM, la Suprema Corte de Justicia de la Nación, la Comisión Nacional de los Derechos Humanos, la Secretaría de la Función Pública—. Por lo tanto, Vázquez postula la existencia de una “ideología armónica” desde la cual aparecemos como una comunidad libre de conflicto. Entre sus conclusiones, Vázquez (2015: 15) acusa “la completa ausencia, no digamos de un mismo código deontológico, sino que hasta nuestros colegios profesionales al parecer comparten la idea moral de que todo se vale, sobre todo si el alto-funcionario-amigo está de por medio”.
Ante estos problemas de ética profesional resulta urgente, por un lado, analizar el contexto de crisis actual, marcado por la precarización laboral, desigualdad y violencia, y pensar en las normas éticas para regular la profesión en dicho contexto de crisis. Por otro lado, en la discusión sobre la formulación de un código de ética debe estar presente el análisis de mecanismos que permitan hacer respetar, en la práctica real, las normas éticas de la comunidad antropológica.
Consideraciones finales: sobre el papel de los Colegios ante los problemas de la antropología
En diversas ocasiones he escuchado comentarios de colegas sobre la ausencia de beneficios de pertenecer a un colegio de antropólogos —tanto a nivel estatal como nacional—. Para muchos, ser miembro de un colegio sólo implica pagar una cuota anual sin recompensa alguna. En efecto, me parece que, en la actualidad, hay pocas motivaciones —instrumentales— para hacerse integrante de un colegio de profesionistas. Independientemente de que la Ley General se apruebe y que la antropología sea definida como una profesión sujeta a regulación, presento a continuación algunos elementos por los que la colegiación me parece fundamental para la antropología en México.
Más allá de una diversificación teórica, metodológica y temática de la antropología sociocultural en México, la profesión también está atravesando un proceso de pluralización de ámbitos laborales que pocas veces se comunican entre sí. Los colegios pueden jugar un papel muy importante en la construcción de un espacio de comunicación —como foros, congresos, sesiones de trabajo, comunicación electrónica— entre los distintos sectores profesionales de la disciplina.
Del mismo modo, ante la “crisis de relevancia” y de “identidad pública” de la antropología, los colegios tienen un rol fundamental en la presentación de la disciplina ante sectores más amplios. A pesar de que a lo largo de su historia la antropología siempre ha tratado el problema de la traducción de diversas culturas y captar el punto de vista del “nativo” o del “otro”, en su práctica profesional no siempre muestra esta actitud de apertura hacia los otros. Por ejemplo, no en todas las ocasiones se comunica con facilidad con las cámaras empresariales, consultorías, dependencias gubernamentales, organizaciones de la sociedad civil o movimientos sociales. Retomando con seriedad la actitud de apertura hacia la diversidad y de traducción intercultural, los colegios de antropólogos pueden contribuir a la construcción de la relevancia pública de la profesión a través de la participación en federaciones y asociaciones de colegios de diversas profesiones, de foros públicos, programas de radio y otros medios de comunicación, difundiendo sus trabajos en periódicos, blogs, entre otros ámbitos públicos. Acaso podamos reinterpretar el academicista lema “publica o perece” para afirmar que la antropología será pública o perecerá.[19]
Por último, ante los graves problemas que atraviesa la antropología y el país en su conjunto —como los ya mencionados de desigualdad, flexibilización y precariedad laboral, violencia, burocratización académica—, los colegios representan un excelente espacio para trabajar en soluciones colectivas, que vayan más allá de las expresiones individuales de inconformidad y, por lo tanto, tener un mayor peso ante los interlocutores en cuestión. Con su perspectiva singular, el contraste entre los discursos y normas ideales con las prácticas reales, los procesos de “desfamiliarización” de lo “familiar” —y, lamentablemente, la desigualdad, la pobreza y la violencia, se están volviendo algo “familiar” en México—, la atención al punto de vista de los otros, la antropología sociocultural tiene mucho que aportar a México. Concluyo, a manera de homenaje, con unas palabras de Juan Luis Sariego (2005) pronunciadas al final de una conferencia impartida hace diez años, a propósito de la relación entre los distintos ámbitos profesionales de la antropología y el papel de los colegios de profesionistas:
No cabe duda que en la renovación de la antropología aplicada deben jugar un papel central las tareas de reflexión teórica y de formación que son propias de la academia. Pero también es tiempo ya de que a nuestros colegios profesionales les otorguemos un rol más destacado no sólo para defender nuestros intereses gremiales, sino sobre todo, para reposicionar nuestros saberes en los entornos sociales en que vivimos.
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Notas
1 Presidente del Colegio de Antropólogos de Yucatán, A. C. Correo electrónico: rodrigo.llanes.s@gmail.com
Fecha de recepción: 20-02-2015; Fecha de aceptación: 30-07-2015.
2 La carta se encuentra disponible en línea: http://www.pacarinadelsur.com/dossier-13/1021- la-practica-profesional-de-la-antropologia-en-mexico-frente-a-la-flexibilizacion-laboral
3 Con fines prácticos, empleo el término “antropología sociocultural” para referirme a la antropología social, a la antropología cultural y a la etnología —si bien soy consciente de que dichas subdisciplinas o “tradiciones” presentan características particulares en México (ver Medina, 1996). Dejo de lado, en este momento, a las demás subdisciplinas de la antropología: arqueología, antropología física o biológica, lingüística y etnohistoria.
4 De especial relevancia para el CEAS es que “la Ley incluye una categoría de colegiados denominados ‘nacionales’, con reglas especiales, y distintas a las de los colegios de jurisdicción local”, los cuales tienen que cubrir requisitos mayores: número mínimo de miembros, acreditar que sus miembros tienen su domicilio fiscal en cuando menos la mitad más uno de las jurisdicciones locales del país y que las cuotas no deberán ser menores al equivalente a veinte días de salario mínimo general vigente en el DF ni mayores a ciento cincuenta días de salario mínimo general vigente en el DF.
5 De acuerdo con la Ley, la Comisión será presidida por el o la titular de la SEP, y sus funciones son “(i) identificar y mantener actualizado el Catálogo General de Actividades Profesionales y (ii) regular, autorizar y revocar las autorizaciones a los Entes Certificadores”.
6 Algunos sitios, como el Observatorio Laboral de la Secretaría del Trabajo y Previsión Social, nos indican datos muy imprecisos. De acuerdo con dicho observatorio, en 2012 se encontraban ocupadas 31,000 personas que estudiaron sociología y antropología; en 2013 la cifra aumentó a 31,436, y en 2014 dio un salto a 40,779 personas. Según el mismo observatorio, el salario promedio de dichos profesionistas es de 8,500 pesos mensuales (ver http://www.observatoriolaboral.gob.mx/ola/content/common/reporteIntegral/busquedaReporte.jsf?idCarreraParametro=5312&idTipoRegistroParametro=1&idEntidadParametro=33#AnclaGrafica). Para el caso de Yucatán contamos con el estudio realizado por Charles Gaillard (2012).
7 A falta de datos precisos, postulo este relevo profesional sólo como hipótesis. Algunas etnografías sobre las instituciones indigenistas, como la de Emiko Saldívar (2008), que nos detalla el “oficio indigenista” y la “estructura laboral” de la “burocracia indigenista”, nos ofrecen algunos elementos para sostenerla. Después de documentar el malestar de una antropóloga que trabajaba en el INI, Saldívar (2008: 53) nos dice que “Muchos preferían abandonar el INI e incorporarse a las filas de las organizaciones no gubernamentales (ONG) o desarrollarse en ámbitos académicos”. Desde luego, no era una preferencia exclusiva de los antropólogos, pero sí resulta llamativa la notable presencia de abogados y agrónomos —entre otros profesionistas— en la institución.
8 Sobre este tema ver el interesante artículo de Don Brenneis (2004), presidente de la American Anthropological Association, entre 2001 y 2003.
9 Ver al respecto el reciente informe de Oxfam México, “Desigualdad extrema en México. Concentración del poder económico y político”, elaborado por el economista Gerardo Esquivel (2015). En él se documenta que en las últimas dos décadas la riqueza de los 16 mexicanos más acaudalados se quintuplicó: en 2014 su fortuna alcanzó 142 mil 900 millones, patrimonio equivalente al ingreso acumulado de 20 millones de habitantes en el país.
10 Sobre esta última cuestión, ver el artículo de Dahil Melgar publicado en este número.
11 De acuerdo con el consultor en seguridad Eduardo Guerrero (2015: 21), “en 2014 se mantuvo la tendencia a la baja de la violencia del crimen organizado, tendencia que inició a mediados de 2011”. En 2014 se registraron 8,400 homicidios vinculados con el crimen organizado, 3,265 menos que en 2013. No obstante, como han observado Guillermo Trejo y Sandra Ley (2015), la violencia asociada con el crimen organizado está presentando nuevas tendencias, como el control y represión de autoridades municipales, hecho clave para entender los asesinatos y desapariciones forzadas de los estudiantes normalistas de Ayotzinapa. Del mismo modo, el analista Alejandro Hope (2015) ha advertido el aumento de la tasa de homicidios hacia junio de 2015, hecho que revierte la tendencia apreciada entre 2011 y 2014.
12 Debo esta apreciación, o alguna versión de ella, al Dr. Esteban Krotz.
13 Los registros de profesiones federal y estatales no reportan más colegios de antropólogos en el país.
14 A propósito de la RedMIFA, Esteban Krotz (2014: 13) ha diagnosticado que la red “no ha encontrado aún la forma de analizar sistemática y comparativamente lo que sucede en sus instituciones ni ha generado consensos efectivos ni tomado decisiones frente a las instancias rectoras de la investigación científica y educación superior en el país”.
15 Una de las más notables fue la “Declaración José C. Mariátegui” del CEAS, en la que se denuncia la “dominación ideológica” ejercida por el Instituto Lingüístico de Verano en México (ver Colegio de Etnólogos y Antropólogos Sociales, 1979).
16 Ver las páginas electrónicas de la SMA: http://smamexico.org/; del CEAS: http://www.ceas.org.mx/, y https://ceasmexico.wordpress.com/; del Colegio de Antropólogos de Yucatán: https://cayacyucatan.wordpress.com/, y del Colegio de Ciencias Antropológicas del Estado de Guerrero: http://colegiodecienciasantropologicasg.weebly.com/. El Colegio Mexicano de Antropólogos no tiene página electrónica.
17 El CEAS estableció en el año 2000 una Comisión de Ética para elaborar una propuesta de Código de ética y, en 2014, circuló entre sus miembros un borrador para someterlo a discusión y análisis. Para continuar con la discusión sobre el tema, remito a la “Declaración de principios” del Colegio Mexicano de Antropólogos (en Colegio de Etnólogos y Antropólogos Sociales, S. F.), así como a Escamilla y Valladares (2005), Krotz (1993), Reyes (2007), Vázquez (2006 y 2015), y los números temáticos de las revistasDesacatos (2013) y Relaciones (2014).
18 Vázquez (2002) ha documentado las consecuencias negativas que sufrieron algunos antropólogos que, como Ángel Palerm, se atrevieron a criticar la antropología de Estado de su época.
19 Sobre esta cuestión puede ser de utilidad consultar la página electrónica del Center for a Public Anthropology: http://www.publicanthropology.org