Las identidades asesinas
Año: 2009
Editorial: Alianza Editorial, Madrid
ISBN: 978-84-206-6886-4
Páginas: 215
Premio Príncipe de Asturias 2010, elegido en 2011 miembro de la Academia Francesa en la silla 29 (sitio de honor perteneciente en vida a Levi Strauss), Amin Maalouf nos conduce por conducto de su experiencia vivida a la indagación de esos rompecabezas humanos, asombrosos por su capacidad de existir cambiando, pero también sombríos y amenazantes (y ese es el tema), que son las identidades.
Y es que nada más sorprendente que el trazo cosmopolita de la vida profesional y personal del autor. Amin Maalouf nació en Líbano en 1943, en el seno de una familia árabe de tradición religiosa católica por la línea materna, razón por la cual, como él señala, sus estudios de sociología en Beirut tendrían lugar con mentores franceses de una universidad jesuita. Ejerciendo como periodista en el diario An Nahar, el más importante de Líbano, viajaría a más de sesenta países y sería corresponsal de guerra en lugares tan disímbolos y difíciles como Vietnam y Etiopía. Al estallar la guerra civil en su patria, en 1975, decide trasladarse a Francia y adoptar como vocación la escritura literaria. Las Cruzadas vistas por los árabes (un libro de historia escrito en 1983, muy popular entre los textos educativos en Líbano, hasta la fecha) y El desajuste del mundo (2009), son algunos de los escasos ensayos sociohistóricos de Maalouf, en una obra plagada de buena literatura y hasta de libretos musicales operísticos.[1]
En cuanto a lo personal, la vida de Amin Maalouf es tan excepcional y tan amplia (no menos que su actividad profesional y literaria) que el “examen de identidad”, como él llama al relato introspectivo de sus pertenencias, nos remite a todo el Préambulo y primer capítulo de las Identidades asesinas. A los que me preguntan, ha dicho Maalouf, si me siento francés o libanés, “les explico…que nací en Líbano, que allí viví hasta los veintisiete años, que mi lengua materna es el árabe, que en ella descubrí a Dickens y los Viajes de Gulliver, y que fue en mi pueblo de montaña, el pueblo de mis antepasados, donde tuve mis primeras alegrías infantiles y donde oí algunas historias en las que después me inspiraría para mis novelas. ¿Cómo voy a olvidar ese pueblo? ¿Cómo voy a cortar los lazos que me unen a él?” Pero, agrega, “hace veintidós años vivo en la tierra de Francia, que bebo su agua y su vino, que mis manos acarician, todos los días, sus piedras antiguas, que escribo en su lengua mis libros, y por todo eso nunca podrá ser para mí una tierra extranjera”.
Si nos fijáramos en la conexión indisoluble de acontecimientos que cruzan nuestras vidas y conforman lo que somos, reflexiona Maalouf en esa primera parte del libro, el punto de vista de las personas debería apuntar al hecho de que la identidad, la propia y la de los demás, no consiste en una suma de pedacitos de cultura que se mantienen separados según convenga a las circunstancias, en una especie de oportunismo político o maniqueísmo cultural “estratégico”. No obstante, se insiste recurrentemente en la pregunta ¿Cuál es, en un verdadero examen de conciencia, su identidad? ¿Qué cultura defiendes, en realidad? En palabras de Maalouf, “Es verdad lo que dices, pero en el fondo ¿qué es lo que te sientes?”
Como si lo que somos fuera ajeno a lo que nos sucede en la calle, en los lugares en que vivimos o a los que nos trasladamos, en el trabajo, en la escuela o en nuestros hogares; como si hubiera una marca de nacimiento y destino que no queremos reconocer, y que sin embargo nos envuelve y determina con independencia de las decisiones que tomamos y de los acontecimientos que impactan nuestras vidas. Salir al encuentro de tal falacia, repetida mil veces y tomada como consigna para excluir, discriminar, ignorar, dominar, imponer, segregar y, por desgracia, con cada vez mayor frecuencia, para aniquilar, es el propósito del libro que nos ocupa. Se trata, dice el autor, de los xenófobos y fanáticos, pero también de todos nosotros, “por esa concepción estrecha, beata y simplista que reduce toda identidad a una sola pertenencia que se proclama con pasión. ¡Así es como se fabrica a los autores de las matanzas!”
La respuesta a esa creencia mental en una esencia cultural, inmanente, llamada a la ligera “tradición”, y responsable de lealtades y traiciones, tan en boga en las disputas religiosas (lo obvio y lugar común), aunque también en los conflictos étnicos, nacionales, políticos, económicos o de clase, es desarrollada convincentemente por el autor en cuatro aproximaciones o capítulos, con sus respectivos apartados y un epílogo: 1. Mi identidad, mis pertenencias; 2. Cuando la modernidad viene del mundo del Otro; 3. La época de las tribus planetarias; 4. Domesticar a la pantera.
En el primer capítulo, Maalouf explica sin tecnicismos, y sí con un cúmulo de ejemplos que podrían prolongarse hasta el infinito, su concepción de la “identidad”, palabra a su juicio no confiable, como tantos otros términos traicioneros por evidentes o innegables. El término, advierte, no debería prestarse a confusiones: uno se relaciona en forma particular con las circunstancias y la época que le toca vivir, se hace de cierto modo, y por ello los individuos son siempre distintos, nunca iguales. La identidad, única e irrepetible, se va conformando a lo largo de nuestras vidas, por lo que también es mudable y permite reconocernos frente a la otredad.
Sobra mencionar el término cambio en ese mundo de significados, a menudo borroso, que es la cultura. Nuestra herencia social es múltiple e inacabada, componiéndose de muchas pertenencias relacionadas con la religión, la lengua, el género, la etnicidad, el país, el color de la piel o la condición social y económica. Todos los elementos pueden ser comunes a muchas personas, pero se combinan de forma única y no poseen el mismo rango. La identidad es tan fuerte y selectiva, dice Maalouf, que no puede concebirse como una “yuxtaposición de pertenencias autónomas, no es un mosaico: es un dibujo sobre una piel tirante; basta con tocar una sola de esas pertenencias para que vibre la persona entera”.
En el capítulo dos, Maalouf se pregunta cómo el islam con un protocolo de tolerancia durante siglos es hoy una expresión oscurantista que cancela las libertades, mientras que el cristianismo con una historia represiva parece engendrar culturas más a tono con la coexistencia y la libertad de expresiones. La respuesta, señala, es que se ha sobredimensionado la influencia de la doctrina sobre el hombre y se ha ocultado lo inverso: la manera como el hombre la interpreta y actúa a partir de ella. Explica que las doctrinas, sean religiosas o de cualquier tipo, en sí mismas no cambian nada; conforman documentos sin valor de uso al menos que las sociedades actúen sobre ellas.
Obviamente, un sistema de creencias afecta a la sociedad, pero la resistencia o la aceptación en un momento dado son valores de las personas y no de una sustancia inmanente contenida en alguna religión o forma de vida. Si una sociedad es dinámica y abierta, como sucedió con la historia de los musulmanes (al menos del siglo VII hasta el XV), el islam también; por el contrario, si es cerrada y se siente asediada (como ocurrió en los siglos posteriores), la vida cultural se tornará agresiva o al menos recelosa con los extraños, y tomará un rumbo conservador e integrista. Por eso, afirma convencido Maalouf a propósito del título del capítulo, Cuando la modernidad viene del mundo del Otro: “cuando los musulmanes del Tercer Mundo arremeten con violencia contra Occidente, no es sólo porque sean musulmanes y porque Occidente sea cristiano, sino también porque son pobres, porque están dominados y agraviados y porque Occidente es rico y poderoso”.
No se trata simplemente de la modernidad, sino cómo se le vive según se esté dentro o fuera de ella. Para la Europa Occidental, cuna de las revoluciones científicas, tecnológicas y de pensamiento en los últimos quinientos años, modernizarse fue la manera “natural” de sentirse cómodo y de establecer relaciones sociales; no sucedió así con los pueblos de África, Asia y América, que vieron perder mucho de ellos mismos al ser desplazados, sometidos o aniquilados. Es por eso, argumenta Maalouf, que en las identidades extremistas (donde se tiene la percepción de que se ha perdido todo y de que ya no hay nada que perder), es poco frecuente molestarse por explicaciones razonadas ante acciones de barbarie. “En realidad no las necesitan. No hace falta describir una herida para sentir el dolor que produce”.
Sin embargo, no fue el radicalismo religioso la opción primera y mayoritaria frente al asimilacionismo, la sumisión y el desastre colonial. En una detenida revisión histórica de lo sucedido en el Valle del Nilo después del fracaso de la cruzada civilizatoria emprendida por Napoleón entre 1798 y 1881, el autor recuerda como Muhammad Alí (gobernante de Egipto de 1802 a 1840) era un modernizador a ultranza que tomaba como ejemplo modélico el estilo cultural occidental. Además de socavar las bases antiguas del Imperio Otomano y de sus jerarquías y autoridades tradicionales, trasladaría a Egipto proyectos económicos, sanitarios, de obra pública y militares no sólo a imagen y semejanza de los europeos, sino que buscaría la asesoría directa (como fue el caso de la restructuración del ejército) de especialistas italianos y franceses.
El recelo para unir política con religión ocurriría también con Abdel Nasser, un militar nacionalista muy popular en todos los estratos de la sociedad egipcia. Nasser, fundador con otros militares jóvenes del grupo de los Oficiales Libres en 1945, opuesto tanto al feudalismo local y al colonialismo inglés y a favor de la independencia de Egipto, intentaría conducirse al margen de los fundamentalistas islámicos que propugnaban la total separación entre el mundo árabe y Occidente. Como cabeza visible de un movimiento que postulaba los principios de una república laica y los ideales del socialismo, Nasser incluso sería víctima de un atentado perpetrado por los Hermanos Musulmanes, una organización fundamentalista que había conocido en su época de estudiante en El Cairo. El ataque sería luego aprovechado por Nasser para hacerse del poder y ser investido como presidente en 1956. Su consigna era "más vale una revolución roja que una revolución muerta”.
En el capítulo tres, La época de las tribus planetarias, Maalouf trata de aclarar los móviles de la existencia, a pesar de todo, de un crecimiento generalizado de grupos que reducen el sentido de identidad a una sola pertenencia: la religiosa. La interrogante que orienta su reflexión es: “¿a qué se debe que, en el mundo entero, hombre y mujeres de todos los orígenes redescubran hoy su pertenencia a una religión y se sientan movidos a afirmarla de diversas maneras, mientras que hace algunos años esas mismas personas habrían preferido destacar, espontáneamente, otras pertenencias”. Los elementos considerados por el autor son multifactoriales y se presentan entreverados: la caída del comunismo y la desilusión por el marxismo, su guía teórica; el desgaste del modelo occidental que no puede resolver asuntos centrales como la pobreza, el desempleo, la alienación y la falta de oportunidades; el ensanchamiento de la brecha entre los países pobres y el llamado tercer mundo, que lanza a millones de personas de los países periféricos a vivir en la miseria extrema, en el desarraigo y al flujo ominoso e inseguro de las migraciones.
No obstante, y aunque parezca paradójico, para Maalouf el principal motor de exacerbación de las diferencias es el mundo global actual, el cual no puede esquivar la necesidad de las personas de adherirse férreamente a su lengua, territorio o creencias cuando siente que están amenazadas. De esta forma, ante el temor comprensible que provoca la globalización y su carga homogeneizadora de prácticas culturales y sistemas de vida, surgirá un “espíritu de época” centrado en la conformación y multiplicación de “tribus planetarias”; tribus por su contenido y naturaleza identitaria, siempre local, pero universales por su proclividad a rebasar fronteras lingüísticas, de clase, país o raza. Ante el desencanto que las contradicciones de la modernidad producen, las sociedades han encontrado en banderas étnicas, religiosas y nacionalistas, afirma Maalouf, “el particularismo más general…el universalismo más tangible, más ‘natural’, más arraigado”.
Existen dos herencias, una vertical que viene del pasado (nuestro terruño, nuestra comunidad, nuestras tradiciones, la pequeña patria) y otra horizontal, producto de nuestra época. Las comunicaciones, la información, la pulverización del tiempo y el achicamiento de las distancias hacen que la segunda, como realidad, sea más accesible. Tengo más pertenencias, dice Maalouf, con un ciudadano escogido al azar que deambula por alguna calle de Praga, Seúl o San Francisco que con mi propio bisabuelo. Sin embargo, la percepción mental es distinta y opera en sentido contrario para gran parte de la humanidad, optando más por la primera de las herencias. Lo nuestro nos parece seguro, mientras que lo ajeno representa la incertidumbre y atemoriza. De las dos aristas de la herencia global, convence más el riesgo de la uniformidad que las posibilidades de realización contenidas en la universalidad.
La situación, si queremos un mundo mejor, deberá cambiar, no anulando nuestras pertenencias o identidades locales (no se puede vivir ingenuamente la cultura en abstracto), y tampoco satanizando nuestra condición humana planetaria (la universalidad de la cultura es un hecho actual, no una opción). Obviamente, ello implica resolver en términos de Maalouf dos inquietudes o peligros. Uno, el de la banalización de los gustos; otro, el de imposición mediante la hegemonía. Ambos riesgos tienen adeptos. En un caso, se piensa que todos terminaremos compartiendo la misma rutina, hablando de un tema único, probando la misma fast food o escuchando sonidos musicales hechos al margen del artista por un ordenador. Del otro lado, se sostiene fatalistamente que una vez concluida la guerra fría y con los Estados Unidos sin rival como superpotencia, el ritmo y destino de la cultura mundial no puede ser algo distinto al de la americanización o modo de vida americano.
Partidario convencido de que la diversidad cultural es factible sin menoscabo de una ciudadanía con derechos humanos universales, en el capítulo cuatro y final de la obra, Domesticar a la pantera,[2] Amin Maalouf comienza con un personal y apasionado juicio sobre las ventajas comparativas que, a pesar de todos los pesares, el caótico mundo globalizado pone a nuestro alcance. Sin quitar el dedo del renglón acerca del uso que se hace de espacios como los medios de comunicación (particularmente de las grandes potencias) para discriminar, esquematizar y trivializar las diferencias culturales de las minorías, el autor plantea la tesis de que el recelo hacia la modernidad por parte de grandes sectores de la población es atribuible a la unidireccionalidad con la que es conducida. Cuando una sociedad, dice, “ve en la modernidad ‘la mano del extranjero”, tiende a rechazarla”, de ahí que un mundo abierto a todas las culturas requiera el principio que él llama de “reciprocidad”. La garantía de que toda la diversidad esté incluida y pueda reconocerse en el patrimonio cultural universal, sin asimetrías y con acciones directas de participación, es el único antídoto para disipar las identidades asesinas, es decir la “reacción de rechazo sistemático, colérica y suicida”.
Mención especial merece en este apartado la perspectiva que el autor construye del factor lingüístico como el elemento central y más importante de toda identidad. Aunque discutible su postura, pues sólo es aplicable a los casos de pueblos étnicos y nacionalidades hablantes de lenguas diferentes, y no así necesariamente a otras diversidades, Maalouf logra establecer la relevancia que en contextos de identidades regionales (la Unión Europea es uno de sus ejemplos) tendrán en el futuro las políticas públicas reguladoras de situaciones multilingüísticas.
Volviendo al cómo resolver esa paradoja, signo de nuestra época, entre lo conocido (por familiar e inmediato) y la incertidumbre, la desconfianza y la necesidad de cambiar; entre las tensiones que provocan lo local y lo global; entre el respeto a la identidades particulares y la presión ejercida por la aldea global, podríamos concluir esta invitación a la lectura de libro con una sugerente metáfora marina anotada por el propio autor:
…el destino es como el viento para el velero. El que está al timón no puede decidir de dónde sopla el viento, ni con qué fuerza, pero sí puede orientar la vela. Y eso supone a veces una enorme diferencia. El mismo viento que hará naufragar a un marino poco experimentado, o imprudente, o mal inspirado, llevará a otro a buen puerto…Casi lo mismo podríamos decir del "viento" de la mundialización que sopla en el planeta. Sería absurdo tratar de ponerle trabas; pero si navegamos con destreza manteniendo el rumbo y sorteando los escollos, podremos llegar "a buen puerto".
Jorge Gustavo Paniagua Mijangos
Instituto de Estudios Indígenas
Universidad Autónoma de Chiapas
[1] En la obra literaria del autor, prolífica desde 1986, se cuentan los textos León el africano (1986), Samarcanda (1988), Los jardines de luz (1991), El primer siglo después de Béatrice (1992), Las escalas de Levante (1996), El viaje de Baldassare (2000), el libro de memorias Orígenes (2004) y Los desorientados (2012). En 1993, Maalouf, recibiría el premio Goncourt por su novela La Roca de Tanios. Especial elogio de la crítica, a decir de la periodista Maya Gagi (The Guardian, 2000), tuvo su libreto Amor de lejos (2000), ópera de Kaija Saariaho
[2] “Domesticar a la pantera” es la analogía con la que Maalouf hace referencia a la necesidad de evitar que las identidades, en un afán reivindicativo primordialista extremo, conviertan al campo de la cultura en un lugar de encarnizadas batallas sin consensos ni convivencia ¿Por qué a la pantera?, se pregunta “Porque mata si se la persigue, mata si se le da rienda suelta, pero lo peor es dejarla escapar en la naturaleza después de haberla herido. Pero también a la pantera porque, precisamente, se la puede domesticar.” Y agrega el autor “Esto es precisamente lo que he pretendido decir en este libro con respecto al deseo de identidad. Que no debemos convertirlo en objeto de persecución ni de condescendencia, sino que hemos de observarlo, estudiarlo con serenidad, y después amansarlo, domesticarlo, pues de lo contrario no podremos evitar que el mundo se convierta en una jungla…”