De arcas de olvido y memorias encajonadas. La dilución de lo étnico en Balún Canán

About forgotten memories. The dilution of ethnicity in Balun Canan

Mario Humberto Ruz[1]

Resumen: El ensayo aborda lo que alguien podría calificar de “ambigüedades” en la delimitación de la identidad étnica de los personajes indios que figuran en la famosa novela Balún Canán de Rosario Castellanos; personajes que la autora se empeña en calificar como tzeltales pese a situar buena parte de su obra en un ámbito geográfico y cultural tojolab’al. Tras una somera revisión de datos históricos, etnográficos, giros del lenguaje e imaginarios, se sugiere que Castellanos, al retratar al “mundo indígena” desde una perspectiva claramente mestiza — que poco se detiene en peculiaridades étnicas— ofrece al lector una imagen del “indio” propia del espejo de la alteridad.

Palabras clave: tojolabales, tzeltales, identidades étnicas, Rosario Castellanos, Balún Canán.

Abstract: This article focuses on the “ambiguities” observed in the definition of ethnic identities among the native characters represented in Balún Canán, the famous Rosario Castellanos’ novel; the author remarks their personification as Tzeltal Indians, but almost all the play is performed in the Tojolabal geographic and cultural environment. After a brief analysis of the historic and ethnographic information, as well as the linguistic and imaginary expressions, it is proposed that Castellanos tried to show a public image of the native people from the perspective of its alterity, while representing the “Indian world” as a clearly mixed or “mestizo” characterization, not concerned on ethnic particularities.

Keywords: Tojolabal, Tzeltal, Ethnic Identities, Rosario Castellanos, Balún Canán.

En los pliegues de una antigua memoria chiapaneca, más que en su contemporaneidad, sobreviven noticias acerca de los “cajonados”, misteriosos elementos depositados en antiguas cajas de madera, de donde el conjunto toma su nombre.

Los hay al menos de dos tipos, los que custodian esencias y aquellos que resguardan textos. Los primeros, hasta hace poco comunes en los poblados zoques de las Montañas del Norte, son depositarios privilegiados de las palabras de dioses y santos.[2] Debidamente interpelados por los sabios de los pueblos, unos y otros —que al cabo son lo mismo— responden desde las profundidades del arca a las preguntas de sus devotos, alertados por el mensaje confuso de un sueño o angustiados ante un devenir incierto: la preocupación de una hija por casar, una tierra que vender... El sabio-sibila devela su mensaje.

Los otros cajonados, más que palabras, resguardan mensajes escritos. Plasmados ocasionalmente en textiles[3] y por lo común en viejos papeles hispanos, se trata más de anclajes de la memoria que de proyecciones al porvenir, aunque en los pueblos mayas —donde son frecuentes— pasado y futuro son temporalidades hermanas, meros eslabones de un ciclo siempre por repetir. Dado su doble carácter de secreto por valioso y valioso en tanto secreto, poco sabemos de ellos; apenas que son responsabilidad de los ancianos principales del pueblo —quienes los reciben al mismo tiempo que el cargo—[4] y que no es inusual contengan, entre otros documentos, títulos de tierra, listados de tributarios y hasta ordenanzas hispanas[5]... testimonios todos ellos de épocas de explotación laboral y sujeción política, cuando no verdaderos compendios de represión militar, como ocurre con el cajonado de Cancuc, donde se guardan con gran celo, paradójicamente, las ordenanzas decretadas hacia 1712 por el presidente de la Audiencia de Guatemala, en respuesta a la gran rebelión tzeltal que tuvo como epicentro ese poblado, lo que valió a sus habitantes una represión brutal que no dejó de lado ni siquiera a su iglesia, destruida por haber servido como asiento de una nueva jerarquía eclesiástica india, ni a sus edificios de gobierno, sembrados con sal en señal de oprobio[6]...

Como en un doble juego, de esos tan frecuentes en el mundo chiapaneco, la memoria india parecería, pues, navegar en un arca doble: aquella que resguarda la palabra del origen —continuamente renovada— y la que preserva el memorial del oprobio, como si cerrándolo allí —bajo tres llaves a su vez custodiadas por otros tantos “guardianes”— pudiera evitarse que entre de nuevo en el eterno devenir cíclico de la historia. Como si, reverenciándola, pudiese aplacar la palabra del Otro.

El arca de la memoria mestiza es en cambio, y al menos en apariencia, una sola, pero revueltos en su interior convergen mensajes memoriosos hechos de pliegos sueltos de papel y retazos de palabras que, a falta de renovarse como entre los indios, han ido perdiendo significado. Porque los ladinos bien saben, aunque prefieran soterrarlo, que la suya es también memoria doble, anclada en un pasado igualmente fisurado.

A diferencia de los indios, acaso para mejor tomar distancia de ellos, los ladinos privilegian el texto sobre la palabra. Pero en ocasiones —nostálgicos quizá de esa porción negada de su origen— intentan acrecentar su dominio sobre la palabra fundacional de la comarca, apropiándosela, domesticándola, haciéndola entrar en espacios más conocidos y manejables —que al fin y al cabo domesticar viene de domus, casa—, y el arca familiar, henchida, vuelve a ser patrimonio privilegiado. Al paso del tiempo, ayunas acaso de las ofrendas indias que periódicamente las nutren, las palabras bullen dentro del arca, se incendian, y tras convertir en cenizas los anhelos ladinos se transforman en humo y se esparcen de nuevo por el viento. Allí quedan, a disposición de aquellos indios capaces de recuperarlas, de reverenciarlas. Las harán así, de nuevo, envolturas privilegiadas de dones para los guardianes —que, es bien sabido, se nutren primordialmente de palabras—. Éstos, agradecidos, las insuflarán a su vez en los cuerpos de los hombres, alentándolos. Completa, la obra de la creación puede comenzar de nuevo.

Y entonces, coléricos, nos desposeyeron, nos arrebataron lo que habíamos atesorado: la palabra, que es el arca de la memoria. Desde aquellos días arden y se consumen con el leño en la hoguera. Sube el humo en el viento y se deshace. Queda la ceniza sin rostro. Para que puedas venir tú y el que es menor que tú y les baste un soplo, solamente un soplo...

En tanto desposeer a un indio de la palabra, equivale a mermar lo que guarda en el arca de la memoria; para un etnólogo, en una primera impresión, no deja de parecer chocante que los indios que figuran en Balún Canán hayan sufrido cierto “despojo” bajo la pluma de Rosario Castellanos, ya que pese a estar presentes a lo largo de toda la obra, en ocasiones parecen estar allí a manera de corifeo griego, como si su alteridad se definiese sobre todo a través de su continuado silencio, de su reiterada obliteración.

Ciertamente poco puede reclamársele a la autora en tal sentido, en ningún momento Balún Canán se pretende novela indigenista; otros son los afanes que guiaron en su factura a Castellanos, quien a menudo marcó su distancia con el quehacer antropológico.[7] Y al fin y al cabo, podría alguien argumentar: la obra rescata a los indios chiapanecos tal y como son concebidos por los Otros... como diluidos en la penumbra. Así ha sido desde la época colonial hasta, incluso, el levantamiento neozapatista, por más que en el primer momento algunos frailes nos los presenten como un “género angélico” o que en el segundo se nos haya repetido una y otra vez que eran ellos los verdaderos “comandantes” del levantamiento; aquellos cuyas palabras anticipaban el texto. Indio pre-texto.

Como cualquier otra memoria mestiza, el arca memoriosa comiteca se nutre —en ocasiones sin saberlo, con harta frecuencia prefiriendo ignorarlo— con ropajes dobles: el indio y el blanco. Lo español, al menos en sus inicios, ancla sus orígenes más en Guatemala que en la “mexicana” San Cristóbal, ya que en la fundación de la primera villa hispana chiapaneca, anterior a la misma Ciudad Real —la de San Cristóbal de los Llanos, precariamente alzada en la vecindad de Balún Canán— participaron las huestes de don Pedro de Portocarrero, llegado desde Guatemala, representando los intereses de Pedro de Alvarado cuando éste supo de la incursión en “su territorio” de gente procedente de México.[8]

Por su parte, los orígenes indios de la que vendría a ser conocida como Provincia de los Llanos —nucleada en torno a Comitán— son aún materia de discusión entre los especialistas, que no concuerdan en la filiación lingüística de los coxoh,[9] pero todos coinciden en que en el territorio cohabitaban al menos tojolabales, tzeltales, cabiles, mochós y tzotziles.[10] La filiación etnolingüística de Comitán es bastante más clara, aunque no está totalmente exenta de puntos nebulosos, pues si bien sabemos que primaban en el pueblo los tojolabales, algunas fuentes apuntan a la presencia de ciertos tzeltales, más bien escasos, y que no sabemos si lo habitaban desde antiguo o fueron reubicados allí tras la conquista hispana.[11] Sea como fuere, nadie había escamoteado a los tojolabales el papel central en el pasado maya de Balún Canán/Comitán.

Nadie, excepto Rosario Castellanos.

De entrada, la elección de la autora parecería incomprensible, cuando no contradictoria. El lenguaje empleado por los personajes de su obra —a nadie medianamente familiarizado con la zona se le escapa— retrata fielmente el que usan en la cotidianeidad los comitecos,[12] que hunde sus raíces en el idioma tojolab’al tanto a nivel de vocabulario, como de fonología e incluso sintaxis. Ello provoca que el texto resulte tan familiar a quien haya vivido en la región como ajeno en varias de sus partes a quien no lo haya hecho. Tan real —cuasi etnográfico— para el primero como mágico para el segundo.

Las voces y giros propios de la lengua tojolab’al —con frecuencia “castellanizados” y a menudo diversos de los que se emplean en tzeltal— son numerosos y se despliegan por todo el universo sensorial que retrata el texto.[13] Díganlo si no el molesto chuquij que desprende frutas y productos rancios, el ruidoso “tzisquirín” de los grillos, las indelebles sensaciones gustativas que provocan los “patzitos de momón”, el agridulce sabor de las crías de hormiga (tzisim) tostadas y sazonadas con salsa pastor —mero chile desleído en agua con sal; alimento de pobres— antes de ser envueltas en tortillas recién sacadas del comal o depositadas en el pumpo o tecomate; la pegajosa sensación que se enrosca en los tobillos en tiempos de lluvia, cuando calles y senderos se transforman en un mero “achigual de lodo”; el horizonte rosa que tiñe la retina al ver las “colgaduras” de tanales, flores de candelaria y otras orquidáceas que penden de la enramada que se erige año tras año frente al templo de “san Caralampito piadoso”...

Otros en cambio rebosan tanta familiaridad que ni siquiera requieren de sus nombres mayas para ser evocados, como el atol agrio (ulul) que inicia conversaciones, el aguardiente de caña (pox) sellador de voluntades, o el omnipresente pozol cotidiano (pichí), desleído por los indios en las mismas jícaras que acostumbran los patrones en sus casas. Redes, jícaras, agua... ¿a qué nombrar lo que todos saben?

En ocasiones, en cambio, como apelando a esa antigua tradición maya de los difrasismos, aunque ahora teñida de bilingüismo, las cosas se nombran por pares: batz junto a mono, peshpen al lado de mariposa, keremitos acompañando a muchachos. Todo ello permeado por el voseo dirigido a los indios, el uso —tan maya— de los posesivos antecediendo a los sustantivos —“un mi compadre”, “una mi tía”—, o el sintagma “hablar castilla”. Un “castilla”, por cierto, a menudo viejo de siglos, que irrumpe en palabras, giros idiomáticos y hasta refranes: “Me endité[14] para pagar las mensualidades”, “Me dejó bien zocado, al palo y sin zacate”, “Más te vale machete estar en tu vaina” —“Machete pando, tate[15] en tu vaina”, se dice aún hoy.

La presencia insoslayable de las raíces indígenas que florecen en el universo comiteco va mucho más allá de la lengua. Se expresa en costumbres y gestos que acaso parezcan nuevos al lector de otras latitudes, pero que para el lugareño son, de tan viejos, casi imperceptibles. Están allí desde las primeras páginas, cuando el padre toca la frente de los indios que respetuosamente la inclinan ante él, en un gesto que podría antojarse servil pero que —cualquier tojolabal lo sabe— sirve para conjurar el mal de ojo —la mano “enfría” el calor de la mirada, potencial causante de daño—, y se asoman de nuevo al final, cuando el tío David, en pleno quinsanto —K’in santo: Fiesta de los santos—, fecha en que se celebra a los antepasados muertos, exclama: “Yo soy un hombre solo. ¡Yo no tengo difuntos!”, como en velada alusión a la creencia tojolabal de que el hombre que no posee anclajes con el pasado carece a la vez de velas que hinchen los vientos que lo proyecten al futuro. ¿A qué preocuparse, pues, de muertos que no tienen posibilidad alguna de volver en sus descendientes?

Texto no sólo literario, sino a la vez profunda y remarcablemente etnográfico, Balún Canán da cuenta detallada de los paisajes, incluso los domésticos, al describir los miserables ajuares de las viviendas indias, casi desprovistas de muebles pero donde rara vez falta el humilde “banquillo” tasajeado sobre un tronco de madera y provisto de un pequeño mango que a la vez que facilita su arrastre sirve para recordar la cola de los armadillos (jalaw) en que acostumbra sentarse el Gran Brujo, el Pukuj, Señor del Inframundo.

Espacio doméstico que pese a su aparente inscripción dentro del universo domesticado sigue estando sujeto a las potencias externas y puede por ende causar daño a sus moradores; de allí que haya que ofrecerle de vez en cuando “bocados” a la casa, para evitar que, hambrienta, se atreva a atentar contra sus propios habitantes. Morada capaz de reflejar sobre éstos los beneficios de los dones recibidos, como lo muestra en la narración la referencia al sacrificio de un ave cuando la construcción de la escuela —para “aplacar su boca [de la tierra] que gemía”—, tal y como todavía acostumbran hacer los tradicionalistas al inaugurar una vivienda, o como se observa en la ceremonia del ka’a och snichmal jnaj, literalmente: “metí flores en mi casa”, celebrada en especial cuando se teme que fallezca un niño “apetecido” por los brujos.[16]

Y si las flores sirven para ornar mesas, paredes y altares en ocasiones rituales, allí está, para otras celebraciones, la juncia alfombrando los pisos de cualquier casa “enfiestada”, sea una humilde vivienda india, sea la del jnal, el kaxlán comiteco más encumbrado, apellídese Rovelo, Román, Utrilla o Argüello.

En el libro de Castellanos la referencia etnográfica desborda las fronteras de la casa y se lanza a recorrer los caminos junto con las mujeres que tejen sombreros de pichulej mientras marchan por los senderos soleados o, por el contrario, los evitan en horas de penumbra; ésas en que el Ijk’al, el Negro, acostumbra acechar en sus orillas a las mujeres en edad fértil para enamorarlas o directamente raptarlas, llevarlas volando a las cuevas y embarazarlas con su pene desmesurado. El que aquí se le nombre dzulum no reviste demasiada importancia. Podría tratarse de un vocablo hoy en desuso que oyera la autora de algún narrador local, o acaso de un astuto neologismo que ella misma creara conjuntando la voz maya para extranjero (dzul) y el vocablo para tierra (lu’um). En todo caso no sería un mecanismo lingüístico inusual para el mundo maya, habituado a bautizar en su propia lengua a los recién llegados, bien prestándoles nombres de seres ya conocidos, bien forjándoles alguno totalmente diverso con la amalgama de raíces antiguas.

Si hizo lo primero al llamar tzimín o dzimín al caballo, la voz que usaban sus abuelos para identificar al tapir o danta —que exhibe desde entonces el calificativo “del monte”— y lo segundo al nombrar tunim chij, “algodón-venado”, al borrego, ¿qué de extraño habría en llamar extranjero en la tierra (dzulum) a un ser oscuro fácilmente identificable con los que desde tiempos prehispánicos habitan en sitios de penumbra, ajeno al espacio terrestre (lu’um); ser en el que se entretejieron características de crueldad y un apetito sexual desmesurado, ¿como las que aún se cuenta mostraban los negros empleados en las fincas como capataces? ¿Alas? ¿Acaso no las poseen los demonios que, según los frailes, habitaban en esos inframundos indios que a lo largo de siglos se empeñaron en transformar en infiernos cristianos? ¿No se dotó incluso de cola y cuernos a algunos “sombrerones”, de esos que, como narran los ancianos, ocupan sus horas de ocio trenzando crines y colas a los caballos?

Pero no sólo viajan mujeres ni por los caminos ni por los aires. Como en cualquier narrativa tojolabal[17] figuran en la obra los indios tamemes, cargando desde la finca quesos, mistelas, tapas y conos de panela —como el que le ofreció a Ernesto su padre— en cajones de madera sujetos con cinchos o mecapales a la frente, para regresar sudando bajo el peso de la ropa, los aperos y los alimentos que desde Comitán se enviaban a los patrones, incluyendo las esponjosas cazuelejas de pan, teñidas de amarillo o las rosquillas chujas, alimentos que para los “baldíos” apenas significarían aromas tentadores trepando desde sus espaldas, condenados como estaban a conformarse con las inodoras “bolas” de pozol seco que llevaban en pequeñas redes de hilo de pita, para desleírlas con agua de los arroyos cuando el hambre apretase durante el viaje. Por no hablar de aquellos a quienes tocaba cargar en sus espaldas las sillas donde viajaban los propios patrones.

Están allí también, como en no importa cuál añoranza comiteca que se respete, los indígenas “burreros”, acarreando agua desde la Pila de San Caralampio; y no faltan, casi desvanecidos en el aire, los brujos que pueblan de espanto las noches de indios y ladinos por igual,[18] brujos capaces “de comerse las cosechas, la paz de las familias, la salud de las gentes”, provocándoles “barajustos”, “resmoliciones” y “engasamientos”, cuando no la misma muerte. Esa muerte que auguran las mariposas negras cuando entran a una casa, borrando con su aleteo la dialéctica amo/esclavo, reduciendo la dominación patriarcal a mero polvo de idéntico espanto.

No todo es, por supuesto, evocador de espantos, males de ojo o enfermedades y muerte. Aunque escasas, figuran también en la obra las referencias a celebraciones indias, no por sencillas menos festivas ni menos significativas, ni entonces ni ahora. Los músicos acompañan con tambor y flauta de carrizo (wajabal, ajmay) las celebraciones rituales, ésas en que el atol bebido de una misma jícara o el pox compartido en un mismo “vigrio”[19] dan fe del deseo de hermanar afectos o acordar voluntades. Unión más íntima es la que intentan los hombres empeñándose en entregar un pañuelo rojo a las mujeres para invitarlas a bailar, con la esperanza encubierta de poder así “amorarlas”[20] y más tarde, con suerte, desposarlas. Aunque ello signifique cumplir con el penoso servicio a lo largo de un año en casa de los suegros, el llamado nialajel (nial: yerno).[21]

Las referencias directas o aludidas a lo tojolabal son, pues, numerosas en el texto, tan comunes como era de esperar en un universo de fronteras tan permeables entre lo indio y lo hispano como lo es el comiteco, que al mismo tiempo se nutre de lo uno y lo otro, incluso en aspectos tan cotidianos como los nombres de vieja cepa —Estanislao, Rodulfo, Límbano, Zoraida, Romelia, César— que emplean por igual mestizos e indígenas al menos desde el siglo XVII, cuando se prohibió a los segundos seguir utilizando aquellos de tipo calendárico so pretexto de que “rememoraban cosas de su gentilidad”, o el uso de calificativos y expresiones en una “castilla” que a oídos foráneos suena arcaica, como “azareada”, “barajustado”, “rebumbio”, “soflamero”, “bisbirinda”, “varejoncita”, “talludita”, “tamañita”, “ajenaron”, “desguachipados”, “bulbuluqueros”, “apulismados”, “nagüilones” o “laberintosos”, por no hablar del “¿y diay?”[22] (¿y de ahí?, ¿entonces?) que brota a cada momento en la conversación cotidiana, incluso a manera de saludo inicial.

Hasta aquí, nada parecería extraño a la mirada etnológica que se posara sobre Comitán, pero ¿cómo explicar, entonces, la insistencia de Castellanos en hablarnos de tzeltales, sin jamás aludir al hecho de que quienes poblaban y pueblan Comitán y su entorno sean en su inmensa mayoría tojolabales? Es cierto que la ubicación de algunas de las fincas de su parentela —desparramadas entre los actuales municipios de Ocosingo, Comitán, Altamirano y Las Margaritas— justifica la mención a los tzeltales que desde épocas antiguas se localizan allí, en íntima vecindad con los tojolabales,[23] y con los cuales la autora convivió sin duda durante los largos periodos que la familia habitaba en el campo, pero la ausencia de lo tojolabal no deja de parecer extraña dada su primacía numérica y cultural en Comitán, donde transcurrieron su infancia y adolescencia, y donde se ubica buena parte del texto.

Que la autora, además de conocer perfectamente la distribución tzeltal,[24] era consciente de la “tojolabalidad” de lo comiteco, si se me permite el poco agraciado neologismo, es claro. No en balde alude a los indios comitecos como los “cositíos”, voz que empleaban y emplean los chiapanecos para referirse a sus coterráneos meridionales, haciendo extensivo a todos sus pobladores el vocablo que a su vez utilizaban los vecinos para referirse a los indios, y que al parecer proviene del vocablo cox: menor.[25]

Pese a ello, en el texto prima lo tzeltal, con independencia de que pocas de las alusiones lingüísticas y etnográficas puedan sin ambages adscribirse plenamente a este grupo étnico. Tzeltales son, cierto, “la tela azul del tzec” que usa la nana,[26] las tocas de manta que emplean las mujeres para defenderse del sol,[27] la referencia a la cera cantul o aquélla a los santos envueltos “en metros y metros” de tela —cosa inusual en las ermitas e iglesias tojolabales— ante los que se presentan los hombres embriagados. Tojolabal o tzeltal podría ser el topónimo que da nombre a la novela: balun: nueve, k’anan: guardián. Incluso se alude directamente al idioma tzeltal, por ejemplo, cuando se solicita a Ernesto desempeñarse como maestro en la finca o en las órdenes que grita el padre en el trayecto a Lomantán —asentamiento tojolabal, al igual que su vecino Bajucú—. Que el patrón se dirija a sus peones en tzeltal no resulta extraño si recordamos la propuesta identificación de Chactajal con una propiedad situada en los alrededores de Ocosingo,[28] ni tampoco el que en el ámbito doméstico se aluda a esa lengua, pues lo más común era que la servidumbre de la “casa grande” se conformase con hombres y sobre todo mujeres nacidos en terrenos de la hacienda, tal y como era el caso de la misma nana. Pero, insisto, ¿cómo explicar la porfiada insistencia de la autora en excluir a los tojolabales del relato, incluso en aquellas partes en que éste se sitúa en Comitán, el muxuk, el ombligo mismo de la tojolabalidad?

Esta aparente “dilución” de fronteras étnicas, este situar a los indios en un universo de neblinas ¿explicaría también su desenfadado transitar por textos mayas antiguos de procedencia tan disímil como el Popol Vuh quiché, el yucateco Chilam Balam de Chumayel o los Anales de los Xahil, cakchiqueles, que encabezan como epígrafes respectivamente cada una de las tres partes en que se divide el libro?

Y no se muestran, por cierto, únicamente allí; permean no sólo las formas enunciativas sino la propia narrativa en numerosos pasajes: desde el mito sobre la creación del hombre[29] hasta la plegaria pronunciada en el oratorio por la nana antes de despedirse de la niña, si bien los “hermosos caminos planos” del Popol Vuh parecen acompañarse con el saludo de despedida tojolabal: mok mo’okan: “que no tropiece tu pie, que no caigas”, e irrumpe sin tapujos en los supuestos escritos indios, como ese espléndido relato fundacional de Chactajal, digno de figurar en cualquier texto maya colonial.

El mito se entreteje con la historia, historiando el primero a la vez que mitifica a la segunda, como se observa en la recreación de la supuesta crucifixión de un muchacho indio ocurrida durante “la revuelta chamula” —relato nodal en Oficio de tinieblas—, inventada por un coleto para desprestigiar aún más a los indios,[30] o en las alusiones al sitio central que ocupa en la cotidianeidad indígena la ceiba, axis mundi, sostenedora de los cinco puntos del universo y lugar de solaz en el Paraíso según varios pueblos mayas prehispánicos; raíz del linaje a decir de los tzeltales, bajo cuyas ramas se continuaba eligiendo a los alcaldes en el Chiapas del siglo XVII —como buscando legitimar la autoridad— y que se sahumaba con braseros de aromático copal dado su carácter sacro. Árbol que mantuvo y mantiene su vigencia ritual entre los mayas, en el centro de muchos de cuyos pueblos se yergue aún su sombra familiar y protectora, tal y como lo hacía en ese Chactajal, donde los hombres se sentaban en torno a su tronco a nombrar a sus dioses. Esos dioses derrumbados, desmoronados; tan vencidos como aquéllos de los que lastimosamente habla el Chilam Balam: “Vuestros dioses han muerto. Sin esperanza los adorasteis”.

Entremezclando imaginarios y cotidianeidades mayas de diversa procedencia y diferentes épocas —como si pretendiese recuperar la concepción cíclica del tiempo tan propia de los grupos mayas—, Rosario Castellanos elude el entrometerse en esas “especificidades étnicas” que resultan tan caras a muchos antropólogos, y opta por retratar al “mundo indígena” desde una perspectiva claramente mestiza, entregándonos una imagen propia del espejo de la alteridad. Al fin y al cabo, espeta cruel y tajante al final del texto —apropiándose de la mirada y la voz del ladino— resulta imposible distinguir a uno de otro: “todos los indios tienen la misma cara”. Todos son, además, igualmente “embelequeros”, solapados, apestosos, ingratos, falsos, hipócritas. Incapaces de poseer siquiera un idioma, se limitan a un “dialecto”, pero eso sí, “igualados”, se atreven a “hablar castilla”.

Indios tan borrosos como sus paisajes, difuminados en un Chactajal tierra de nadie, imposible de ubicar en un mapa; que sólo existe cuando lo cubre la sombra protectora de sus patrones. Frente a él se yergue Balún Canán, protegida aún por sus nueve guardianes, pero amurallada ahora en el idioma del kaxlán, del mismo modo en que el indio se atrinchera en su silencio, restañando esa llaga que el látigo del ladino ha enconado.

Pero “cada latigazo que cae graba su cicatriz en la espalda del verdugo”, y el indio que se agazapa en la sangre mezclada del mestizo está igual de inerme frente al poder de los brujos, que devoran con palabras. Palabras como esas que, queriéndolo o no, forman parte del cajonado memorioso de cualquier ladino de Chiapas, mucho más próximo a lo indio de lo que él mismo sospecha o de lo que un diligente olvido le permite suponer. Bastaría, para percatarse de ello, que, como Rosario Castellanos, el mestizo chiapaneco se atreviese a abrir a pleno día el arca de su memoria. Expuestas definitivamente a la luz, tintas y voces lograrían acaso entonces maridarse incluso más allá de lo literario.

Bibliografía citada

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Notas

1Doctor en etnología, investigador del Centro de Estudios Mayas (IIFL, UNAM), interesado en la etnología maya, histórica y contemporánea. Correo electrónico: mhruzs@gmail.com

Fecha de recepción: 26 01 14; Fecha de aceptación: 11 06 14.

2Dado el tono elegido para este ensayo no me detendré mayor cosa en el aparato crítico. Señalo, apenas, que el empleo de “cajonados de santos parlantes” o “cajas parlantes” en Chiapas ha sido por lo común reportado entre los zoques (véase Reyes y Villasana, 1991), y con menor frecuencia entre los ch’oles (Cruz Pérez, 2014) y tzotziles (Reifler Bricker, 1989; Collier, 1995). Cabe recordar, asimismo, las referencias a “piedras parlantes” entre los mayas —v.g. su papel en el movimiento tzotzil de Chamula— y, por supuesto las famosas “cruces parlantes” de Yucatán, que alentaron la Guerra de Castas del siglo XIX, sobre las cuales existe abundante bibliografía. De particular interés es el texto de Careaga Viliesid (1998).

3Existen referencias ocasionales a que en algunos cajonados se custodian, por ejemplo, antiguos huipiles ofrendados a las vírgenes que, desde la iglesia, protegen al poblado.

4 Entre los chujes, ubicados en los Cuchumatanes, en la frontera con México, los “cajonados” quedan bajo la custodia del icham alkal o alcalde rezador, y los maxtoles o maestros de coro, dependiendo del tipo de caja de que se trate —caja maestra, caja ordenanza, caja mayordoma—. Todas son concebidas como residencias de deidades o entes poderosos, algunos vinculados con el calendario sagrado chuj y otros con Jesucristo y la fe católica (Piedrasanta, 2008: 70-71).

5Ya que en esas arcas los cabildos indígenas coloniales guardaban obligada y religiosamente copia de documentos oficiales, en especial los emanados de la monarquía, no es inusual que figuren en los textos y hasta en la tradición oral como “cajonados reales” aún hoy.

6Una referencia expresa a este hecho, aunque situándolo en otro grupo —el tzotzil— y en otra época —el siglo XIX— figura en otro famoso libro de Rosario Castellanos, Oficio de tinieblas, cuyo penúltimo capítulo se detiene en ello (1962: 362-364).

7  Las apreciaciones acerca de su “cercanía o deslinde con la antropología”, como la denomina Carlos Navarrete, han sido tan variadas como los acercamientos a su obra, lo que otorga particular valor a sus propias declaraciones sobre el escaso interés que despertó en ella “la antropología en sí, como teoría” y su pretendido papel como “la llave mágica que podría abrir las puertas de cualquier cultura”, agregando: “No tuve la ocurrencia de sentirme antropóloga a pesar de que el trabajo absorbente en el Centro Regional propiciaba un ambiente óptimo para ello… [en San Cristóbal] había más antropólogos que indígenas en las calles. De antropología hasta el cuello, cumplí profesional y anímicamente como escritora… La escasa antropología que leí me enseñó a observar, pero… nunca intenté redactar un informe de las relaciones dispares que veía entre los indígenas y el resto de la sociedad chiapaneca. La indignación que hay en los libros es mía, me la dio haber vivido allí y formado parte del partido del débil”. Aún más contundente es, en ese sentido, una nota que escribió en 1957 a Máximo Prado, grabador chiapaneco: “Pregunto, sí, más bien platico, por qué no puedo llegar al análisis del antropólogo: no me interesa” (Navarrete, 2007: 24-25 y nota 10).

8Véase al respecto el acucioso texto de Gudrun Lenkersdorf, 1993.

9Tojolabales para unos, tzeltales para otros.

10Estos últimos en el poblado de San Bartolomé de los Llanos, hoy Venustiano Carranza.

11 He tratado este punto en un ensayo previo (Ruz, 1990).

12Recuérdese que la propia Rosario Castellanos vivió en Comitán hasta cumplir 16 años.

13 Las consideraciones sobre etnografía e historia tojolab’al que se siguen se basan en textos propios (en especial Ruz, 1982 y 1992), que resultan útiles para mis objetivos, no sólo pese a su antigüedad sino en buena medida gracias a ella, pues, cronológicamente hablando, son la etnografía integral y la historia de las fincas comitecas más próximas al Balún Canán de Rosario Castellanos, publicado originalmente en 1957.

14 Endeudé.

15Contracción de “estate”, mantente.

16Refiriéndose a esta ceremonia un vecino dirá: och snichmal alats, lit.: “entró flor a la criatura”, mientras que si es por otro motivo, no para proteger a un niño enfermizo, se dice: och snichmal na’its: “entró su flor [de] la casa” (agradezco a Antonio Gómez Hernández la precisión lingüística). Cabe aclarar que no es necesario que el infante esté enfermo; la ceremonia puede celebrarse también, en forma preventiva, cuando el pequeño exhibe al nacer ciertas señales que muestran que está destinado a ser un “vivo”, dotado con poderes especiales que pueden ser perjudiciales para los brujos; de allí el encono de éstos contra ellos (Ruz, 1983).

17 Véanse, por ejemplo, los textos recopilados en Ja sloil ja k’altziltikoni. Palabras de nuestro corazón. Mitos, fábulas y cuentos maravillosos de la narrativa tojolabal, Gómez et al. (eds.), 1999.

18Escribía Castellanos en su prólogo al libro de Susana Francis sobre el habla coleta: “Lo que sí hay en la conciencia del ladino es terror; el terror ha dado vida a los monstruos que pueblan sus consejas: el Negro Cimarrón, la Yehualcíhuatl, el Quebrantahuesos. Criaturas de la sombra, de la ignorancia y quién sabe si del remordimiento, existirán mientras San Cristóbal no se abra a los tiempos nuevos” (apud Navarrete, op. cit.: 157).

19Nombre con que los tojolabales y los campesinos mestizos designan al vaso de vidrio.

20Enamorarlas.

21No deja de resultar curioso que la autora señale que los novios no se hablarán durante todo ese año, ya que al menos en la actualidad incluso viven en la misma casa. De hecho, se aduce, este periodo “de prueba” incluye las relaciones sexuales entre los aspirantes al matrimonio con objeto de ver si también físicamente “se hallan”. Acaso no existiese tal en la época en que recogió el dato, o éste proceda de una comunidad tzeltal.

22A menudo en forma incluso más apocopada, como “¿yday?”.

23En los tres últimos municipios; Ocosingo era por entonces área de predominio lacandón y tzeltal.

24Recordemos que, en 1955, al tiempo que redactaba la novela, trabajaba ya en el Centro Coordinador Indigenista de Los Altos, encargado precisamente del área tzotzil-tzeltal, y entre 56 y 57 laboró con representantes de ambos grupos lingüísticos en su ya célebre teatro guiñol.

25A partir del siglo XIX, en cambio, comienzan a aparecer en los documentos otros apelativos, como “junitos” (de juna, nombre de la amplia falda que emplean las mujeres tojolabales) y “keremcitos” (kerem: menor, muchacho), designación a la vez paternal y desdeñosa, característica de la relación indio/ladino. Mientras que la primera voz, cada vez más rara, se aplica exclusivamente a los tojolabales —las mujeres tzeltales y tzotziles del área no usan falda, sino enredo—, la segunda es vocablo común para designar a tzotziles, tzeltales y tojolabales, a veces en su variante “quelem”, que era por cierto la que empleaban los frailes durante la época colonial para designar a los indígenas de Los Altos.

26El “enredo” al que me referí en la nota anterior.

27Las tojolabales, al igual que las mestizas comitecas, privilegian el uso de rebozos o “perrajes”, antiguamente traídos desde Guatemala.

28Aunque, dicho sea de paso, el topónimo se aproxima más al tojolabal que al tzeltal, pues si bien en ambas lenguas chac denota color rojo, la voz para pino es taj en tojolabal, mientras que te; —genérico para árbol— es el apelativo más común en diversas comunidades tzeltales. De allí que el temido “espanto” femenino que se aparece debajo de esos árboles se llame Xpajkintaj en tojolabal y Xpajkinté en tzeltal —y tzotzil—. Por cierto, se aprecian otras “imprecisiones” —¿adecuaciones?— en lo que a topónimos respecta: Castellanos consigna Yaxchivol en lugar de Yalchivol (poniendo “verde”, yax, allí donde la nomenclatura local emplea “pequeño”, yal), y registra al río Jataté en un recorrido que atravesaría más bien el Tzaconehá, uno de sus afluentes.

29Ciertamente no sigue el mito al pie de la letra en lo que a las sucesivas creaciones respecta, pues aquí aparece un hombre de metal y otro de carne en lugar de aquél hecho de maíz, que en el relato del Popol Vuh será el que emita finalmente las palabras de alabanza que esperan los dioses, no el de “oro”. Existen, sin embargo, variantes del mito, incluso en Chiapas, en los cuales pudo basarse la autora.

30 Sobre la falsedad de este acontecimiento, véase Jan Rus, 2005.