Sonia Toledo Tello[1]
Resumen: En el último tercio del siglo XX los municipios de Simojovel y Huitiupán, ubicados en el norte de Chiapas, transitaron de una dinámica dominada por haciendas y ranchos (llamadas fincas en general) a otra de comunidades campesinas. La transformación de la estructura agraria generó modificaciones significativas en otros ámbitos; una de éstas ocurrió en el espacio doméstico o familiar. Para entender estos cambios daré cuenta de algunos tipos de familia conformados en la zona de estudio bajo la dinámica impuesta por las fincas establecidas entre mediados del siglo XIX y principios del XX. Sostengo que este proceso estaba conectado con las desiguales relaciones creadas entre patrones y trabajadores. Después pasaré a reflexionar sobre ciertos cambios y continuidades en la institución familiar al ser destruidas las fincas y la figura del patrón, pero sin ser cuestionada la autoridad masculina, y constituirse las nuevas comunidades campesinas vinculadas a diversos proyectos políticos. Por último, delinearé apenas algunas de las repercusiones en la zona de los acelerados cambios del orden mundial y nacional, producidos a partir del decenio de 1970.
Palabras Clave: finca, familia, unidad doméstica campesina, relaciones de género y poder.
Abstract: In the last three decades of the Twentieth Century the municipalities of Simojovel and Huitiupán moved from a social dynamic that was dominated by haciendas and ranchos (called fincas) to one of peasant communities. The transformation of the agrarian structure brought with it significant changes in other fields, such as the domestic or family space. To understand these changes I will describe some of the family types that arose in this region under the finca dynamic imposed during the second half of the Nineteenth Century and the beginning of the Twentieth Century. I hold that this process was connected to the unequal relations among patrons and workers. Following that, I will turn to changes and continuities in the institution of the family: while the fincas and the image of the “patrón” were destroyed, male authority was not questioned, even though the new peasant communities that emerged were closely related to radical political projects. Finally I will outline some of the repercussions of the accelerated world and national changes in the region starting in the 1970’s.
Introducción[2]
Durante la década de 1980, luego de varios años de violentos conflictos por la tierra, las fincas —haciendas y ranchos— que predominaron en los municipios de Simojovel y Huitiupán desde finales del siglo XIX fueron aniquiladas, y en su lugar se conformaron localidades campesinas: ejidos, copropiedades y núcleos de población sin regularización agraria.[3]
Los fundadores de las nuevas comunidades rurales pasaron de la condición de trabajadores de las fincas a la de campesinos desde el momento en que se posesionaron de las tierras privadas y se liberaron del patrón[4]. Este cambio de condición social provocó varias alteraciones más. Aquí me ocuparé fundamentalmente de dos de ellas: la que se refiere a la reorganización de las familias campesinas o unidades domésticas en torno a la parcela familiar;[5] y la que tiene que ver con la restitución de la autoridad paterna al liberarse del control del patrón de la finca. Especialmente haré referencia a las transformaciones vividas por los peones endeudados (acasillados o mozos) al conquistar la tierra y liberarse del patrón, pues debido a su condición social, los cambios que vivieron fueron mucho más profundos que los experimentados por otro tipo de trabajadores. Debo aclarar que he privilegiado la exposición a partir del trabajo etnográfico, por esa razón las referencias a algunas categorías empleadas y a la bibliografía en general se hacen a pie de página.
Las asimetrías en las fincas o ranchos
Las fincas eran espacios marcadamente jerárquicos y heterogéneos. Durante poco más de un siglo se generaron y reprodujeron desigualdades y diferencias entre finqueros y trabajadores y en el seno de cada uno de estos grupos. Las diferencias entre los propietarios de las fincas resultaban de la extensión de sus tierras, del número de trabajadores empleados, de su forma de participación en los procesos productivos, del volumen, calidad, y destino de la producción (mercado local y/o internacional, en el caso del café), así como de tener o no actividades económicas distintas a las agrocomerciales.[6]
Después se irían sumando atributos que entraron en competencia con los primeros, sobre todo a partir de la reforma agraria cardenista, cuando se conformaron nuevos pequeños propietarios mediante la compra de fracciones de terrenos que los finqueros ponían a la venta entre sus vaqueros o arrieros para evitar afectaciones agrarias (por cierto, a partir de entonces casi todas las haciendas pasaron a la categoría de ranchos). Tales atributos, según los mismos ex integrantes de las fincas o ranchos, tenían que ver con el origen familiar, de tradición finquera o no; ser hijo legítimo o ilegítimo del padre ranchero; “saber mandar” (los finqueros acaudalados) o “saber trabajar” (los pequeños propietarios de escaso capital); la destreza en el caballo y portar un “buen traje de charro” en la celebración del santo patrón; formar parte o no de las familias más prestigiadas, es decir, estar ligado o no por origen y alianza matrimonial a las familias con mayor tradición finquera.
Por su parte, los trabajadores se diferenciaban por el tipo de relación laboral que mantenían en las fincas y que los constituyó como peones endeudados (mozos o acasillados) o trabajadores arrendatarios (llamados baldíos en la zona), como arrieros, vaqueros, caporales, sirvientes de casa, jornaleros temporales o trabajadores de la construcción. Además, en la construcción de las desigualdades pesaban los lazos consanguíneos, rituales, sexuales, de amistad, de amor y enemistad que los unían al patrón, así como las competencias en otro tipo de saberes; por ejemplo, el uso de la medicina tradicional y el reconocimiento social del poder de la brujería, ser bilingües (español y tzotzil, y en algunos casos zoque, o español y chol) o hablantes de varias lenguas. El género, la edad, el prestigio y atributos como la belleza, la inteligencia o la destreza en el trabajo, entre otros, jugaban también un papel. Todos estos recursos, asequibles de forma desigual, colocaban a los integrantes de las fincas en posiciones de poder distintas.
De los distintos tipos de trabajadores de las fincas, los acasillados tenían mayores ataduras y dependencia hacia el patrón. La vivienda, la parcela familiar y los gastos para sufragar las actividades rituales, de producción y salud eran proporcionados por los finqueros en calidad de préstamos; por esta razón las deudas morales y económicas de estos trabajadores con sus patrones se reproducían y acrecentaban permanentemente.
En contraste, los baldíos vivían generalmente en pequeñas rancherías, en sus propias viviendas, ubicadas en los márgenes de las fincas o ranchos y establecían contratos de arrendamiento de parcelas con los rancheros. Aunque vivían en incertidumbre, pues dependían de las cosechas, tenían muchas más posibilidades de cambiar de patrón en el siguiente ciclo. Los arrieros y vaqueros contaban con un mayor reconocimiento sobre su trabajo y generalmente eran bilingües, por lo que casi siempre su posición era de mayor poder que la de los acasillados. Mientras que los jornaleros temporales (contratados principalmente para el corte del café) contaban con vivienda y ciertos recursos en las comunidades de Los Altos de donde provenían, más tarde también llegarían de los ejidos de la zona. Por supuesto, todos estos trabajadores eran explotados y muchas veces eran víctimas del maltrato, pero su condición laboral y recursos les proporcionaban cierta autonomía y menor dependencia frente al patrón, comparados con los acasillados.
Las condiciones que brindaban seguridad material a los mozos recreaban al mismo tiempo su posición subordinada: explotación, deudas, dependencia, lealtad y gratitud hacia el patrón. Estos procesos formaban parte de las relaciones de tipo servil en las que la autoridad del finquero rebasaba con mucho las decisiones en torno a los procesos productivos y a la comercialización de sus productos. A pesar de que los peones pagaban con tres días de trabajo a la semana el uso de la parcela que el propietario les otorgaba, tenían prohibido sembrar café y estaban obligados a ofrecerle a éste los productos que destinaban al mercado, aunque muchas veces los vendían fuera de la finca a escondidas, con riesgo de ser castigados en caso de ser descubiertos. Es decir, el uso y usufructo de la parcela familiar de los acasillados eran controlados por los patrones. Estos trabajadores estaban obligados a acatar las decisiones del patrón en una serie de asuntos más: entre otros, la asignación de maridos a las jóvenes, el cortejo y abuso sexual hacia las muchachas de parte del patrón. Fueron también casi siempre los finqueros quienes promovieron y controlaron los festejos en honor al santo patrón de la finca: nombraban a los mayordomos, compraban la comida y los insumos rituales, sumando a las deudas de los trabajadores los gastos de la fiesta.
Los patrones tenían la autoridad para manejar casi todos los asuntos relacionados con la vida en las fincas y aun cuando se sobreentendía el sitio que a cada quien correspondía, todo esto ocurría en medio de acuerdos, desavenencias y confrontaciones. Tanto los arreglos y convenios como las riñas e inconformidades correspondían a la cultura creada en las propias fincas y se expresaban en un lenguaje común para propietarios y trabajadores bajo normas no escritas. No había duda de que era el patrón la máxima autoridad y que en él recaía el deber de velar por la seguridad de sus trabajadores así como el derecho de castigarlos, incluso corporalmente, si así “lo merecían”. De hecho, el ejercicio de estas funciones era lo que los trabajadores esperaban de un “buen patrón”, siempre y cuando éste actuara de manera justa (entendida la justicia desde la propia lógica de las fincas); es decir, que no sancionara sin razón, ni maltratara a “su gente” “por capricho”, porque entonces se trataba de un “patrón malo”, como afirman algunos ex acasillados.
La legitimidad de la cual gozaba la autoridad de los patrones les permitía a éstos ejercer la violencia y aplicar sanciones —reprender, golpear, castigar, expulsar— a sus trabajadores, si éstos incurrían en alguna falta que lo justificara; de lo contrario el agraviado buscaría formas de venganza como “echarle mal al finquero” —brujería—, robarle e incluso atentar contra su vida, o bien buscaría un patrón “bueno” que liquidara su deuda y “le diera entrada” en su rancho. Pero en general, en el mundo de las fincas la autoridad, la explotación, la opresión y la violencia del patrón, así como la pericia o la ineficacia en el trabajo, la obediencia o la indisciplina y las inconformidades de los trabajadores se concebían en términos de “maldad” o “bondad”.[7]
Lazos rituales y consanguíneos en las fincas
Entre los vínculos que unían a los propietarios con los trabajadores se encontraban los de parentesco, y el reconocimiento o no de este lazo creó a su vez relaciones y sentimientos diversos.[8] En la casa grande, la casa del patrón, vivían regularmente, además de la pareja y los hijos, algunos hermanos o primos de él y de su mujer, así como trabajadores que, aunque no siempre, podían estar emparentados por la vía consanguínea o ritual con los patrones.
A menudo los patrones apadrinaban a los hijos de los peones a solicitud de éstos últimos. Esta práctica recurrente afianzaba los vínculos de respeto, dependencia y de diferenciación, ya que ocurría entre desiguales, y al mismo tiempo se reproducía la desigualdad por el lugar que cada quien ocupaba en el acto ritual mismo: los patrones eran padrinos de bautizo de los hijos de los peones, pero nunca una pareja de mozos apadrinaba a alguno de los hijos de la pareja finquera.
También era una costumbre que las jóvenes hijas de los mozos, incluso las de los baldíos o arrendatarios, quienes generalmente vivían en rancherías fuera de las fincas, fueran solicitadas por los patrones para que sirvieran en la casa grande. En tal situación, la mayoría de ellas mantenía relaciones sexuales de manera concertada o forzada con el finquero o con algún pariente de éste. Muchos de los que vivieron en las fincas señalan que con frecuencia las muchachas llegaban a enamorarse de sus patrones, y que en más de una ocasión éstos lo hicieron de alguna de sus sirvientas. Algunos ex rancheros afirman que “por el respeto que los mozos le tenían al patrón, era un honor que el patrón se metiera con alguna de sus hijas”.
Era decisión del patrón el destino de los hijos que procreaba con las mujeres acasilladas o baldías. Al nacer el hijo engendrado con el propietario, éste le era ofrecido al padre-patrón, pero los patrones no siempre se interesaban por esos descendientes. Entonces las madres se hacían cargo de la crianza en la casa de sus padres. Estos hijos ilegítimos del finquero eran educados en el seno materno, en lengua tzotzil o chol (en el caso de algunas fincas de Huitiupán) y para ser peones de la finca. Por lo regular los niños crecían sabiendo el lazo que los unía con el patrón. El rechazo del padre-patrón les generaba a estos peones sentimientos encontrados de respeto y rencor, y aunque en ocasiones ellos y sus madres lograban sacar pequeñas ventajas del parentesco —algunos regalos o ciertas consideraciones—, era el patrón quien finalmente obtenía el mayor provecho.
Pero hubo casos en los cuales los patrones optaron por criar en la casa grande a alguno de los hijos concebidos con las jóvenes indígenas trabajadoras, aunque esos niños ocupaban, la mayoría de las veces, un lugar secundario y generalmente eran excluidos de la herencia paterna. Los varones eran adiestrados como vaqueros, capataces o arrieros, mientras que las niñas se sumaban a la servidumbre de la casa grande, pero con frecuencia en una mejor posición que el resto de las sirvientas, por la confianza y el trato de mayor condescendencia que les podía brindar el patrón. En realidad, ser reconocidos, aunque no legalmente como hijo o hija del propietario del rancho, colocaba a estos trabajadores en una posición muy ambigua: tenían ciertas ventajas frente al resto de los trabajadores por hablar español, conocer la forma de vida de la familia finquera o ranchera y por adquirir destrezas de trabajo distintas y socialmente más valoradas, pero, por la misma razón, estaban enfrentados de diversas formas con éstos. Obviamente, vivían en tensión y competencia desigual con los hijos legítimos y la esposa del patrón.
Por otro lado, los vínculos consanguíneos que unían a estos trabajadores con el patrón, generaron formas de opresión y explotación sumamente complejas, pues eran aprovechados por el padre-patrón para asignarles a los trabajadores emparentados tareas de mayor confianza, sin que para estos últimos tales responsabilidades se tradujeran en una aceptación íntegra del parentesco, como era la aspiración de varios de ellos. Los lazos familiares de este tipo dieron lugar a los sentimientos más intrincados y contradictorios de todos los existentes en las fincas: lealtad, respeto y, a la vez, encono de parte de estos hijos hacia el padre-patrón. Por su parte, el progenitor mostraba tratos diferenciados y pequeñas consideraciones hacia esos descendientes, con lo que sólo subrayaba la ilegitimidad del vínculo familiar y el lugar social que cada quien ocupaba.[9]
Por supuesto, hubo excepciones: algunos hijos de los finqueros nacidos fuera del matrimonio llegaron a ser reconocidos por la pareja ranchera y gozaron de todos los derechos, sobre todo cuando el matrimonio finquero no tenía descendencia o le hacía falta el varón o la hija. De todos modos, sobre estos descendientes pesaba el estigma por el origen social y étnico[10] de la madre biológica, tanto entre las familias finqueras como entre los mismos trabajadores.[11]
Como se señaló páginas atrás, entre las diferencias que se crearon en el interior del grupo de propietarios se encontraban, además de las económicas, la del origen social. Aquellos pertenecientes a las familias fundadoras de las fincas —haciendas y ranchos—discriminaban a los propietarios que se formaron tiempo después por provenir de una familia no reconocida con tradición finquera, como los comerciantes que posteriormente invirtieron en tierras. Pero sobre todo eran discriminados quienes de vaqueros, capataces o peones pasaron a ser rancheros. Este fue el caso de algunos trabajadores de las fincas que siendo hijos de algún propietario y una mujer indígena trabajadora del rancho, se habían convertido en propietarios.
El proceso anterior no fue extraño. Varios casos se registraron, sobre todo, como ya se mencionó, a raíz de la reforma agraria cardenista, cuando muchos hacendados fraccionaron sus extensas propiedades para evitar ser afectados, repartiendo predios entre sus hijos y vendiendo otros a algunos de sus trabajadores. Muchos de estos trabajadores eran sus hijos ilegítimos o parientes rituales.
Los patrones también intervenían en los matrimonios y en el destino de los hijos de los mozos de los ranchos. Si bien hubo casos en los que “el patrón no se metía”, como aseguran algunos ex acasillados, de todos modos se tenía por costumbre pedir a la novia y dar los regalos —aguardiente y pan—, tanto al ranchero como a los padres de la joven. Pero lo que predominó en los ranchos fue la injerencia de los propietarios en los casamientos de los acasillados, asignando maridos a las mujeres, muchas de las veces, después de haber mantenido relaciones sexuales con ellas.
Los matrimonios se efectuaban, casi siempre, entre trabajadores del mismo rancho, aunque también podían formarse parejas con peones provenientes de fincas distintas, cuando estas propiedades eran de un mismo dueño o de una misma familia. Incluso hubo casos en los que el propietario permitió la unión de una trabajadora de su rancho con un pretendiente ajeno a las propiedades de su familia, pero en tales situaciones, la condición era que el novio ingresara como peón al rancho en donde residía la novia.
El casamiento de los hijos de los acasillados a una edad muy temprana —los jóvenes desde los 12 o 13 años y las muchachas desde los 11 años, y en algunos casos aún menores— permitía que se multiplicaran o se repusieran rápidamente las familias nucleares de los peones ya que, de acuerdo con la información de campo, la incidencia de muerte por enfermedades o por pleitos violentos entre los trabajadores era alta. El matrimonio para estos jóvenes representaba el acceso a una parcela y a un terreno para levantar su casa y, sobre todo, significaba adquirir la condición de peón con su propia deuda. Para sufragar los gastos de las pedidas de la novia y de la boda, de la construcción de la casa y de la adquisición de instrumentos de trabajo, el joven obtenía préstamos del patrón. Con frecuencia, las parejas de trabajadores recién formadas podían vivir un tiempo en la casa del padre del novio “para que aprendiera a trabajar la muchacha” y “para que el muchacho tratara con respeto a su mujer”. Después de un año o dos, los jóvenes podían ocupar su propia vivienda y trabajar la parcela que el patrón les otorgaba.
En cambio para los baldíos o arrendatarios, con menos ataduras a las fincas que los acasillados, algunos de sus hijos representaban una fuente de ingresos. En caso de necesidad, que era muy frecuente, los hijos eran alquilados como “mocitos” en forma temporal, o bien, se les dejaba indefinidamente en los ranchos cuando se presentaban periodos de escasez de alimentos por malas cosechas o por incapacidad para el trabajo por enfermedades, y los padres cobraban por adelantado el trabajo que estos niños desempeñarían durante determinado tiempo.
Aun cuando los padres de estas familias baldías tenían más control que los acasillados sobre el destino de su prole, era común que algunos de sus hijos crecieran de rancho en rancho y terminaran incorporándose al grupo de trabajadores permanentes de las fincas. En el contexto de los ranchos, los hijos de los peones que crecían en su propio seno familiar eran educados para respetar y obedecer a los adultos, pero principalmente al patrón. Sin descontar que entre los trabajadores y sus familias se hicieran bromas, comentarios, chismes y actos que cuestionaban la autoridad del patrón y que iban desde pequeños robos, mentiras y burlas hasta acciones de brujería, a los niños les era inculcado el comportamiento de un “buen mozo” a través del trabajo y de un lenguaje corporal y gestual de sumisión: para dirigirse al “ajwalil”, que en tzotzil significa el gobierno, el señor, había que mantener la cabeza siempre inclinada, la mirada hacia el piso y recurrir a palabras de respeto y obediencia y, por supuesto, nunca contradecir al patrón.
De esta forma, la educación de los niños por parte de los padres jugaba un papel central en la reproducción de la autoridad del finquero y de las relaciones serviles. Los niños aprendían, además de la lengua materna que podía ser tzotzil, chol o zoque, las “reglas” existentes en la finca: lo permitido y lo prohibido, los gustos del patrón y el lugar que a cada quien le correspondía en la jerarquía social. En aquellos casos en los que el comportamiento de los peones no era del agrado del patrón, éste podía castigarlos, golpearlos e insultarlos, como recuerdan varios ex acasillados.
Otro elemento importante en la educación consistía en incorporar a los hijos al trabajo desde muy pequeños, generalmente desde los ocho años de edad. Los varones empezaban ayudando al padre en algunas tareas del campo y poco a poco se involucraban en labores agrícolas más pesadas. Las niñas se hacían cargo de las aves de corral, trabajaban en la cocina con su madre y cuidaban a sus hermanos pequeños. Ciertamente, la incorporación al trabajo en edades tempranas también ocurría y ocurre en el mundo campesino fuera de las fincas, la peculiaridad en los ranchos era que en cualquier momento los patrones podían disponer de los hijos de los mozos para algún trabajo específico o llevarlos a vivir a la casa grande durante el tiempo que quisieran. Esto sucedía hasta en los ranchos de escasos recursos en donde había familias acasilladas, así fuera solamente una, y aun y cuando los hijos del ranchero también participaran desde jóvenes en el trabajo agropecuario. Los “mocitos” cuidaban el ganado, realizaban mandados o labores de limpieza, y las niñas ayudaban a otras mujeres en la cocina y atendían a los hijos pequeños de los patrones. En los ranchos, la demanda del trabajo infantil y femenino de las familias acasilladas se incrementaba en las temporadas de corte de café o de construcción de alguna obra, cuando llegaban jornaleros temporales o trabajadores de la construcción a los que había que proporcionar alimentos.
Así como el patrón tenía la atribución de ejercer la violencia física y verbal para castigar a los trabajadores que incurrían en alguna falta, entre los trabajadores, los padres de familia gozaban de esa misma facultad sobre su mujer y sus hijos. La violencia era, y sigue siendo, una forma muy generalizada de afrontar cualquier diferencia o conflicto. Muchos ex acasillados refieren el uso cotidiano de la coacción, del maltrato físico, de la discriminación y de los abusos de los patrones hacia los trabajadores, pero las relaciones entre los trabajadores y en el interior de sus familias no estaban exentas de todo esto. Entre los mozos y baldíos, la violencia se exacerbaba, por ejemplo, contra los hijastros tanto de parte de los padrastros como de las madrastras. El maltrato de parte del marido hacia su mujer era mayor cuando ésta, tras haber vivido en la casa grande, contaba con ciertas capacidades o poderes como hablar español. Hoy día es frecuente que muchos de los conflictos intrafamiliares, incluyendo los que se dan entre padres e hijos —adolescentes y adultos—, terminen en agresiones físicas con el uso de machetes o de cuchillos.
Autoridad del patrón – autoridad masculina
Al igual que en muchos otros ámbitos de la sociedad mexicana, en las fincas había dominado la idea de la superioridad de los hombres frente a las mujeres. La particularidad en esta zona era que la figura del patrón reunía los atributos socialmente considerados positivos y que legitimaban su autoridad patriarcal. La identidad de los finqueros se construyó a partir de la propiedad de la tierra, de su don de mando, condición ladina, fuerza, virilidad, y la capacidad de hacer producir las tierras con “visión de progreso”, según lo expresan muchos de los ex rancheros. Bajo tal perspectiva, no sólo las mujeres eran consideradas débiles y dependientes de esta autoridad —aun cuando había propietarias y rancheras que llevaban las riendas de los ranchos—,[12] sino que también lo eran los trabajadores varones.
En efecto, la imagen de los trabajadores era la opuesta a la del patrón: indios, sin propiedad, naturalmente débiles y sumisos, casi femeninos; y, al mismo tiempo, brutos, violentos y salvajes como animales. Carentes de espíritu de progreso, incapaces de producir sin el mando del patrón, afirman varios ex rancheros; de allí que siempre fueran llamados “muchachos” y recibieran trato de menores sin importar la edad que tuvieran.
Las identidades femeninas también se construyeron como parte de las relaciones de las fincas. El ideal de las propietarias era su pertenencia a buenas familias (de tradición finquera), ladinas, bonitas y obedientes con los maridos, pero enérgicas con los trabajadores. Muchas de ellas “aun siendo mujeres”, según las mismas mujeres y hombres de la zona, llegaban a encargarse del rancho, a usar pistola y montar hábilmente el caballo. También, conforme se fue diversificando más el grupo de propietarios, las mujeres rancheras iban incorporando otros atributos que dependían del origen y de varios elementos más. Por ejemplo, al igual que sus maridos, “saber mandar” o “saber trabajar” era un valor que se asumía dependiendo de que fueran rancheros acaudalados o poco prósperos. No obstante que los primeros también sabían trabajar y los segundos mandar, en las entrevistas ellos mismos se distinguían entre sí ponderando uno u otro “saber”.
En contraste con las rancheras, las mujeres de las familias acasilladas eran indígenas y socialmente imaginadas como más débiles y sumisas que los hombres de su grupo. Dependientes de las decisiones de sus patrones, de sus padres o maridos, muchas veces en ese orden de importancia. Así, en los ranchos, las mujeres en edad reproductiva difícilmente permanecían libres de la tutela de algún hombre, que casi siempre les era asignado por el patrón. Una mujer joven y sola era poco valorada y fácilmente se convertía en víctima del acoso de cualquier trabajador de la finca. Su honorabilidad se resguardaba bajo el amparo del padre, del esposo, del patrón, de un hermano o hijo adulto.
De acuerdo con la información proporcionada por los ex acasillados, era con la autorización o imposición del patrón que las viudas de los mozos podían volver a contraer matrimonio con otro peón de la finca o bien pasaban a vivir a la casa grande como sirvientas. Si una viuda tenía hijos en edad de trabajar, por lo regular permanecía en la vivienda y conservaba la parcela que el propietario le había asignado al marido, en tanto que los hijos se convertían en peones del rancho.
La incorporación de estas relaciones sociales —la cultura de finca— hizo posible que durante el tiempo que existió este espacio social se pensaran y se vivieran con naturalidad la autoridad del patrón, la condescendencia que éste podía mostrar hacia sus trabajadores, al igual que sus métodos de coerción: los castigos, las deudas, la fajina (trabajo gratuito que los peones debían proporcionar los fines de semana en la casa grande: acarreo de leña, arreglo de cercos, etc.), el acoso sexual del patrón o de sus parientes hacia las jóvenes trabajadoras —acasilladas, baldías, sirvientas de casa— y la procreación de hijos con estas mujeres.
La lucha agraria y la reproducción de la autoridad masculina
A diferencia de otras regiones de Chiapas y del país, la lenta y escasa formación de ejidos en la zona de estudio entre 1930 a 1950 —en Simojovel se formaron 10 y en Huitiupán 16—[13] fue produciendo transformaciones, pero permitió que las fincas se reacomodaran y siguieran dominando la dinámica regional hasta el decenio de 1970, cuando se registraron 263 ranchos en total, sumados los de ambos municipios.[14] En esa década de los setenta se generaron cambios acelerados como resultado de las políticas de modernización impulsadas por el Estado mexicano y de la creciente demanda de productos derivados del ganado en los mercados nacional e internacional.
El impacto de estos dos fenómenos en la zona provocó la expulsión de la mano de obra que hasta entonces había tenido gran demanda. La ganaderización de varias fincas y la venta de algunas más por la afectación que sufrirían con la construcción de una presa hidroeléctrica fueron procesos que hicieron innecesaria la mano de obra que durante un siglo se había reproducido en función de las necesidades de las fincas. La expulsión de los trabajadores acasillados, quienes carecían casi totalmente de recursos materiales y de un lugar de residencia, provocó que la mayoría participara en la construcción de un movimiento agrario, junto con los jóvenes sin tierra de los ejidos formados décadas atrás. Para 1983 casi todos los ranchos estaban en manos de los ex trabajadores.[15]
Tras varios años de intentos de desalojo por parte de los finqueros y de intensas luchas por la defensa de los predios ocupados, el gobierno federal creó en 1984 el Programa de Rehabilitación Agraria (PRA) para dar solución a la violenta conflictiva social de la zona. Dicha acción consistió en la compra de las tierras a los finqueros afectados.
Superado en general el clima de violencia,[16] los ocupantes se repartieron los terrenos tomados, las familias de ex trabajadores de las fincas y de campesinos sin tierra se fueron reordenando en torno a las parcelas que ahora podían usufructuar directamente, sin que mediara trabajo gratuito para otros o pago en dinero o en especie por su uso y aprovechamiento. Los campesinos dependerían, en adelante, de las estrategias de reproducción doméstica y no de la seguridad que hasta entonces les habían brindado las relaciones serviles en las fincas.
La obtención de la tierra y la reproducción de desigualdades
Con la desaparición de los ranchos se extinguieron las relaciones que habían dado vida al dominio del patrón, no así aquellas que reproducían la autoridad masculina y patriarcal. Me refiero a las prácticas y nociones que recreaban las asimetrías entre hombres y mujeres y, en menor medida, entre adultos y jóvenes —sobre todo, después de la formación política de varios muchachos que participaron activamente y, en ocasiones, a la cabeza de la lucha agraria—.
Por el contrario, este tipo de relaciones y representaciones se reprodujeron con naturalidad después de las fincas, ya que los nuevos discursos y prácticas promovidas por los actores políticos con los que entró en contacto la población local —integrantes de organizaciones campesinas, de iglesias y funcionarios de las instituciones agrarias—, dejaron casi intactas las bases de su recreación. Estas fuerzas políticas cuestionaron las relaciones patronales de explotación porque en aquellos tiempos las desigualdades entre los géneros e intergeneracionales estaban mucho más naturalizadas, eran poco visibles y la agenda política priorizaba las diferencias clasistas. De hecho, el movimiento agrario se construyó fundamentalmente sobre este tipo de relaciones sociales preexistentes. Aunque modificó el papel de los jóvenes frente a la autoridad de los mayores, en general, las mujeres, los hombres y los niños participaron desde sus posiciones en la jerarquía social.
Los actores políticos también se movían en espacios jerarquizados a partir del acceso distinto y desigual a una serie de recursos, así como por diferencias de género, de edad y de autoridad. En la sociedad mexicana predominaban las ideas acerca de la superioridad y fortaleza de los hombres. Bajo este estereotipo, a la capacidad y responsabilidad de proveer y proteger a la familia de la figura masculina se contraponía la idea de debilidad e incapacidades femeninas, así como la atribución, casi exclusiva, que se les otorga a ellas en la reproducción biológica. Esto era posible porque en los distintos ámbitos como la familia, la escuela, centros de trabajo, dependencias gubernamentales, organizaciones sociales y políticas, e iglesias, esas relaciones sociales se reproducían y aún se reproducen a partir de desigualdades de género y edad, entre otras.
En las décadas de 1970 y 1980 las formas de organización y las representaciones sociales imperantes permitían asumir con naturalidad que las tierras fueran distribuidas entre los hombres y los herederos “naturales” fueran los hijos varones, no así las hijas, que al casarse pasarían a formar parte del grupo doméstico del marido. La exclusión de las mujeres del derecho a la tierra (asumida también por ellas como algo normal) no era deliberada; simple y sencillamente ratificaba la posición social subordinada que éstas ocupaban. Así, muchos de los pobladores de las nuevas comunidades sostienen que por acuerdo de asamblea la distribución de los terrenos “fue pareja” y todos recibieron la misma cantidad y calidad de tierras. Pero incluso aquí, de manera inadvertida, hubo diferencias.
Aunque el reparto de tierras en las nuevas comunidades de los valles se llevó a cabo únicamente entre varones, no todos, por el hecho de serlo, recibieron una parcela. Sólo obtuvieron terrenos aquellos que lograron cubrir las cuotas necesarias para los viajes de los dirigentes y representantes de los distintos grupos que formarían las comunidades, participar en las movilizaciones, en las actividades de vigilancia y de representación en las reuniones regionales o estatales, así como contribuir en la preparación de alimentos para los compañeros de lucha visitantes y para los locales que se movilizaban.
Las familias tenían que aportar dinero y trabajo de acuerdo con el número de personas que inscribían en el padrón de los futuros beneficiarios. Lo mismo tuvieron que hacer las mujeres viudas o separadas que en el momento de las tomas de tierras tenían hijos pequeños. A la falta de marido o de un hombre que se hiciera responsable, ellas trabajaron, cooperaron y se movilizaron por cada uno de los hijos que registraron en la lista, que por lo regular era sólo uno. Cabe resaltar el hecho de que la falta de recursos fuera una de las causas principales que impidió a muchos participar en la lucha agraria.
Las unidades domésticas campesinas
A partir de 1985, con el reparto de parcelas entre los participantes en la lucha agraria se fueron reordenando las unidades domésticas y este proceso, sin duda, representó una de las transformaciones más importantes a partir de la toma de los ranchos, ya que la vida de los trabajadores había estado extremadamente intervenida por los requerimientos y mandatos del patrón. Los cambios, sin embargo, no llegaron al punto de modificar sustancialmente las bases de reproducción de las familias tradicionales campesinas que, en este caso, se identifican plenamente con las unidades domésticas en la medida en que son unidades económicas.
Al volverse campesinos, los jefes de familia recuperaron la autoridad que durante años les usurparon los patrones de las fincas. Desde entonces, la cabeza de familia aparecería como el responsable de cada uno de los integrantes del grupo doméstico y se encargaría de ordenar y de organizar los trabajos, los gastos y las relaciones sociales, aunque no siempre fuera así. Y si bien es cierto que la división del trabajo se siguió organizando a partir de las diferencias de género y edad, ahora la familia giraba fundamentalmente alrededor de la parcela y de la casa familiar, y ya no de las tierras del patrón y de la casa grande.
Las unidades domésticas campesinas, constituidas al finalizar el siglo XX, comparten muchos de los rasgos que caracterizan a una buena parte del sector rural chiapaneco, es decir, son minifundistas o tienden a serlo, y sus actividades productivas son primordialmente de subsistencia. Se encuentran ligadas al mercado en condiciones subordinadas, y el trabajo agropecuario y doméstico se sustenta en la mano de obra familiar, aunque en ocasiones se contrate a algunos jornaleros.
Básicamente son tres las actividades realizadas en la mayor parte de las parcelas de cada una de las unidades domésticas o familias campesinas, siguiendo la tradición de los ranchos y del campo chiapaneco en general.[17] La milpa —maíz y frijol— ocupa una parte de los terrenos, y sus productos se destinan fundamentalmente al autoconsumo; en otra porción del terreno se cultiva café, que por lo regular se vende a los intermediarios de Simojovel y Huitiupán; y, por último, algunas hectáreas se destinan a la actividad ganadera. El ganado, al igual que en muchas comunidades campesinas, funciona como reserva para solventar gastos de emergencia, por lo que el consumo de carne sigue siendo muy esporádico y, la mayoría de las veces, se limita a celebraciones familiares y colectivas, y rituales religiosos y agrícolas.
La cantidad de tierras empleada para cada una de estas actividades es variable. Pero en la mayor parte de las comunidades en donde los pobladores se repartieron cantidades y tipos de tierra similares, todos recibieron terrenos con cafetales, milpa y potreros. Así, las familias sin ganado rentan su potrero a vecinos de la misma comunidad y, en menor medida, a los de otras localidades. Algunos, incluso, llegan a alquilarles estos terrenos a ganaderos que perdieron sus tierras durante el conflicto agrario, aunque todos los entrevistados sostuvieron que solamente se rentan a los vecinos de la misma localidad. Por lo regular, los habitantes de las nuevas comunidades que dan en arriendo un mayor número de tierras —potreros y de cultivo— son quienes se dedican a otras actividades asalariadas desligándose del trabajo agropecuario. Y esto responde al hecho de que, en la división del trabajo, el hombre jefe de familia y los hijos varones son quienes, fundamentalmente, se ocupan del trabajo agrícola y del ganado. Las mujeres y los niños participan de manera esporádica en distintos momentos del ciclo de producción agrícola, pero sólo intervienen de manera importante en la tapisca del maíz y el corte de café, y en el ámbito doméstico, laboran, por ejemplo, en el despulpe y secado del café.
Por otra parte, si entendemos las unidades domésticas o familias tradicionales campesinas como espacios en donde, además de la producción y consumo, se crean y reproducen símbolos y nociones sobre las formas de entender y vivir la vida, pues en ellas ocurre la reproducción biológica, económica y cultural así como la producción y reelaboración de las diferencias y desigualdades de autoridad, de género y edad, podemos percatarnos de que las unidades campesinas de las nuevas comunidades muestran continuidades, pero también transformaciones en relación con las familias formadas en las fincas.[18]
En primer lugar, los hijos ya no son separados de sus padres por la decisión de un patrón. Ahora el jefe de familia puede disponer de esta mano de obra para la subsistencia y reproducción de la unidad doméstica. Asimismo, el padre empezó a decidir, sin la injerencia del patrón, y por lo menos durante algunos años, las formas de organización y distribución de las cargas de trabajo, el consumo, los matrimonios, los estudios de los hijos, entre muchas otras cuestiones.
Por otra parte, tras un largo periodo de zozobra y alerta durante los conflictos agrarios —por las amenazas de desalojo o por los violentos intentos, así como por la persecución, encarcelamiento o asesinato de los hombres—, las mujeres se reacomodaron a una forma de vida más tranquila y muy pronto quedaron confinadas al espacio doméstico. Dejaron de participar en las asambleas comunitarias (excepto en los casos considerados muy delicados como los asesinatos o actos de brujería), en movilizaciones y en acciones colectivas que habían implementado para la defensa de los predios. No obstante, en medio de la reproducción de las posiciones ocupadas tradicionalmente según el género y la edad, y de la restitución de la autoridad del padre de familia, las mujeres contaban con experiencias de lucha y nociones nuevas para pensar su mundo, interpelar a los funcionarios de gobierno y enfrentar a sus adversarios. Algunos años después estas experiencias y lenguajes adquiridos fueron la base sobre la que se construyó el movimiento organizado de mujeres, en esta y en otras regiones del estado con procesos de lucha agraria también recientes (ver: Garza y Toledo, 2004).
Además del aprendizaje adquirido por hombres y mujeres durante la lucha agraria, condiciones como la falta de regularización agraria y la escasa atención gubernamental a sus demandas contribuyeron para que muchos se mantuvieran en oposición a los gobiernos locales y estatales. Al mismo tiempo, sobre ellos se creó un estigma como “campesinos malos”, “quita tierras”, “revoltosos” y “violentos”, que era manejado por muchos de sus contrarios —ex rancheros, comerciantes, otros campesinos, autoridades y funcionarios—. Todo esto preparó las condiciones para que un número importante de comunidades de la zona se incorporara al movimiento zapatista en 1994, y a pesar del paulatino retiro de varias, actualmente continúan participando algunas de estas localidades o parte sus habitantes. De hecho existe un municipio autónomo zapatista en la zona, el denominado “16 de febrero”.
Pero por otro lado, también habrá que anotar que estos procesos no han estado exentos de contradicciones y que no han avanzado en una sola dirección. Así como hubo trabajadores de los ranchos que decidieron no participar en la lucha agraria y prefirieron comprar pequeños terrenos o solicitar “su entrada” en los ejidos viejos, hubo quienes no se sumaron a las bases de apoyo zapatistas y optaron por alejarse de las organizaciones sociales o bien por incorporarse a las filas de las tradicionalmente oficialistas.
En este mismo sentido, varios hombres y mujeres de edades avanzadas que vivieron casi toda su vida en los ranchos participaron con remordimientos en el movimiento agrario y en la construcción de las nuevas comunidades. Durante las entrevistas, algunos manifestaron sentimientos de culpa por “haberles quitado sus terrenos a los pobres patrones”, pero ante la falta de un lugar para vivir se vieron en la necesidad de participar y pelear tierras “ajenas”. Varios aclaran que procuraron tomar terrenos de otros, no los de su patrón y que por eso salieron del rancho donde residían y se sumaron a grupos de compañeros que tomaron otras fincas. Son casi siempre estas personas de edad avanzada las que se expresan con gratitud y cariño de sus ex patrones: declaran que durante su vida en las fincas nunca les hizo falta nada y que ellos estaban “hallados en los ranchos”.
Pero sobre la posición y sentimientos de estas personas mayores se impuso la de sus descendientes, y la educación de los niños comenzó a ser trastocada a partir de la lucha agraria. Por ejemplo, para quienes nacieron y crecieron durante los años ochenta del siglo XX, la figura del patrón era muy distinta a la que les fue inculcada a sus antecesores. Si para estos últimos el patrón había representado la autoridad a la cual se le debía lealtad, respeto y obediencia, y de quien se esperaba recibir consejos y castigos si eran necesarios o merecidos, para aquellos que crecieron durante los intensos conflictos agrarios, los patrones se convirtieron en el enemigo principal. A partir de entonces los niños aprendieron que el jefe de familia representaba la máxima autoridad.
Cambios recientes
Durante los primeros años posteriores a la toma de las tierras, los únicos que otorgaban su consentimiento para los matrimonios eran los padres de los contrayentes, pues en poco tiempo una serie de cambios acelerados, económicos y culturales, han repercutido en las formas de matrimonio y en las relaciones dentro de estas unidades domésticas campesinas. A partir de la lucha agraria, los niños crecieron envueltos en un proceso en el que la tierra, la vivienda y cualquier tipo de servicio o recurso gubernamental fueron obtenidos mediante la presión organizada. Estas generaciones se formaron en medio de movilizaciones de protesta, denuncias, demandas, represión y enfrentamientos. Aprendieron formas de autodefensa y métodos de presión social contra las autoridades gubernamentales para retener las tierras tomadas y obtener algunos servicios.
Así pues, los grupos domésticos tenían como autoridad al jefe de familia y a la asamblea comunitaria, pero, al mismo tiempo, conforme lograban obtener recursos y servicios el Estado fue penetrando cada vez más a través de programas, de manera que las decisiones que formalmente corresponden al jefe del grupo doméstico se han visto cada vez más influenciadas por las disposiciones de las dependencias gubernamentales y de organismos no gubernamentales que obligan a las familias al cumplimiento de una serie de prácticas y compromisos. La dinámica de las familias que anteriormente respondía a las necesidades de los ranchos y de sus dueños se encuentra día con día más ligada a mecanismos de vigilancia y control —en la higiene, la salud familiar, la salud reproductiva, la educación o la producción agropecuaria— introducidos por los programas de gobierno, las organizaciones sociales y políticas, las ONG y las iglesias que tienen relación con los habitantes de la región.
En un periodo muy corto de tiempo se han registrado cambios significativos: mientras que los adultos y los jóvenes que ocuparon los ranchos a finales de los años setenta y principios de los ochenta del siglo XX asumían como única opción de vida la campesina, hoy en día los niños y jóvenes viven un proceso de separación de la tierra y de la cultura campesina de sus padres. Los datos recopilados entre 2005 y 2006, en relación con las familias campesinas, parecen indicar que varios de los que se ubican entre los 8 y los 17 años de edad se incorporan cada vez más al sistema educativo gracias a diversos factores, entre ellos, al programa Oportunidades, o prefieren emplearse en otras actividades. Al mismo tiempo, con la obtención del servicio de electrificación en muchas comunidades ha ido en aumento el acceso a distintos medios de comunicación electrónicos como la TV, el Internet, los teléfonos celulares, las videocaseteras y los juegos electrónicos. El hecho es que la educación escolarizada, con todo y sus limitaciones, y sobre todo el creciente acceso a distintos medios tecnológicos y de comunicación al parecer abren nuevas perspectivas y aspiraciones para las generaciones jóvenes, cada vez más alejadas del trabajo agropecuario. Sin embargo, no hay que perder de vista que por ahora pocos de ellos podrán alcanzar a cubrir sus nuevos intereses frente a la imposibilidad de continuar una carrera técnica o universitaria y ante la falta de empleos y actividades productivas en Chiapas. En este escenario, es posible que quienes no logren emigrar a otras regiones del estado, del país o a los Estados Unidos, se conviertan en una carga para las economías domésticas, pues, por temporadas, serán fundamentalmente consumidores sin hacer un aporte significativo a la reproducción del grupo doméstico.
De cualquier forma, los procesos actuales podrían contribuir a modificar otras instituciones y prácticas sociales; por ejemplo, que algunos jóvenes se vayan liberando de la autoridad paterna al no interesarles la herencia de la tierra. Este hecho, junto con la influencia de los medios de comunicación, posiblemente esté contribuyendo en la creación de otras formas de cortejo y de formación de parejas sin la intervención de los padres de los novios. La idea de amor romántico como base del matrimonio puede tender a reemplazar al matrimonio pactado por los padres de los cónyuges.
Adicionalmente, si en las familias de los trabajadores de los ranchos y de los campesinos de los ejidos la sexualidad estaba íntimamente ligada a la reproducción —en parte por la mortalidad infantil y la falta de métodos anticonceptivos y en parte por las ideas prevalecientes— en cuanto empiezan a disociarse la reproducción y la sexualidad, las formas de matrimonio tradicional pierden su sentido. Quizás esto explique que cada vez más los jóvenes de las comunidades de la zona de estudio, y de muchas localidades campesinas de otras regiones, prefieran huir o casarse sin acatar las decisiones de los padres, eligiendo ellos mismos sus parejas.[19]
Otro de los fenómenos que autores como Appadurai ([1996] 2001) señalan como un elemento fundamental en las transformaciones culturales de los sujetos sociales, en combinación con el creciente uso de los medios electrónicos de comunicación, es la migración. En los ejidos de la zona formados durante el periodo de 1930-1950, la migración a Ciudad del Carmen, a Cancún, a estados del norte del país y a los Estados Unidos se viene presentando hace un poco más de una década. Mientras que en las comunidades creadas en los años de 1980 el fenómeno migratorio todavía es incipiente y esporádico. Lo significativo aquí es que el desarraigo de las formas de vida campesina de algunos de los jóvenes puede producirse, al parecer, sin que éstos se desplacen físicamente a otros territorios a partir de los nuevos fenómenos presentes en las localidades como son la crisis de la economía campesina, el acceso creciente a la educación escolarizada y a los medios electrónicos de comunicación, la separación de las actividades de producción y reproducción de los grupos domésticos campesinos y el desinterés por la tierra.
También hay que precisar que si bien el uso de los medios electrónicos de comunicación ha ido aumentando rápidamente, éste se ha dado en forma desigual. Son principalmente los jóvenes quienes tienen acceso a casi todos estos medios, sobre todo, los que estudian en las cabeceras municipales. Por otra parte, no todas las comunidades cuentan con las condiciones para hacer uso de estos medios pues varias carecen de electrificación, de señales de telefonía celular o de televisión de paga. Únicamente aquellos que han salido de este tipo de localidades por razones laborales o de estudio en algunas ciudades pueden llegar a disponer de estos medios de comunicación.
En estos procesos, que trastocan o tienden a perturbar las prácticas y formas más enraizadas de entender el mundo, también han participado las diferentes fuerzas sociales que allí operan. Desde los agentes pastorales de la Diócesis de San Cristóbal, las organizaciones campesinas como la CIOAC, que abanderaron el movimiento agrario de los años setenta y ochenta del siglo pasado —transmitiendo nuevos lenguajes a la población sobre la explotación, la opresión y para exigir sus demandas— hasta los programas gubernamentales como Oportunidades y la escuela, los de algunas ONG que introducen programas de salud familiar y salud reproductiva, así como talleres y cursos de capacitación sobre derechos humanos y cuidado ambiental con un nuevo enfoque de género. Asimismo, varias comunidades, a raíz de su participación en el movimiento zapatista, conocen los discursos que cuestionan las desigualdades de género, de edad y de autoridad tradicionales.
Consideraciones finales
Durante el predominio de las fincas la imagen de la autoridad se construyó en torno a la representación social del finquero: propietario de tierras, no indio, viril y capaz de conducir “el progreso”, con el poder de mando sobre los trabajadores para hacer producir las tierras. El poder patriarcal de los rancheros restó autoridad a los mozos en sus ámbitos familiares, cuya figura se construyó como la opuesta negativa de la imagen del patrón.
No hay duda de que después de liquidar las fincas los habitantes de la región mejoraron sus niveles de vida: se liberaron del dominio del patrón, de las relaciones de tipo servil, conquistaron tierras y varias comunidades se han dotado de cierta infraestructura básica y tienen acceso a la educación formal.
Con la conquista de la tierra por parte de los ex trabajadores fue liquidada la autoridad del patrón; sin embargo, no se cuestionó la autoridad masculina. El trabajo de las organizaciones campesinas y de la Diócesis de San Cristóbal giró en torno a la transformación de la relación patrón-trabajadores, mientras las desigualdades entre los géneros poco visibles entonces se recrearon casi sin alteraciones. La distribución de la tierra entre las familias participantes en el movimiento agrario refrendó la autoridad patriarcal del varón jefe de familia. Aun así, comenzaron a modificarse, aunque lentamente, ciertas nociones sobre las relaciones sociales que han permitido a muchos buscar opciones en diferentes proyectos políticos.
En un lapso de 40 años, los habitantes de las nuevas comunidades transitaron de la injerencia del patrón de la finca en la elección de las parejas a la decisión de los padres de los cónyuges en los arreglos matrimoniales y, si bien esta forma no ha desaparecido del todo, el enamoramiento sin la intervención de los padres ha ido ganando terreno. Las dos primeras modalidades tenían que ver con el hecho de que el matrimonio era un contrato con un sustento económico importante, mientras que la última, basada en la atracción sexual y en el amor romántico, surge a partir de las condiciones que viven las nuevas generaciones al irse alejando de su participación laboral en la unidad de producción familiar, de su desinterés por la tierra y por los estilos de vida campesinos.
Las familias campesinas se están modificando en la medida en la que ya no todos los integrantes participan en los trabajos para la reproducción del grupo. En tales casos, las familias van perdiendo su carácter de unidades de producción. En los últimos años, además, las decisiones que en teoría corresponden al jefe del grupo doméstico se han visto cada vez más afectadas por la imposición de prácticas por parte de las dependencias de gobierno y los organismos no gubernamentales que tienen relación con los habitantes de la región.
Gracias a la exposición a múltiples y novedosas representaciones acerca de estilos de vida cabe preguntarse para futuras investigaciones: ¿se están transformando las formas de matrimonio y algunas prácticas de los jóvenes? ¿se están cuestionando las formas de ser hombre y mujer en esta sociedad agraria?
En estos procesos de cambio, que no son exclusivos de la zona de estudio, pero que aquí muestran sus propias peculiaridades, convergen prácticas, discursos, ideas, nociones e imágenes nuevas, provenientes de muy diversas fuentes —locales y transnacionales— de distintas ideologías y con diversos fines políticos, y, al parecer, han ido debilitando lazos sociales y formas de control y negociación tradicionales. De allí que la queja permanente de los adultos hoy en día sea que los jóvenes “ya no obedecen a sus padres” y que “ya no hay respeto.”
El impacto de las profundas transformaciones del orden mundial y nacional en la dinámica local, que inició en los albores del siglo XXI, merece una investigación profunda; por lo pronto, he esbozado algunas de sus manifestaciones.
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Notas
[1] Dra. Sonia Toledo Tello, doctora en Estudios Mesoamericanos por la UNAM. Investigadora de tiempo completo del Instituto de Estudios Indígenas de la UNACH. Temas de investigación: historia regional, poder, conflictos sociales y género. Correo electrónico: sonttello@gmail.com
[2] Las referencias a las formas de vida en las fincas y en las comunidades agrarias se sostienen en múltiples entrevistas y testimonios recopilados entre hombres y mujeres, principalmente adultos de diferentes grupos de edad, en los años 1997-1999 y 2004-2007.
[3] El ejido (al igual que la comunidad) fue la forma a través de la cual el Estado mexicano posrevolucionario realizó el reparto agrario. El ejido era una forma de propiedad social inalienable. Los ejidatarios tenían derechos individuales sobre sus parcelas y podían designar al heredero de sus derechos agrarios, pero no tenían la propiedad privada sobre ésta (Reyes et al, 1974: 449). En 1992, durante la presidencia de Carlos Salinas de Gortari, se modificó la legislación agraria para finalizar el reparto agrario, impulsar la privatización de ejidos y comunidades y promover así la inversión privada y el desarrollo del campo.
[4] Los fundadores de las comunidades de Simojovel son mayoritariamente hablantes de tzotzil y unos cuantos de zoque y los de las comunidades Huitiupán son hablantes de tzotzil y de chol.
[5] El término de familia hace referencia a las relaciones de parentesco, independientemente de que sus integrantes compartan o no actividades y techo. Los análisis sobre familia de las últimas décadas del siglo XX han cuestionado la perspectiva evolucionista que ha guiado a muchos estudios que plantean el paso unívoco y unidireccional de la familia extensa a la nuclear como efecto de la modernidad y muestran la diversidad en los tipos de familias y la importancia del parentesco en el capitalismo (Rothstein, 2007; Pauli, 2007). En cambio el término de unidad doméstica alude a espacios en los cuales sus integrantes trabajan para la subsistencia del grupo que comparte el lugar de residencia, sin que necesariamente existan lazos de parentesco entre ellos. Sin embargo, he utilizado los términos de familia campesina, unidad o grupo doméstico como sinónimos, en tanto las familias tengan el carácter de unidades económicas.
[6] Los fundadores de las fincas de esta zona eran ladinos originarios de barrios marginales de San Cristóbal de Las Casas y Comitán. La mayoría se dedicaba a la arriería y a partir de la segunda mitad del siglo XIX se fueron haciendo de tierras en Simojovel y Huitiupán, primero de los pueblos indios que entonces atravesaban por una gran crisis demográfica (por epidemias, plagas e incendios), y después de extensos terrenos baldíos (Toledo, 2012, cap. 1). Sobre los arrieros del barrio sancristobalense de Cuxtitali, ver: Garza, 2012.
[7] Esta forma de autoridad corresponde a lo que Weber llamó dominación patriarcal: “En su esencia no se basa en el deber de servir a una “finalidad” impersonal y objetiva y en la obediencia de normas abstractas, sino justamente en lo contrario: en la sumisión en virtud de una devoción personal. […] Su posición autoritaria personal tiene de común con la dominación burocrática puesta al servicio de fines objetivos la continuidad de su subsistencia, el ‘carácter cotidiano’. [las “normas”] en la dominación patriarcal se basan en la “tradición”, en la creencia en el carácter inquebrantable de lo que ha sido siempre de una manera determinada. [el significado de las normas, por cierto no escritas] En la [dominación] patriarcal es la sumisión personal al señor la que garantiza como legítimas las normas procedentes del mismo.” (Weber, [1922] 1964: 753).
[8] Como señala Giddens ([1999] 2000), sin negar que han existido distintos tipos de familia y de sistemas de parentesco, las familias tradicionales dedicadas a la producción agrícola no moderna recrean más o menos rasgos similares en distintas partes del mundo. La familia tradicional es una unidad económica porque todos sus miembros se involucran en la producción agrícola, la desigualdad entre hombres y mujeres es intrínseca a este tipo de familias, los niños carecen de derechos y son criados, sobre todo, en función de las necesidades de trabajo para la sobrevivencia del grupo doméstico. En las familias acomodadas, el matrimonio tiene una de sus bases principales en la herencia de la propiedad, el control sobre la sexualidad de las mujeres obedece a la necesidad de asegurar el linaje y la herencia, lo que ha generado una sexualidad basada en la idea de la virtud femenina y en la doble vida sexual de los hombres, que se valen de amantes y prostitutas, y en el caso de los hombres ricos, de sus sirvientas —como sucedía en las fincas de Simojovel y Huitiupán—, y al mismo tiempo tenían que asegurarse de su paternidad sobre los hijos procreados por sus esposas. Por último, donde prevalecen altas tasas de mortalidad infantil y se carece de métodos anticonceptivos eficaces, las familias asumen con naturalidad el vínculo entre sexualidad y reproducción. Esto ocurría en regiones que, como la nuestra, han sido predominantemente agrarias. Pero al parecer, hoy en día tal idea ha ido perdiendo fuerza incluso en zonas como ésta. Varios procesos recientes están generando cambios paulatinos como veremos.
[9] Esta es una forma de dominación simbólica, “[…] hechizando la relación de dominación y de explotación de manera que se transforme en una relación doméstica de familiaridad mediante una serie continua de actos adecuados para transfigurarla simbólicamente eufemizándola. La violencia simbólica es esa violencia que arranca sumisiones que ni siquiera se perciben como tales apoyándose en unas <<expectativas colectivas>>, en unas creencias socialmente inculcadas.” (Bourdieu, [1994] 1997: 172, 173).
[10] Entendido lo étnico como una construcción social de las diferencias de lengua y cultura.
[11] Ver las entrevistas que al respecto se encuentran recopiladas en: Toledo, 2002.
[12] Al respecto, ver: Toledo 2004.
[13] No es el tema de este trabajo, pero he propuesto explicar la debilidad de la reforma agraria considerando que en ese periodo buena parte de los trabajadores eran mozos o acasillados y que la seguridad de la cual gozaban los hacía sumamente dependientes del patrón y con pocas posibilidades de movilidad. Por eso, no es extraño que los primeros ejidos en la zona fueron solicitados por trabajadores baldíos o arrendatarios, quienes tenían poca seguridad en la finca, pero gozaban de mayor autonomía y movilidad que los mozos (Toledo, 2012). Es a partir de estos elementos que autores como Wolf [1969) (1982), Tutino (1999) y más recientemente Kucukozer (2009) han explicado las rebeliones campesinas en diferentes partes del mundo.
[14] Cabe mencionar que para entonces en Simojovel el predominio de los ranchos era mayor con un total de 185, que concentraban al 45% de la población del municipio, mientras que en Huitiupán se registraron 73 ranchos y 6 haciendas y el número de habitantes en las 79 propiedades privadas representaba el 35% de la población del municipio (Toledo, 2012: 127, 128).
[15] Acerca de los cambios en los ranchos y la lucha agraria de los decenios de 1970 y 1980, ver: Toledo, 2002.
[16] Con la ejecución del PRA disminuyeron significativamente los enfrentamientos entre rancheros y trabajadores, pero se generaron otros conflictos: el descontento de rancheros que por diversas razones no recibieron el pago por sus tierras; enfrentamientos entre campesinos por recibir algunos los predios que habían ocupado otros. Esta forma de otorgar las tierras adquiridas fue un recurso de las autoridades agrarias para restarle fuerza a las organizaciones de izquierda que abanderaron la lucha agraria, como la Central Independiente de Obreros Agrícolas y Campesinos y la Organización Campesina Emiliano Zapata.
[17] Villafuerte, et al, 1999.
[18] Retomo aquellas perspectivas que conciben las unidades domésticas o familias tradicionales como espacios de reproducción social (Robichaux, 2007; Salles, 2007; Giddens, 2008), pues permiten entender los distintos elementos que intervienen en la continuidad del grupo social y que abarcan mucho más que la producción y el consumo de la economía doméstica.
[19] Al respecto, Isabel Neila Boyer presenta en este volumen un trabajo sobre el caso de una joven del municipio de Chamula. Antonio Gómez (2002) y José Luis Escalona (2009) documentan estos procesos en comunidades tojolabales y Gracia Imberton (2012) en localidades choles.